III
La luz del día disipa los temores y las confusiones que suelen embargar al hombre y muy a menudo es como un bálsamo y una bendición. Muy a menudo, pero no siempre, ya que hay ciertas categorías de seres humanos a quienes no les agrada la luz del día. Un prisionero se abraza a la noche, que es para él tibio abrigo que lo protege y reconforta, y la luz del día no trae alegría al condenado. Pero con frecuencia la luz del día disipa las confusiones de la noche. Los grandes hombres recuperan cada mañana el manto de su grandeza, porque hasta los grandes hombres son como los otros durante la noche, y algunos hombres hacen cosas despreciables y otros lloran y otros se hunden en el temor de la muerte y de una obscuridad mayor aún que la que los rodea. Pero por la mañana vuelven a ser otra vez grandes hombres, y Graco, sentado en la terraza, cubierto con una toga fresca de níveo blancor, alegre y confiado su grande y carnoso rostro, era el vivo retrato de lo que debía ser un senador romano. Muchas veces se ha dicho, entonces y después, que nunca hubo mejor ni más noble ni más sabio conjunto de hombres reunidos para legislar que los que integraban el Senado de la República de Roma, y observando a Graco, uno se inclinaría a aceptar tal aserto. Era cierto que no procedía de noble cuna y que la sangre que corría por sus venas era de ascendencia extraordinariamente dudosa, pero era muy rico, y una de las virtudes de la República era la de que los hombres fueran medidos tanto por sí mismos como por sus ancestros. El hecho mismo de que los dioses dieran vida a un hombre era indicio de sus cualidades innatas, y si se quería prueba de ello no había más que mirar cuántos eran pobres y cuan pocos eran ricos.
Mientras Graco se hallaba sentado allí, se le unieron los otros integrantes del grupo que había honrado con su presencia a Villa Salaria. Era un extraordinario conjunto de hombres y mujeres el que se había reunido allí a pasar la noche, y ellos estaban absolutamente convencidos de que eran personas extraordinarias y muy importantes. Se sentían cómodos entre ellos y este hecho servía para subrayar su confianza en Antonio Cayo, quien nunca cometía el error de mezclar inadecuadamente a la gente en su casa de campo. Pero en el ámbito de la campiña romana no resultaban tan fuera de lo común. Es cierto que entre ellos había dos de los individuos más ricos del mundo, una mujer joven que se convertiría en una de las prostitutas más famosas de todos los tiempos, y un hombre joven que mediante una existencia plena de frías y calculadas intrigas y maquinaciones haría que se lo recordara en los siglos venideros, y otro hombre joven cuya vida disoluta llegaría a ser famosa por sí misma; pero casi en cualquier oportunidad podía encontrarse el mismo tipo de huéspedes en Villa Salaria.
Aquella mañana se agruparon en torno a Graco. Era el único entre ellos que llevaba toga. Era el inconmovible señor magistrado, sentado allí con su agua perfumada, mondando una manzana y dirigiendo unas palabras a éste o aquél. «Se recuperan bien», pensó, mirando a los bien vestidos caballeros y a las bien pintadas mujeres, con el cabello experta y hermosamente peinado y el lápiz labial y el colorete tan artísticamente aplicados. Hablaron de esto y aquello y la conversación era interesante y bien ensayada. Si hablaban de escultura, Cicerón adoptaba una posición oficial, como era de esperar:
—Estoy cansado de oír hablar tanto de los griegos. ¿Qué es lo que han hecho que los egipcios no hubieran realizado ya hace mil años? En ambos casos hay una degeneración particular, un pueblo incapacitado para el crecimiento y el mando. Que es lo que refleja su escultura. Por lo menos, los artistas romanos reproducen lo que es.
—Pero que puede ser muy aburrido —protestó Helena, con la prerrogativa de la juventud y de su condición de intelectual y de mujer.
Era de esperar que Graco proclamara su total ignorancia respecto al arte. No obstante, declaró:
—Yo sé lo que me gusta.
Y Graco entendía bastante de arte. Había comprado obras de arte egipcio, porque le habían tocado alguna fibra íntima. Craso no tenía opiniones muy firmes sobre arte y era de notar cuan escasos eran los conceptos firmes que tenía, aunque era un buen general, tal como se demostró con el transcurso de los años. Al mismo tiempo, no le agradó la afirmación engreída y pedante formulada por Cicerón. Era muy fácil hablar de degeneración cuando no se tenía que luchar contra esos supuestos degenerados.
