II

Todo esto no hizo que Graco conquistara la estimación de Cicerón, y cuando finalmente llegaron a la primera gran cruz, que se encontraba a pocos kilómetros de las murallas de Roma, Cicerón señaló a un hombre gordo que estaba sentado cabeceando bajo un toldo y le hizo notar a Graco.

—Evidentemente se trata de un político, por la apariencia y la actividad que desarrolla.

—Evidentemente. En efecto, es un viejo amigo mío.

Graco ordenó que se detuvieran las literas y trabajosamente bajó de la suya. Cicerón hizo otro tanto, contento de tener una oportunidad de estirar las piernas. Era al atardecer y desde el norte avanzaban nubes que presagiaban lluvia. Cicerón las señaló.

—Si lo desea, continúe —dijo Graco.

Ya no sentía deseo alguno de hacerse grato a Cicerón. Nunca se entendieron. Los pocos días en Villa Salaria le habían dejado un desagradable sabor en la boca. ¿Qué sería?, se preguntaba. ¿Se estaba volviendo viejo e inseguro?

—Esperaré —dijo Cicerón, y se quedó junto a su litera observando a Graco, que se acercó al hombre que se hallaba debajo del toldo. Evidentemente se conocían. Existía ciertamente una extraña democracia entre las pandilla y entre los políticos. Era un mundo en sí mismo.

«Esa noche», Cicerón oyó decir a Graco. El hombre que se encontraba debajo del toldo inclinó la cabeza.

—¡Sexto! —grito Graco—. Te he dicho cuál es mi oferta, no doy dos condenados centavos por Sexto. O haces lo te digo o nunca volveré a dirigirte la palabra o a mirarte en mi vida… o mientras tú vivas. Lo que no durará mucho si continúas sentado allí bajo ese podrido toldo.

—Lo siento, Graco.

—No me digas que lo sientes. El que lo siente soy yo.

Y Graco se dirigió a su litera y se instaló en ella. Cicerón no hizo preguntas relativas a lo que acababa de ocurrir pero cuando ya se estaban acercando a las puertas de la ciudad le recordó a Graco el cuento que le había relatado al comenzar el viaje, aquel de la madre que tanto amaba a su hijo.

—Era un cuento entretenido, pero usted desvirtuó parte de su significado.

—¿Le parece? ¿Alguna vez estuvo usted enamorado, Cicerón?

—No en la forma en que lo cantan los poetas. Pero ese cuento…

—¿El cuento? Bueno, créame, no recuerdo por qué lo conté. Debe de haber habido algún propósito, me imagino, pero lo he olvidado.

Dentro de la ciudad se separaron y Graco se fue a su casa. Ya obscurecía cuando llegó y tomó el baño cuando ya estaban encendidas las lámparas. Luego le dijo a su ama de llaves que demoraría algo en cenar porque estaba esperando a un invitado. La mujer inclinó la cabeza y Graco se fue a su dormitorio y se tumbó, la vista perdida en la oscuridad. La muerte le rozó mientras estaba allí. Había un viejo proverbio latino sobre la obscuridad. Spatiem pro morte facite. Haz sitio a la muerte. A menos que uno se acostara con una mujer a quien amara. Pero Graco nunca lo había hecho. Nunca con una mujer a quien amara. Compraba a las mujeres en el mercado; eso es lo que hacía el viejo Graco. Eso es lo que hacía el viejo y malicioso Graco. ¿Cuándo una mujer se había acercado a él voluntaria y alegremente? Se imponía a sí mismo un sentido de posesión y una corriente de identidad con las mujeres que compraba como concubinas; pero nunca ocurría.

Entonces recordó aquel episodio de la Odisea en que Odiseo se venga después de haber dado muerte a los pérfidos pretendientes. Graco no había tenido la ventaja de contar con un maestro griego en su infancia, que le habría ayudado a interpretar debidamente a los clásicos página a página. Llegó a ellos por sí mismo y los leyó en la forma en que los lee un hombre que se ha formado a sí mismo. De modo que siempre se había sentido intrigado por el despiadado y casi inhumano odio que Odiseo sentía por sus esclavas que se habían acostado con los pretendientes. Recordaba en ese momento cómo Odiseo había obligado a las doce mujeres a llevar los cadáveres de sus amantes hasta el patio y a limpiar su sangre del sucio suelo de la sala del banquete. Luego las condenó a muerte y encomendó a su hijo la ejecución de la sentencia. El hijo superó al padre. Fue Telémaco el que imaginó una cuerda atada a doce cuellos y el acto de levantar juntamente a las víctimas como una fila de gallinas desplumadas.

