XI
La comida de la noche en Villa Salaria demostró, como ya lo habían hecho otras costumbres de la casa, cierta resistencia a cambios ya comunes en la cosmopolita Roma. De parte de Antonio Cayo se trataba menos de un conservadurismo inculcado que de un deseo de diferenciarse de la nueva clase de los ricos mercaderes, enriquecidos a costa de las guerras y a través de la piratería, la minería y el comercio, y que adoptaban con avidez cualquier innovación que proviniera de Grecia o Egipto. En lo que se refería a las comidas, Antonio Cayo no podía gozar de una cena recostado en un canapé; le hacía difícil la digestión y los pequeños bocados de delicadezas dulces y saladas, que estaban tan de moda, lo distraían de la verdadera comida. Sus huéspedes se sentaban a la mesa y comían en la mesa, y mientras les obsequiaba con caza y aves de corral, con sabroso asado y exquisitos pasteles, con las mejores sopas y las frutas más suculentas, no había allí en cambio nada de deliciosas mezcolanzas, como las que se servían en las mesas de tantos nobles romanos. Tampoco alentaba el baile o la música durante las comidas; sus comidas consistían básicamente en buenos alimentos, buenos vinos y buena conversación. Tanto su padre como su abuelo habían sabido leer y escribir con soltura; él mismo se consideraba un hombre educado, y mientras su abuelo había salido a trabajar a los campos junto a sus esclavos, Antonio Cayo manejaba su vasto latifundio en forma muy parecida a la que debía de haber empleado un príncipe oriental de tono menor en el gobierno de su pequeño imperio. No obstante, le gustaba imaginarse a sí mismo como un esclarecido gobernante, bien versado en historia griega, filosofía y drama, a la par que como persona de actividad política. Sus huéspedes reflejaban sus gustos, y cuando se reclinaban en sus asientos, después de las comidas, bebiendo vinos de postre —las mujeres momentáneamente en la glorieta—, Cayo reconocía en ellos la flor y nata que había forjado la grandeza de Roma y que gobernaba la urbe con tanta tenacidad y capacidad.
Cayo reconocía más que admitía tal hecho, y él mismo no albergaba ambiciones en ese sentido. Para ellos él carecía de valor y no era de mayor importancia, ya que lo consideraban solamente como un joven inútil de buena familia sin más talento que el de saber comer y vestir, lo que en cierta medida era una nueva tendencia, un producto no conocido que se remontaba tan sólo a un par de generaciones atrás. Y sin embargo no carecía de importancia; tenía envidiables conexiones familiares y, cuando muriera su padre, heredaría una gran fortuna, y no era de descartar la posibilidad de que, por algún golpe de buena suerte, se convirtiera en una persona de importancia política. Así pues, Cayo era algo más que tolerado y se le trataba un poco mejor que a un perfumado joven petimetre bien parecido, con cabello aceitado y escaso cerebro. Y Cayo les temía. Había algo enfermizo en ellos, pero no por ello parecían más débiles. Allí estaban sentados, después de haber ingerido sabrosas comidas y vinos generosos, y aquellos que habían desafiado su poder pendían de los crucifijos a lo largo de kilómetros y kilómetros en la vía Apia. Espartaco era carne, simple carne, como la carne de la mesa de trabajo del carnicero; ni siquiera en cantidad suficiente para el crucifijo. Pero nadie llegaría nunca a crucificar a Antonio Cayo, sentado allí tan tranquilo y seguro a la cabecera de la mesa, hablando de caballos, estableciendo el hecho extremadamente lógico de que mejor era enjaezar dos esclavos a un arado que un caballo, ya que jamás caballo alguno aguantaría ni la mitad del tratamiento que se dispensaba a un esclavo.
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Cicerón mientras escuchaba. Cicerón inquietaba a Cayo más que los otros. ¿Cómo podía alguien gustar de Cicerón? ¿Acaso hubiera querido él tal cosa? En una oportunidad Cicerón lo había mirado, como diciendo: «Oh, te conozco, muchacho. Del fondo a la superficie, de arriba abajo, por dentro y por fuera». Y se preguntaba si los otros temían a Cicerón, para terminar deseando estar lejos de él y que Dios lo condenara al infierno. Craso escuchaba con urbano interés. Craso tenía que ser cortés. Era el prototipo del militar romano, erecto, de rostro cuadrado, firme, de rasgos duros, piel bronceada, sedosos cabellos negros… y Cayo pensó en él, cuando estaba en el baño, y dio un respingo. ¿Cómo pudo hacer eso? Del otro lado de la mesa, frente a Cayo, estaba sentado el político, Graco, un hombre enorme con voz tonante, la cabeza hundida en un collar de grasa, las manos grandes, regordetas, infladas, casi todos los dedos cubiertos con anillos. Replicaba con las respuestas profundas, condicionadas, del político profesional; su risa era una risa amplia; cuando aprobaba, aprobaba con decisión, bien que cuando desaprobaba lo hacía condicionadamente. Sus declaraciones eran pomposas, pero nunca necias.
