VI
Una vez, mucho tiempo después de esto, un esclavo romano fue crucificado, y después de haber estado en la cruz durante veinticuatro horas, fue perdonado por el propio emperador, y consiguió vivir. Escribió un relato de lo que había sentido en la cruz, y lo más extraordinario de ese relato es lo que decía de la cuestión del tiempo. «En la cruz —contaba— hay solamente dos cosas: dolor y eternidad. Me han dicho que estuve en la cruz solamente veinticuatro horas, pero yo permanecí en la cruz más tiempo que el que ha transcurrido desde que existe el mundo. Si el tiempo no existe, entonces cada instante es igual a siempre».
En ese peculiar «siempre» surcado por el dolor, la mente del gladiador quedó destrozada y la capacidad de raciocinio cesó de manera gradual. Los recuerdos se transformaron en alucinaciones. Nuevamente volvía a vivir gran parte de su vida. De nuevo volvió a hablar con Espartaco por primera vez. Volvía a imaginarse qué era lo que más hubiera deseado conservar de las ruinas vacías de su vida, la insignificante vida de un esclavo anónimo en la arrolladora corriente del tiempo.
Mira a Espartaco. Lo observa. Este hombre es como un gato y sus ojos verdes aumentan su parecido a este felino. Ya se sabe cómo andan los gatos, en continua tensión. Así es cómo camina el gladiador, y se tiene la sensación de que si se lo arrojara por el aire, caería con facilidad sobre sus dos pies. Es difícil que alguna vez mire de frente a un hombre; en cambio, observa de soslayo. De ese modo observa a Espartaco, día tras día. Ni siquiera podría explicarse a sí mismo qué cualidad de Espartaco hace que le preste tanta atención; pero no es un gran misterio. Él es todo tensión y Espartaco es todo soltura. Él no habla con nadie, pero Espartaco habla con todos, y todos acuden con sus problemas a Espartaco. Espartaco está infundiendo algo nuevo a la escuela de gladiadores. Espartaco la está destruyendo.
Todos, excepto este judío, acuden a Espartaco. Espartaco se pregunta por qué. Entonces, cierto día, en el período de reposo entre dos ejercicios, va hacia el judío y le habla.
—¿Hablas griego, hombre? —le pregunta.
Los ojos verdes se clavan en él, impávidos. De pronto Espartaco advierte que se trata de un hombre muy joven, apenas algo más que un muchacho. Lo lleva oculto tras una máscara. No está mirando al hombre, sino a su máscara.
El judío se dirige a sí mismo: «¿Griego?… ¿Hablo griego yo? Me parece que hablo todos los idiomas. Hebreo y arameo y griego y latín y muchos otros idiomas de muchas partes del mundo. ¿Pero por qué he de hablar en un idioma concreto? ¿Por qué?».
Con mucha suavidad, Espartaco lo urge: «Una palabra mía y después una palabra tuya. Somos personas. No estamos solos. El gran problema surge cuando uno se encuentra solo. Estar solo es algo terrible, pero aquí no estamos solos. ¿Por qué hemos de tener vergüenza de lo que somos? ¿Hicimos algo terrible para que nos trajeran aquí? No creo que hayamos hecho ninguna cosa terrible. Cosas mucho más terribles las hacen los que ponen puñales en nuestras manos y nos ordenan que matemos para distracción de los romanos. De manera que no tenemos por qué avergonzarnos y odiarnos los unos a los otros. Todo hombre tiene alguna fortaleza, alguna esperanza, algún amor. Esas cosas son como semillas sembradas en todos los hombres. Pero si las guardamos para nosotros solos, se secarán y morirán rápidamente, y que Dios proteja a ese pobre hombre, porque nada le quedará y la vida no valdrá la pena de ser vivida. Por otra parte, si da a otros su fortaleza, su esperanza y su amor, encontrará una reserva inagotable de esas existencias. Esos bienes jamás se agotarán para él. Entonces la vida merecerá la pena vivirla. Y créeme, gladiador, la vida es lo mejor que hay en el mundo. Nosotros lo sabemos. Somos esclavos. Lo único que tenemos es la vida. De modo que sabemos lo que vale. Los romanos tienen tantas otras cosas que la vida no significa mucho para ellos. Juegan con ella. Pero nosotros nos tomamos la vida en serio, y por ese motivo no podernos permitirnos estar solos. Tú estás demasiado solo, gladiador. Háblame un poco».