«¿Por qué tanto odio?», se preguntaba Graco. «¿Por qué ese terrible y desbocado odio?». A menos —como a menudo se le había ocurrido— que Odiseo hubiera compartido su lecho con cada una de las esclavas. Así que había cincuenta esclavas en la casa y cincuenta concubinas para el moralista hombre de Itaca. ¡Y éste era el sujeto a quien habría estado esperando la paciente Penélope!

Sí, y él, Graco, había hecho lo mismo —demasiado civilizado, tal vez, para matar a una esclava que se hubiera acostado con otro, o menos preocupado por ello—, pero en esencia no era diferente en las relaciones con las mujeres. En toda su larga vida nunca se había preocupado mayormente por lo que una mujer era. Se había vanagloriado ante Cicerón de no tener miedo de reconocer la verdad esencial de las cosas, pero la verdad de las mujeres del mundo en que habitaba era algo que no se atrevía a enfrentar. Y ahora, por fin —haciendo de verdad una excelente broma— había encontrado una mujer que no era menos que un ser humano. La dificultad estribaba en que aún tenía que dar con ella.

La esclava golpeó a la puerta y le dijo que el invitado a cenar había llegado.

—Iré en seguida. Atiéndalo. Está sucio y harapiento, pero haré que azoten a cualquiera que lo mire en menos. Dele agua caliente para que se lave la cara y las manos y después ofrézcale una toga liviana, para que se cubra con ella. Se llama Flavio Marco. Llámelo por su nombre y háblele con respeto.

Las órdenes evidentemente habían sido obedecidas, ya que cuando Graco llegó al comedor el gordo que antes había estado sentado bajo el toldo del primer crucifijo, se hallaba reclinado en un diván, se veía bastante limpio y respetable, aunque era evidente que necesitaba afeitarse. Al entrar Graco, se frotó la barba tímidamente. «Si pudieras agregar una afeitada a todo esto…».

—Tengo apetito y creo que deberíamos comer, Flavio. Puedes pasar la noche aquí y por la mañana haré que mi barbero te atienda. Será mejor después de una reparadora noche de descanso y un baño. Te dejaré una túnica limpia y un par de zapatos decentes. Tenemos casi la misma medida y mis ropas te quedarán bastante bien.

Tenían la misma estatura y se veían bastante parecidos. Se podría haberlos tomado por hermanos.

—Por supuesto que siempre que no tengas miedo de que Sexto te regañe por abandonar su insignificante sinecura y aceptar una migaja mía.

—Sí, a ti te resulta fácil decirlo —dijo Flavio con tono quejumbroso—. Las cosas te han salido bien, Graco. Riqueza, comodidades, respeto, honores, poder. La vida es como un tazón de crema para ti, pero para mí ha sido algo muy distinto, te lo aseguro. Te puedo asegurar que un hombre no se siente bien ni orgulloso si se halla sentado al pie de un cadáver podrido y debe inventar mentiras para que los viajeros le unten con algo la palma de la mano. Es cosa desagradable y amarga ser mendigo. Pero al final, cuando se terminaba mi cuerda, conseguí algo de Sexto. Ahora, cuando vaya nuevamente a verlo, me dirá: «¡Ah, conque no me necesitas! Ve a ver a tu gran protector y amigo, Graco». Eso es lo que me dirá. Te odia. Y me odiará a mí.

—Déjalo que te odie —dijo Graco—. ¡Sexto es un renacuajo, una cucaracha, un insignificante caudillo de barrio! Déjalo que te odie. Haz lo que yo te digo y te conseguiré algo, aquí en la ciudad, una escribanía, una conserjería, algo que te permita economizar y vivir decentemente. No necesitarás volver a arrastrarte ante Sexto.