—Por supuesto que usted tendrá mejores resultados con esclavos en el arado —observó Cicerón, después de que Graco hubiera manifestado cierta incredulidad—. La bestia que puede pensar es mucho más deseable que la bestia que no puede pensar. Eso es razonable. Además, el caballo es un objeto de valor. No hay tribus de caballos contra las cuales podamos hacer la guerra y traernos de regreso ciento cincuenta mil con destino a la subasta pública. Y si usted usa caballos, los esclavos los arruinarán.
—No me parece que sea así —dijo Graco.
—Pregúntele a su huésped.
—Es verdad —asintió Antonio—. Los esclavos matarían a un caballo. No sienten respeto por nada que pertenezca a sus amos… excepto ellos mismos.
Llenó otro vaso de vino y preguntó:
—¿Es que vamos a hablar de los esclavos?
—¿Por qué no? —reflexionó Cicerón—. Siempre están con nosotros y nosotros somos el único producto de los esclavos y de la esclavitud. Eso es lo que hace de nosotros romanos, si es que hemos de ir directos al grano. Nuestro huésped vive en esta gran finca rústica «por lo que le envidio» gracias a un millar de esclavos. Toda Roma habla de Craso, debido al levantamiento de esclavos que sofocó, y Graco percibe ingresos del mercado de esclavos, ubicado en un barrio del que es amo y señor, que no me atrevo a calcular. Y este joven —agregó inclinándose y sonriendo a Cayo—, este joven es, sospecho, el producto único de los esclavos aun en medida mayor, ya que estoy seguro de que lo criaron, le dieron de comer, lo transportaron en sus salidas y lo educaron y…
Cayo se sonrojó, pero Graco estalló en risas y luego exclamó:
—¿Y usted, Cicerón?
—Para mí ellos constituyen un problema. Para vivir decentemente en Roma en estos días se necesitan por lo menos diez esclavos. Y comprarlos, alimentarlos, darles alojamiento… Bueno, ahí está mi problema.
Graco continuó riendo, pero Craso dijo:
—No puedo aceptar con usted que los esclavos sean un factor determinante en lo que lleguemos a ser nosotros los romanos.
La retumbante risa de Graco continuó. Bebió un largo sorbo de vino y pasó a contar la historia de una muchacha esclava que había comprado en el mercado el mes anterior. Se hallaba algo bebido, su rostro estaba enrojecido, y la risa ahogada salía con ruido sordo de su enorme barriga espaciando sus palabras. Hizo una descripción muy detallada de la muchacha que había comprado. Cayo encontró el relato vulgar y sin sentido, pero Antonio aprobó gravemente y Craso se entusiasmó por la descripción tan materialista que hacía el gordo. Cicerón, durante el relato, sonrió fina y reflexivamente.
—Pero yo insisto en la declaración de Cicerón —dijo Craso, empecinado.
—¿Lo he ofendido? —preguntó Cicerón.
—Nadie ha sido ofendido aquí —repuso Antonio—. Estamos en compañía de gente civilizada.
—No… ofensa, no… Usted me confunde —dijo Craso.
—Es extraño —convino Cicerón— que cuando la evidencia de las cosas nos rodea, nos resistimos sin embargo a la lógica de sus partes componentes. Los griegos son diferentes. La lógica tiene para ellos un irresistible atractivo, independientemente de las consecuencias; pero nuestra virtud es la obstinación. Pero miren alrededor —uno de los esclavos a cargo de la atención de la mesa reemplazó los recipientes vacíos por otros llenos, y otro ofreció frutas y nueces a los hombres—, ¿cuál es la esencia de nuestras vidas? No somos simplemente un pueblo cualquiera; somos el pueblo romano, y lo somos precisamente por haber sido los primeros en comprender plenamente el uso del esclavo.
—Pero antes de que existiera Roma ya había esclavos —objetó Antonio.
—En efecto, los había; unos pocos aquí, unos pocos allá. Es verdad que los griegos tenían plantaciones… y también las había en Cartago. Pero nosotros destruimos Grecia y nosotros destruimos Cartago, para dar lugar a nuestras propias plantaciones. Y las plantaciones y los esclavos son una y la misma cosa. Allí donde los otros pueblos tenían un esclavo, nosotros tenemos veinte… y ahora nosotros vivimos en una tierra de esclavos, y nuestra más grande realización es Espartaco. ¿Qué le parece eso, Craso? Usted tuvo trato íntimo con Espartaco. ¿Alguna otra nación que no fuera Roma podría haberlo engendrado?
—¿Acaso nosotros engendramos a Espartaco? —se preguntó Craso. El general estaba confundido. Cayó pensó que, fueran cuales fueran las circunstancias, el pensar profundamente le aburría… y mucho más cuando se enfrentaba con una mente como la de Cicerón. En realidad, no había entre ellos terreno en común para encontrarse—. Yo pienso —prosiguió Craso— que fue el infierno lo que engendró a Espartaco. —Difícilmente.