Pero el judío nada dijo y sus ojos y su rostro en nada cambiaron. Pero escuchaba. Escuchaba silenciosa e intensamente, y después se volvió y se alejó. Pero después de haber andado unos pasos, se detuvo. Volvió a medias la cabeza y observó de soslayo a Espartaco. Y a Espartaco le pareció que allí había algo que antes no existía, una chispa, una súplica, un destello de esperanza. Tal vez.
Así comenzó la tercera de las cuatro épocas en que puede dividirse la vida del gladiador. Ésta podría llamarse la época de la esperanza, y fue en ese tiempo cuando desapareció el odio y el gladiador sintió gran cariño y camaradería hacia los otros de su clase. No ocurrió de pronto ni ocurrió rápidamente. Poco a poco aprendió a confiar en un hombre y a través de ese hombre aprendió a amar la vida. Ésa era la cualidad de Espartaco que lo había atraído desde el comienzo: el enorme amor que el tracio sentía por la vida. Espartaco era como un guardián de la vida. No se trataba solamente de que la deseara y estimara; la absorbía. Era algo que nunca discutía. Él criticaba. En cierta medida, era como si hubiera un pacto secreto entre Espartaco y todas las fuerzas de la vida.
De observar a Espartaco, el gladiador David pasó a seguirlo. No lo hacía ostensiblemente; lo hacía casi en secreto. Cada vez que se presentaba la ocasión y siempre que no se advirtiera directamente, se colocaba cerca de Espartaco. Tenía un oído tan sensible como el de un zorro. Escuchaba las palabras de Espartaco; recordaba esas palabras y se las repetía mentalmente. Trataba de desentrañar el significado de aquellas palabras. Y durante todo ese tiempo algo ocurría en su fuero interno. Estaba cambiando; estaba creciendo. Y de manera similar pequeños cambios y pequeños crecimientos se operaban en cada uno de los gladiadores de la escuela. Pero en David era algo singular. Descendía de gente cuyas vidas estaban embebidas en Dios. Cuando perdió a Dios, quedó un vacío en su vida. Ahora estaba llenando ese vacío con hombres. Estaba aprendiendo a amar a los hombres. Estaba aprendiendo la grandeza del hombre. No pensaba las cosas con esas palabras, pero eso era lo que ocurría en él y, en cierta medida, en todos los demás gladiadores.
Para Baciato y los senadores de Roma aquello era inconcebible. Según ellos, la rebelión de los gladiadores había estallado de manera súbita y sin que hubiera existido premeditación. Estaban convencidos de que no había habido preparativos ni preludio, y dejaron constancia de ello. No había para ellos otra forma de registrarlo.
Sin embargo, había existido un preludio sutil y extraño y creciente. David jamás olvidó el momento en que por vez primera oyó a Espartaco recitar versos de la Odisea. Había en ellos una música nueva y encantadora, la vida de un hombre valiente que tuvo que soportar muchos avatares pero que jamás fue derrotado. Muchos de los versos eran totalmente comprensibles para él. Conocía la dolorosa frustración de que se lo tuviera alejado de la tierra que amaba. Había conocido los caprichosos azares de la suerte. Había amado a una muchacha en las colinas de Galilea, cuyos labios eran rojos como amapolas y sus mejillas suaves como el atardecer. Y su corazón sufría por ella, porque era inaccesible para él. ¡Pero qué musical era aquello y cuan maravilloso era que un esclavo, un esclavo hijo de esclavo, que nunca había sido libre, pudiera recitar interminablemente de memoria tan hermosos versos! ¡Y en ellos hasta había un hombre como Espartaco! ¡En ellos había un hombre tan suave, tan paciente y con tanto aguante!