—Hubo una época en que yo tenía muchos amigos, cuando les era útil. Ahora podría morirme en cualquier cuneta…

—Tú eres útil para mí —lo interrumpió Graco—. Partamos de esa base. Y ahora come tu cena y deja de gimotear. ¡Cielos!, si la buena suerte ya está contigo. Pero tienes miedo de decirle: «¡Hola!, ¿cómo estás?». Ignoro de qué tienes miedo.

Los alimentos y el vino ablandaron a Flavio. Graco tenía a una egipcia en su cocina. Su especialidad eran los pichones deshuesados que rellenaba con piñones y cebada. Los horneaba a fuego lento y rociaba con aguardiente y jarabe de higos. Los servía con salchichas delgadas hechas de picadillo de lenguas de cordero ahumadas y cascaras de limón, llamadas pholo, y que con justicia eran famosas en toda la ciudad. La comida comenzaba con melón y continuaba luego con esos dos platos. Luego una sopa de crema de langosta picada, suavemente perfumada con ajo. A continuación, un budín dulce de uvas y dátiles, acompañado con finísimas lonchas de jamón ahumado. Luego hongos asados sobre una base de salmón frío y finalmente una fuente de pasta de almendras y sésamo, como postre. A tono con ello, pan blanco caliente y buen vino tinto, y una vez que hubieron terminado Flavio se echó hacia atrás, sonriente y cómodo, con el enorme vientre ligeramente hinchado, y dijo:

—Graco, no he comido una comida como ésta en cinco años. La buena comida es el mejor bálsamo que existe. ¡Cielos, qué comida! ¡Y tú comes esto todas las noches! Bueno, tú eres un hombre inteligente, Graco, y yo soy un pobre viejo tonto. Supongo que te lo mereces y que yo no tengo derecho a albergar resentimiento alguno. Ahora estoy dispuesto a escuchar qué es lo que quieres que haga por ti. Aún conozco a alguna gente, unos cuantos pandilleros, unos cuantos degolladores, unos cuantos proxenetas y unas cuantas dueñas de burdel. No me imagino qué puedo hacer por ti que tú no puedas hacer por ti mismo o por intermedio de alguien que lo haría mejor, pero estoy dispuesto.

—Hablaremos de eso mientras bebemos el aguardiente —dijo Graco. Llenó un vaso para cada uno y prosiguió—: Creo que tienes virtudes, Flavio. Podría haber recurrido a algún otro que conociera a todo el mundo en Roma, de esos que trafican con cuerpos y con almas y sufrimientos, pero no deseo poner esto en manos de nadie que tenga vinculación conmigo. Quiero que sea algo hecho con discreción y eficiencia.

—Yo sé callarme la boca —dijo Flavio.

—Me consta que sabes hacerlo. Por ese motivo te he pedido que te hagas cargo del asunto. Quiero que me encuentres a una mujer. Una esclava. Quiero que la encuentres y la compres, sea cual fuere el precio. Y puedes disponer a discreción del dinero que fuese necesario para encontrarla.

—¿Qué tipo de mujer? ¡Sabe Dios!, con todas las esclavas que hay en el mercado. Al finalizar la rebelión de los esclavos se ha producido una superabundancia de ellas y sólo en casos excepcionales es preciso pujar por el precio de alguna. Estoy seguro de poder conseguir el tipo de mujer que quieras: negra, blanca, amarilla o morena, virgen o ramera, vieja o joven, hermosa o fea, rubia, trigueña o pelirroja…, de cualquier tipo. ¿De qué clase la quieres?

—No es cuestión de clase —dijo Graco lentamente—. Quiero a una mujer determinada.

—¿Una esclava?

—Sí.

—¿Quién es?

—Se llama Varinia y era la mujer de Espartaco.

—¡Ah!

Flavio miró inquisitivamente a Graco. Luego bebió un sorbo de aguardiente. Después volvió a mirar a Graco.

—¿Dónde está? —preguntó con suavidad.

—No lo sé.

—¿Pero la conoces?

—Sí y no. Nunca la he visto.

—¡Ah!

—¡Deja de decir «ah», como un maldito oráculo! —Estoy tratando de que se me ocurra algo inteligente para decirlo.

