VIII
—Juntaos en torno a mí —dijo.
Todo había sido realizado muy rápidamente y aún no llegaba sonido alguno de los soldados estacionados afuera. Los gladiadores y los esclavos de la cocina —treinta mujeres y dos hombres— se apretujaban en torno a él, y Varinia lo miró fijamente con temor, esperanza y pavor y se abrió camino hacia él. Los que lo rodeaban abrieron un pasillo para ella; llegó hasta él y él puso un brazo en torno a ella y la mantuvo apretada a su lado mientras pensaba para sí: «Y ahora soy libre. Nunca hubo un momento de libertad para mi padre o mi abuelo, pero en este momento soy un hombre libre».
Era algo como para emborracharlo y sintió que algo le corría por el cuerpo como si fuera vino. Pero paralelamente estaba el temor. No es cosa fácil ser libre; no es ninguna pequeñez el ser libre cuando se ha sido esclavo durante mucho tiempo, todo el tiempo que uno ha conocido y todo el tiempo que el propio padre de uno conoció. También anidaba en Espartaco el terror sumiso y terco del hombre que ha tomado una decisión inalterable y que sabe que cualquier paso que dé en la dirección que ha elegido lo acercará a la muerte. Y por último un gran interrogante acerca de sí mismo, porque aquellos hombres cuyo oficio era matar habían matado a sus amos y estaban poseídos por la terrible duda que surge en un esclavo cuando se ha vuelto contra su amo. Tenían los ojos puestos en él. Para ellos era el amable minero tracio que sabía lo que había en sus razones y se había acercado a ellos, y como estaban sumidos en la superstición y en la ignorancia, tal como la mayoría de la gente de aquel tiempo, pensaban que algún dios —un extraño dios con un poco de piedad en su corazón— lo había tocado. En consecuencia, debía entendérselas con el futuro e interpretarlo como un hombre lee un libro, y conducirlos por él; y si no hubiera caminos para ellos por donde transitar, él debía hacer esos caminos. Todo eso le dijeron sus ojos; todo eso lo leyó en sus ojos.
—¿Sois vosotros mi pueblo? —les preguntó cuando se apretujaron en torno a él—. Nunca más volveré a ser gladiador. Antes moriré. ¿Sois vosotros mi pueblo?
Los ojos de algunos se llenaron de lágrimas, y se apretujaron aún más en torno a él. Unos estaban más asustados que otros, pero él les transmitió a todos una pequeña porción de gloria, lo que era maravilloso que pudiera hacer.
—Ahora debemos ser camaradas —dijo—, y ser todos como una persona, y en el pasado, la gente de mi pueblo, tal como oí contarlo, cuando salía a luchar, iba por su propia voluntad, no como van los romanos, sino por su propia voluntad, y si alguno no quería luchar, se iba y nadie se preocupaba por él.
—¿Qué es lo que haremos? —gritó alguien.
—Saldremos y lucharemos, y lucharemos bien, porque somos los mejores luchadores del mundo.
De pronto su voz se elevó de tono, y el contraste entre sus suaves maneras de antes les traspasó y se apoderó de ellos; su voz era exaltada y estentórea, y es seguro que los soldados que se hallaban en el exterior lo oyeron gritar.
—Combatiremos en parejas de tal manera que Roma mientras exista, no pueda olvidar jamás a los gladiadores de Capua.
Llega un momento en que los hombres deben hacer lo que tienen que hacer y Varinia lo sabía, y estaba orgullosa y poseída de algo parecido a la felicidad que nunca había experimentado antes; se sentía orgullosa y llena de una alegría singular, porque tenía a un hombre como no había otro igual en el mundo entero. Ella conocía a Espartaco; a su debido tiempo todo el mundo lo conocería, pero no precisamente en la forma en que ella lo conocía. Sabía, de un modo u otro, que aquello era sólo el comienzo de algo inmenso e inacabable, y que su hombre era benévolo y puro y que no había otro igual a él.