—Debo decir que estoy por la escultura griega —hizo notar Antonio Cayo—. Es barata y muy agradable una vez que el color desaparece. Por supuesto, se trata de esas obras descoloridas que uno encuentra por ahí, pero quedan bien en los jardines y yo, de todos modos, las prefiero.
—Entonces usted debería haber comprado los monumentos de Espartaco antes de que nuestro amigo Craso los hubiera mandado destruir —dijo Cicerón sonriendo.
—¿Monumentos? —preguntó Helena.
—Hubo que hacerlos destruir —replicó Craso con tranquilidad.
—¿Qué monumentos?
—Si no me equivoco —dijo Cicerón—, fue Graco quien firmó la orden de destrucción.
—Usted nunca se equivoca, ¿verdad, joven? —bramó Graco—. Tiene usted bastante razón. —Y explicó a Helena—: Había dos grandes monumentos, tallados en piedra volcánica, que Espartaco erigió en las laderas del Vesubio. Yo nunca los vi, pero firmé la orden de que fueran destruidos.
—¿Cómo pudo hacer eso? —preguntó Helena.
—¿Cómo podía no hacerlo? ¡Si la inmundicia erige un emblema a la inmundicia, no hay más que barrer con él!
—¿Cómo eran los monumentos? —preguntó Claudia. Graco movió la cabeza, sonriendo apenado por la forma en que los fantasmas de los esclavos y el fantasma de su líder interferían en la conversación, no importando cómo hubiera comenzado ésta.
—Yo nunca los vi, querida Claudia. Craso los vio. Pregúntele a él.
—No puedo darle ninguna opinión artística —dijo Craso—. Pero aquellas estatuas tenían el aspecto que se supone debían tener. Había dos. Una representaba la figura de un esclavo y medía unos quince metros de altura, según creo. Era una figura de pie, con las piernas separadas, que había roto sus cadenas, que colgaban a su lado. Con un brazo estrechaba a una criatura contra su pecho, y en la mano del otro brazo, que colgaba a su lado, blandía una espada hispánica. Así era este primer monumento, y supongo que se le podría denominar coloso. Estaba bastante bien hecho, por lo que pude ver, pero, como ya he dicho, no soy juez en cuestiones de arte. Pero estaba sencillamente realizado, y el hombre y el niño estaban bien formados, aun en detalles como las callosidades y las llagas que normalmente producen las cadenas. Recuerdo que el joven Gayo Taneria me hizo notar la sólida forma de los hombros del esclavo y las hinchadas venas de sus manos, tal como pueden observarse en cualquier labrador. Como ustedes saben, con Espartaco iban numerosos griegos, y éstos son muy habilidosos en esta actividad. Nunca tuvieron oportunidad de pintarlo o posiblemente no tuvieron ocasión de conseguir pintura y, en su conjunto, recordaba a esas viejas estatuas que se ven en Atenas, de las que ha desaparecido la pintura, y estoy de acuerdo con Cayo en que en esa forma son muy agradables… y muy baratas también. El otro monumento no era tan alto; las figuras medían poco más de seis metros de altura, pero también estaban hábilmente realizadas. Eran tres gladiadores, un tracio, un galo y un africano. El africano, lo que es muy interesante, había sido tallado en piedra negra; las otras figuras eran blancas. El africano estaba en el centro, era algo más alto que los otros dos y empuñaba el tridente con ambas manos. A un lado del africano estaba el tracio, puñal en mano, y en el otro lado el galo, blandiendo la espada. El monumento estaba concebido de una manera muy realista: podía verse que habían combatido, porque presentaban tajos en los brazos y las piernas. Detrás de ellos había una mujer en una actitud muy orgullosa; se dice que Varinia había servido de modelo. La mujer tenía un desplantador en una mano y un azadón en la otra. Debo confesar que nunca pude comprender el significado de aquello.
—¿Varinia? —preguntó Graco en voz baja.
—¿Por qué tuvo que destruir esos monumentos? —inquirió Helena.
—¿Podíamos dejar en pie sus monumentos? —replicó Graco—. ¿Íbamos a dejarlos allá para que los contemplara todo el mundo y se comentara: «Aquí está lo que hicieron los esclavos»?