—Te estoy contratando como agente, no como animador —gruñó Graco—. Ya sabes lo que quiero que hagas.

—Quieres que encuentre a una mujer, pero no sabes dónde está y nunca la has visto. ¿Sabes cómo es físicamente?

—Sí. Es bastante alta, bien formada, pero esbelta. Pechos generosos y firmes. Es germana. Tiene ese típico cabello rubio germano color de paja y ojos azules. Orejas pequeñas y frente alta; nariz recta pero no pequeña, profundos ojos azules y una boca amplia con el labio inferior tal vez un poco grueso. Es posible que hable mal el latín o trate de hacer creer que no sabe nada de latín. Habla mejor el griego, con acento tracio. Dio a luz a un niño en los dos últimos meses, pero es posible que éste haya muerto. Y aun si hubiera muerto, aún tendrá leche en los senos, ¿no es así?

—No necesariamente. ¿Qué edad tiene?

—No estoy seguro de eso. Por lo menos, veintitrés años, y posiblemente no más de veintisiete. No estoy seguro.

—Tal vez haya muerto.

—Es posible. Si fuera así, quiero que lo averigües. Quiero que me traigas pruebas de que ha muerto. Pero no creo que haya muerto. No es de las que se quitarían la vida, y una mujer como ésa sabe poner obstáculos a la muerte.

—¿Cómo sabes que no se suicidaría?

—Lo sé. No puedo explicarlo, pero lo sé.

—Después de haber sido derrotado Espartaco —dijo Flavio—, creo que su campamento fue tomado y que había en él algo así como diez mil mujeres y niños.

—Había veintidós mil mujeres y niños. Doce mil fueron entregados como botín a las tropas. Es el escándalo más desagradable de ese tipo de que yo tenga noticia, pero Craso estaba detrás de ello y entregó a la hacienda pública la parte del botín que le correspondía a él para acallar las protestas. No fue un gran gesto de su parte, ya que lo que le correspondió valía muy poco. Hizo un gran gesto no quedándose con esclavo alguno. Sabía cuáles serían las condiciones.

—¿Y Varinia estaba entre esas mujeres?

—Es posible que sí y es posible que no. Era la mujer del jefe. Pueden haber adoptado algunas medidas especiales para protegerla.

—No lo sé. Para los esclavos la igualdad constituye un objeto de culto.

Graco apuró su vaso de aguardiente y con el dedo señaló al otro.

—¿Estás dispuesto a hacerlo o no? Sugiere cualquier solución que quieras, Flavio. Es un trabajo difícil.

—Ya sé que lo es. ¿Y qué plazo me das?

—Tres semanas.

—¡Ah!, no… ¡Ah! —dijo Flavio abriendo los brazos—. No es un plazo razonable en absoluto. Puede que ella no esté en Roma. Tendré que enviar gente a Capua, a Siracusa, a Sicilia. Posiblemente a Hispania y África. Sé razonable.

—Soy todo lo razonable que pudiera ser. ¡Al demonio con todo esto; vete a lo de Sexto y recibe su caridad!

—Está bien, Graco. No hay por qué enfadarse tanto.

—Pero suponte que tenga que comprar unas cuantas mujeres. ¿Te das cuenta de cuántas mujeres germanas encajan con tu descripción?

—Muchas, estoy seguro. No quiero una que se ajuste a la descripción. Quiero a Varinia.

—¿Y cuánto tengo que pagar por ella, si la encuentro?

—El precio que te pidan. Te doy mi palabra.

—Está bien. Estoy de acuerdo, Graco. Dame otro vaso de ese excelente aguardiente, por favor.

Le sirvieron el aguardiente. Flavio se estiró en el diván, bebiéndolo a sorbos mientras miraba al hombre que lo había empleado.

—Reúno algunas cualidades, ¿verdad, Graco?

—Ya lo creo.

—Pero sigo siendo pobre. Sigo siendo un fracasado. Graco, ¿puedo hacerte una pregunta, antes de terminar? Si no quieres, no contestes. Pero no te enfades.

—Pregunta.

—¿Por qué quieres a esa mujer, Graco?

—No estoy enfadado. Pero creo que es hora de que los dos nos vayamos a la cama. No somos tan jóvenes como en otros tiempos.