Mentalmente identificaba a Espartaco con Odiseo; y para siempre, por lo que a él se refiere, ambos se fundieron en uno. Muchacho como era entonces, menor que todos, encontró en Espartaco a un héroe y modelo de vida y de vivir. Al principio desconfiaba de esa tendencia suya. «No confíes en hombre alguno y ningún hombre te engañará», se decía a menudo, de modo que aguardó y observó y esperó que Espartaco no estuviera a la altura de Espartaco. Y gradualmente tuvo la comprensión de que Espartaco nunca estaría por debajo de Espartaco, y la comprensión fue más allá, ya que comprendió que ningún hombre que es inferior a sí mismo, no en su totalidad, sino en un destello del conocimiento de las riquezas y el esplendor que yace en el fondo de cada ser humano.
De modo que cuando fue elegido entre los cuatro gladiadores que debían satisfacer los caprichos de dos perfumados homosexuales de Roma, en una lucha a muerte de dos parejas, se sintió abrumado por una lucha interior y una contradicción tan tremenda como nunca había experimentado antes. Fue una nueva lucha y, cuando triunfó en ella, entró realmente por primera vez en la envoltura protectora en que se había recluido. Ese mismo instante volvía a vivirlo ahora en la cruz. De nuevo en el pasado, volvía a luchar contra sí mismo, y de sus abrasados labios en lo alto de la cruz salieron las dolorosas palabras que cuatro años antes se había dicho a sí mismo.
«Soy el más maldito de los hombres del mundo entero —se había dicho—, ya que basta ver cómo se me elige para que mate al hombre que más quiero por encima de todos los seres vivientes. ¡Qué suerte cruel la mía! Pero nada más puede esperarse de un Dios o de dioses o sean lo que sean que no tienen otro propósito que el de torturar a los hombres. Ésa es toda su misión, pero yo les daré satisfacción. No voy a actuar para ellos. ¡Son como esos perfumados cerdos romanos que están sentados en el circo y esperan el momento en que las entrañas de los combatientes rueden por la arena! Bueno, esta vez no voy a satisfacerlos. Se perderán el placer de ver la pelea de una pareja, esos individuos miserables y corruptos que no pueden encontrar placer en otra cosa. Podrán ver cómo me matan pero no obtendrán satisfacción alguna de ver matar a un hombre. Eso pueden verlo en cualquier momento. Pero no lucharé contra Espartaco. Antes mataría a mi propio hermano. Nunca lo haré».
«¿Pero y entonces qué? Primero sólo hubo locura en toda mi vida y aquí la vida es una absoluta locura. ¿Qué fue lo que me dio Espartaco? Yo mismo tengo que hacerme esa pregunta y yo mismo tengo que responderla. Tengo que responder porque me ha dado algo de gran importancia. Me ha dado el secreto de la vida. La vida misma es el secreto de la vida. Todos toman partido. O se está del lado de la vida o se está del lado de la muerte. Espartaco está del lado de la vida, y, en consecuencia, peleará contra mí, si debe hacerlo. No se limitará a morir. No les permitirá que lo manden a la muerte sin decirles una palabra ni sin devolverles el golpe. Entonces eso es lo que yo debo hacer. Debo luchar contra Espartaco y la vida elegirá entre nosotros dos. ¡Qué terrible decisión debo tomar! ¿Existió alguna vez un hombre más desgraciado? Pero es como tiene que ser. Ésa es la única forma posible».
Vivió una vez más aquellos pensamientos y aquella decisión y ya no recordaba que estaba muriendo en la cruz, que la suerte le había sido favorable y que no había tenido que luchar contra Espartaco. Pieza por pieza, su mente trastornada por el dolor unió el pasado y volvió a vivirlo. Una vez más los gladiadores dieron muerte a sus entrenadores en el comedor. Una vez más lucharon contra las tropas con sus cuchillos y sus propias manos. Una vez más marcharon por el campo y de las casas de campo salieron los esclavos para unirse a ellos. Y una vez más se lanzaron de noche sobre las cohortes de la ciudad y las destruyeron totalmente y se apoderaron de sus armas y armaduras. Todo aquello volvió a vivirlo, no en forma racional ni cronológicamente ni con facilidad, sino cual una bola de ardientes llamas que el pasado le arrojaba.