Sin dejarse impresionar, Graco gruñó confortablemente, bebió vino y, como pidiendo disculpas, observó a Cicerón que, siendo un buen romano, era un pobre filósofo. De todos modos, allí estaba Roma y allí estaban los esclavos, ¿y qué era lo que Cicerón proponía?
—Que lo comprendan —respondió Cicerón.
—¿Por qué? —inquirió Antonio Cayo.
—Porque de otro modo los esclavos nos destruirán a nosotros.
Craso rió y miró a Cayó al hacerlo. Fue ése el primer lazo de simpatía tendido entre ellos, y el joven sintió que un escalofrío de excitación le corrió por la espina dorsal. Craso estaba bebiendo abundantemente, pero cuando Cayo tuvo aquella sensación, no sintió deseos de beber.
—¿Vino usted por la carretera? —preguntó Craso.
Cicerón movió la cabeza; nunca resultaba fácil convencer a un militar de que no todos los asuntos se decidían por el uso de la fuerza.
—No hablo de la simple lógica de un puesto de carnicería. Es un proceso. Aquí, en las tierras de nuestro buen huésped, hubo una vez por lo menos tres mil familias de campesinos. Si considera cada familia a razón de cinco personas, eso hace quince mil personas. Y esos campesinos eran muy buenos soldados. ¿Qué me dice de eso, Craso?
—Eran buenos soldados. Me gustaría que hubiera más como ellos por aquí.
—Y buenos agricultores —prosiguió Cicerón—. No para cuidar prados y jardines, sino para cultivar la cebada. Simplemente cebada… pero los soldados romanos marchan sostenidos por la cebada. ¿Acaso una sola hectárea de su tierra produce tanta cebada, Antonio, como la que los campesinos obtenían de ella?
—Ni la cuarta parte —admitió Antonio Cayo.
Aquello se había vuelto excesivamente pesado y aburrido para Cayo. Al compás de sus imágenes interiores su rostro se acaloró y ruborizó. La excitación lo poseyó e imaginó que cuando un soldado entraba en batalla debía de sentir lo mismo que él. Apenas si escuchaba ya a Cicerón. Continuó observando a Craso, preguntándose por qué Cicerón persistía en tan tedioso tema.
—¿Y por qué?… ¿Por qué? —preguntaba Cicerón—. ¿Por qué sus esclavos no pueden producir? La respuesta es muy sencilla.
—Porque no quieren —dijo categóricamente Antonio.
—Precisamente… no quieren. ¿Por qué habrían de querer? Cuando se trabaja para un amo, lo único logrado es inutilizar el trabajo. De nada vale afilar sus arados, porque los mellarán inmediatamente. Rompen las guadañas, destrozan los mayales y el derroche se convierte en un principio para ellos. Tal es el monstruo que hemos creado para nosotros mismos. Aquí, en cuarenta mil hectáreas, antes vivían quince mil personas, y ahora hay mil esclavos y la familia de Antonio Cayo, y los campesinos padecen hambre en las barriadas y callejuelas de Roma. Tenemos que comprender esto. Fue muy sencillo, cuando el campesino volvió de la guerra y sus tierras estaban cubiertas por la maleza y su mujer se había acostado con algún otro y sus hijos no lo reconocían, darle un puñado de monedas de plata por sus tierras y dejarlo ir a Roma a vivir en las calles. Pero el resultado es que nosotros vivimos ahora en una tierra de esclavos, y ésta es la base de nuestras vidas y el sentido de nuestras vidas… y toda la cuestión de nuestra libertad, de la libertad humana, de la República y del futuro de la civilización, será determinado por nuestra actitud hacia ellos. Ellos no son humanos; tenemos que comprender esto y dejar de lado el insensato sentimentalismo de los griegos en sus charlas sobre la igualdad de todos cuantos caminan y hablan. El esclavo es el instrumentum vocale. Seis mil herramientas de esa clase se alinean a lo largo del camino. ¡No es un derroche, sino una necesidad! Estoy harto de oír hablar de Espartaco, de su valor… sí, de su nobleza. ¡No hay valor ni hay nobleza en un perro vil que de repente lanza una dentellada al talón de su amo!
La frialdad de Cicerón no había desaparecido; por el contrario, se había transparentado en una palidez iracunda, igualmente fría, pero que había transfigurado a quienes le escuchaban, convirtiéndose él en amo de ellos, de modo que lo miraban en una actitud en que se mezclaban, a partes iguales, el encantamiento y el temor.
Únicamente entre los esclavos que andaban en torno a la mesa, sirviendo frutas, nueces y dulces, reponiendo el vino, no hubo reacción. Cayo lo advirtió, ya que ahora estaba totalmente sensibilizado y el mundo era diferente para él, criatura de excitaciones y reacciones. Vio cuan inalterables habían quedado los rostros de los esclavos, cuan estáticas eran sus expresiones, cuan letárgicos sus movimientos. Era verdad entonces lo que había dicho Cicerón, que no bastaba el hecho de que andarán y hablaran para que fueran seres humanos. No supo por qué aquello le había resultado reconfortante, pero así fue.