—Roma es lo suficientemente poderosa como para permitirse dejarlos… sí, y que llamen la atención —declaró Helena.
—¡Muy bien dicho! —hizo notar Cicerón, pero Craso pensó en cómo se habían desarrollado los acontecimientos allí, con diez mil de sus mejores hombres tendidos en un campo cubierto de sangre, y los esclavos alejándose cual enfurecido león que solamente está molesto pero apenas herido.
—¿Qué aspecto tenía la escultura de Varinia? —preguntó Graco, tratando de que la pregunta pareciera lo más intrascendente posible.
—No creo que pueda recordarlo muy bien. Podía tomársela por una mujer germana o gala, de cabellos largos, túnica suelta y todo lo demás. El cabello trenzado y sujeto en la forma en que lo llevan las germanas y las galas. Tenía hermosos pechos y una agradable figura, como la de algunas de esas mozas germanas que suelen verse en el mercado y que todos se muestran dispuestos a comprar. Por supuesto, no se sabe si se trataba de Varinia o no. Al igual que en todo lo que se refiere a Espartaco, no sabemos casi nada con certeza. Salvo que uno quiera tragarse toda la propaganda y dejar que las cosas sigan de ese modo. Todo lo que yo sé respecto a Varinia es lo que me contó ese sucio y viejo lanista, Baciato, y fue muy poco, salvo que se le soltó la lengua y se le caía la baba al recordarla.
De modo que debe de haber sido muy atractiva…
—¡Y usted también destruyó ese monumento! —exclamó Helena.
Craso asintió. No era hombre de dejarse alterar fácilmente.
—Querida —le dijo a Helena—, yo era un soldado y no hice más que cumplir las órdenes del Senado. Oirá decir que la rebelión de los esclavos fue un asunto de poca importancia. Es bastante comprensible que se difundiera tal apreciación, ya que poco sale ganando Roma si el mundo se entera del esfuerzo que significó hacer frente a unos cuantos esclavos. Pero aquí, en esta agradable terraza en casa de mi querido y buen amigo Antonio Cayo, con la compañía que tenemos, podemos prescindir de las leyendas. Nadie estuvo nunca tan cerca de destruir a Roma como Espartaco. Nadie llegó nunca a herirla tan terriblemente. No trato de magnificar mi actuación. Dejad que el héroe sea Pompeyo, pues hay escaso mérito en someter esclavos. Pero la verdad se impone, y si los símbolos de castigo resultan desagradables, piensen en cómo me sentí yo al ver el terreno cubierto con los cadáveres de los mejores soldados de Roma. De modo que no tuve empacho en destruir algunas piedras talladas que habían hecho los esclavos. Por el contrario, me proporcionó cierta satisfacción el hacerlo. Destruimos completamente las imágenes y de ellas no quedaron más que polvo, de modo que no hay rastro alguno de ellas. Así también destruimos a Espartaco y a su ejército. Y así también, con el tiempo, destruiremos hasta su recuerdo y el recuerdo de lo que hizo y por qué lo hizo. Soy un hombre bastante sencillo y no demasiado inteligente, pero eso lo sé. El orden de las cosas es el de que unos tienen que mandar y otros tienen que servir. Así lo ordenaron los dioses. Y así será.
Una de las cualidades de Craso era la de evocar la pasión sin apasionarse él mismo en lo más mínimo. Sus agradables y recios rasgos militares enfatizaban las palabras que decía. ¡Era la imagen perfecta del halcón de bronce de la República!
Graco lo observaba por debajo de sus párpados caídos. Se hallaba sentado allí, observando a cada uno de ellos, al rapaz rostro afilado de Cicerón, al joven petimetre Cayo, a Helena, a la silenciosa, sufriente y, en cierto modo, ridícula Julia, a Claudia, pulcra y satisfecha; a Antonio Cayo y a Craso, a todos los observaba y escuchaba, y nuevamente volvió a pensar en la forma en que la comisión senatorial había ido a buscarlo cuando se retiró del recinto senatorial. Aquello fue el comienzo, por supuesto, cuando se mandaron las seis cohortes. Y el comienzo se olvidaría como se olvidaría también el final, tal como había dicho Craso.
Salvo —como bien podría ser— que el final estuviera aún por llegar.