V
Mientras iban por el camino, a primera hora de la tarde, se encontraron con un sirio vendedor de ámbar cuyo nombre era Muzel Shabaai, cuya barba, cuidadosamente rizada, resplandecía de fragante aceite y cuya larga túnica bordada colgaba a ambos costados del hermoso caballo blanco que montaba. Sus dedos centelleaban de costosas joyas. Detrás de él trotaba una docena de esclavos, egipcios y beduinos, llevando cada uno de ellos un macizo atado sobre la cabeza. En tiempos del dominio romano, el camino era un gran nivelador, y Cayo se encontró de pronto en una animada conversación con el acaudalado comerciante, si bien la contribución del joven no pasaba de un ocasional asentimiento. Shabaai se sentía enormemente honrado de conocer a cualquier romano, ya que sentía por éstos la más profunda admiración, especialmente cuando se trataba de romanos de buena cuna y de buena posición, como evidentemente era el caso de Cayo. Había algunos orientales que no entendían ciertas cosas de los romanos, por ejemplo la libertad de acción que tenían sus mujeres; pero Shabaai no era de ésos. «Profundiza en un romano y encontraras su veta de hierro, como lo prueban esos símbolos a lo largo del camino», pensaba el sirio, y estaba encantado por la lección que aprendían sus esclavos por el simple hecho de ver aquellos crucifijos, por demás aleccionadores.
—Difícilmente lo creerá, joven señor —dijo Muzel Shabaai en su latín fluido pero curiosamente acentuado—, pero en mi tierra había gente que esperaba que Roma sucumbiera ante Espartaco y hasta hubo un pequeño levantamiento entre nuestros esclavos, que tuvimos que sofocar con medidas drásticas. ¡Qué poco entienden ustedes a Roma!, les decía. Ustedes comparan a Roma con lo que conocieron en el pasado o con lo que ven a su alrededor. Ustedes olvidan que Roma es algo nuevo en esta tierra. ¿Cómo podía describirles Roma? Por ejemplo, yo digo gravitas. ¿Qué significa esa palabra para ellos? Más aún, ¿qué significa para cualquiera que no haya visto Roma con sus propios ojos y que no haya estado en compañía y no haya conversado con los ciudadanos de Roma? Gravitas: para los más serios, para los que tienen sentido de la responsabilidad, significa ser serios y tener intenciones serias. Levitas lo comprendemos, es nuestra maldición; jugamos con las cosas, estamos ansiosos de placeres. El romano no bromea; es un estudioso de la virtud. Industria, disciplina, frugalitas, clementia… Para mí esas palabras especiales son Roma. Ése es el secreto de la paz de los caminos romanos y del dominio romano. ¿Pero, cómo explicarlo, joven señor? Por mi parte, yo miro con seria satisfacción estos símbolos de castigo. Roma no bromea. El castigo corresponde al delito, y con eso usted tiene la justicia de Roma. La desfachatez de Espartaco estuvo en desafiar todo cuanto era excelso. Ofrecía rapiña y asesinato y desorden; Roma es orden y, en consecuencia, Roma lo repelió.
Cayo escuchaba y escuchaba, hasta que finalmente exteriorizó algo de su aburrimiento y disgusto. Inmediatamente el sirio, con muchas reverencias y disculpas, obsequió collares de ámbar a Helena y a Claudia. Se recomendó a ellos y a sus familiares y a los posibles amigos comerciantes y a continuación se alejó.
—¡Gracias, Dios! —exclamó Cayo.
—¡Tan atento! —sonrió Helena.