VII
Lo que ocurrió en el comedor o cuarto del rancho, para expresarlo con mayor propiedad, donde los gladiadores se reunían para comer, nunca se sabrá ni se contará cabalmente; porque no había historiadores para dar testimonio de las hazañas de los esclavos, ni sus vidas se consideraban dignas de ser registradas; y cuando lo que hizo un esclavo tuvo que ser considerado como parte de la historia, la historia fue escrita por uno que era dueño de esclavos y los temía y los odiaba. Pero Varinia, que en esos momentos trabajaba en la cocina, fue testigo presencial de los hechos, y tiempo después le contó lo ocurrido a otra persona —cómo se verá luego—, y aunque el potente retumbar de tal acontecer vaya acallándose hasta llegar al susurro, nunca se habrá perdido del todo. La cocina estaba en uno de los extremos del cuarto del rancho. Las puertas por las que se entraba en él se hallaban en el lado opuesto.
El cuarto del rancho se había construido por indicación personal de Baciato. Muchos edificios romanos se levantaban de la manera tradicional, pero el adiestramiento y la utilización de un elevado número de gladiadores constituía algo inédito en esos años, como lo era el desmesurado interés por el combate de parejas, de manera que la enseñanza y el control de tantos gladiadores era un asunto totalmente nuevo. Baciato tomó como base una vieja pared de piedra y le agregó tres lados. El cuadrilátero formado de ese modo fue techado entonces al viejo estilo: un cobertizo de madera proyectado hacia adentro por los cuatro costados por un tramo cercano a los dos metros y medio. La parte central quedaba abierta al cielo, y el interior estaba pavimentado hasta un desagüe central, por donde escurría el agua de la lluvia. Ese método de construcción era más común un siglo antes, pero en el suave clima de Capua era suficiente, si bien en invierno el lugar era frío y a menudo húmedo. Los gladiadores comían sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, bajo el cobertizo. Los entrenadores se paseaban por el espacio descubierto del centro, desde donde podían observar más fácilmente a todos los presentes. La cocina, que consistía en un largo horno de ladrillos y azulejos y una larga mesa de trabajo, estaba en un extremo del cuadrilátero, abierta al resto del mismo; en el otro extremo había un par de pesadas puertas de madera, y una vez que los gladiadores se hallaban dentro, las puertas eran cerradas con cerrojos.
Y eso se cumplió ese día, siguiendo la rutina establecida, y los gladiadores ocuparon sus lugares y fueron servidos por los esclavos de la cocina, la mayoría de ellos mujeres. Cuatro entrenadores se paseaban por el centro del patio. Los entrenadores llevaban cuchillos y cortos látigos de cuero trenzado. Las puertas habían sido debidamente cerradas desde afuera por dos soldados, destacados del pelotón para tal tarea. El resto de los soldados se estaban sirviendo su comida matinal bajo una agradable arboleda situada a unos noventa metros de distancia.
Todo esto lo vio y tomó en cuenta Espartaco. Comió Poco. Tenía la boca seca y el corazón latía violentamente en su pecho. Nada grande se había hecho, le pareció, y no había mucho más futuro ante él que el que se ofrecía a cualquier otro hombre. Pero algunos hombres llegan a punto en que se dicen a sí mismos: «Si no hago tal o cual cosa, entonces no hay ni necesidad ni razón para que siga viviendo». Y cuando muchos hombres llegan a ese punto, entonces la tierra tiembla. La tierra iba a temblar un poco antes de que terminara el día, antes de que aquella mañana dejara lugar al mediodía y al atardecer; pero Espartaco no lo sabía. Él solamente conocía el siguiente paso, y éste era hablar con los gladiadores. Mientras se lo decía a Crixo, el galo, vio a su mujer, Varinia, observándolo desde donde se hallaba, delante de la cocina. Otros gladiadores también lo observaban. El judío David leía los movimientos de sus labios. Gannico inclinó el oído cerca de él. Un africano llamado Phraxo acercó su cabeza para oír.
—Quiero ponerme de pie y hablar —dijo Espartaco—. Quiero abriros mi corazón. Pero cuando yo hablo no hay marcha atrás y los entrenadores intentarán hacerme callar.
—No lo harán —dijo Crixo, el gigantesco galo pelirrojo.
Aun del otro lado del cuadrilátero se percibía la intensidad del momento. Dos entrenadores se volvieron hacia Espartaco y los hombres que estaban en cuclillas en torno a él. Hicieron chasquear los látigos y desenvainaron los cuchillos.
—¡Habla ahora! —gritó Gannico.
—¿Somos perros para que hagáis chasquear los látigos sobre nosotros? —dijo el africano.
Espartaco se puso de pie y una docena de gladiadores lo imitaron. Los entrenadores amagaron con sus látigos y sus cuchillos, pero los gladiadores se lanzaron sobre ellos y los mataron rápidamente. Las mujeres mataron al cocinero. Todo esto se realizó haciendo muy escaso ruido; solo se escuchó a los gladiadores refunfuñar quedamente.
Entonces Espartaco impartió su primera orden, despacio, suavemente, sin prisa, dirigida a Crixo y Gannico y a David y Phraxo:
—Id hasta la puerta y aseguradla, de modo que yo pueda hablar.
Hubo un instante de indecisión, pero luego le obedecieron. Y cuando más adelante los lideró, la mayoría de las veces hicieron caso a cuanto dijo. Lo querían. Crixo sabía que iban a morir, pero no le importaba, y el judio David que durante tanto tiempo nada había sentido, experimentó una oleada de calor y de amor por aquel extraño, gentil y feo tracio, con su nariz rota y el rostro ovejuno.