«¿Espartaco —pregunta—, Espartaco?». Acaba de terminar su segunda gran batalla. Los esclavos constituyen un ejército. Tienen el aspecto de un ejército. Se han apoderado de las armas y las armaduras de diez mil romanos. Están organizados, en grupos de cien y de quinientos. Su campamento nocturno es una fortaleza con muros de troncos, rodeada de fosos, como los que construyen las legiones en campaña. Durante horas practican el lanzamiento de la lanza romana. La fama y el mortal temor por lo que han logrado son conocidos en todo el mundo romano. En cada choza de esclavos, en cada vivienda de esclavos, se susurra sobre alguien llamado Espartaco, que ha revolucionado al mundo. Sí, él lo ha logrado. Tiene un poderoso ejército. Pronto marchará sobre la propia Roma, y en su ira echará abajo las murallas de Roma. Allí donde va pone en libertad a los esclavos y todo el botín que recoge va a un fondo común; y esto sucedía antaño, cuando las tribus eran dueñas de todo y no había hombre que poseyera riquezas. Sus soldados sólo poseen sus armas y las ropas que llevan a la espalda y los zapatos que calzan. Ése es ahora Espartaco. Dice: «¿Espartaco?».
Poco a poco el habla ha vuelto a este judío, David. Habla lento y titubeando, pero habla. Ahora le habla al líder de los esclavos.
«Espartaco, soy un buen combatiente, ¿verdad?».
«Bueno, muy bueno. El mejor entre los mejores. Tú combates bien».
«Y no soy cobarde, ¿lo sabes?».
«Hace mucho tiempo que lo sé —dice Espartaco—. ¿Dónde hay un gladiador que sea cobarde?».
«¿Y nunca volví la espalda en una pelea?».
«Nunca».
«Y cuando me cortaron de cuajo la oreja, apreté los dientes pero no grité de dolor».
«No es deshonroso gritar de dolor —declara Espartaco—. He conocido a hombres fuertes que gritaban de dolor. He visto a hombres fuertes llorar cuando los dominaba la amargura. Eso no es deshonroso».
«Pero tú y yo no lloramos, y algún día seré como tú Espartaco».
«Serás mejor de lo que soy yo. Eres mejor luchador que yo».
«No. Nunca seré ni la mitad de lo que tú eres, pero creo que sé combatir bien. Soy muy rápido. Como un gato. Un gato puede ver llegar el golpe. El gato ve a través de su piel. Algunas veces experimento esa sensación. Casi siempre veo venir el golpe. Por este motivo quiero pedirte algo. Quiero pedirte esto: que me dejes combatir junto a ti. Dondequiera que luchemos, quiero estar a tu lado. Té tendré a salvo. Si te perdemos, lo perderemos todo. No estamos luchando por nosotros. Luchamos por el mundo entero. Por esta razón quiero estar a tu lado siempre que entremos en combate».
«Tú tienes cosas mucho más importantes que hacer que estar a mi lado. Necesito hombres para conducir un ejército».
«Los hombres te necesitan a ti. ¿Es que acaso pido mucho?».
«Pides muy poco, David. Lo pides por mí, no por ti».
«Entonces dime que eso es lo que quieres».
Espartaco asiente.
«Y nunca correrás peligro alguno. Estaré cuidándote. Día y noche te estaré cuidando».
Y de esa manera se constituyó en la mano derecha del líder de los esclavos. Él, que en toda su corta vida no vio otra cosa que derramamiento de sangre y fatiga y violencia, ve ahora resplandecientes y dorados horizontes. Lo que sería el resultado de su rebelión se hacía cada vez más claro en su mente. Ya que en el mundo la mayoría eran esclavos, pronto constituirían una fuerza que nadie podría detener. Entonces desaparecerían las naciones y las ciudades nuevamente volvería la edad de oro. Una vez, en los cuentos y leyendas de cada pueblo, hubo una edad de oro, cuando los hombres no conocían el pecado ni la amargura, y en que vivían juntos en paz y amor. De modo que, cuando Espartaco hubiera conquistado el mundo entero, volvería a ser así nuevamente. Se lo proclamaría con gran estruendo de címbalos y trompetas, y un coro formado por todas las voces del pueblo cantaría loas.
En su mente afiebrada oía ahora el coro. Oía el sonido in crescendo de la voz de la humanidad, coro que volvía como eco de las laderas de las montañas…
Está solo con Varinia. Cuando mira a Varinia, el mundo real desaparece y sólo queda esa mujer que es la mujer de Espartaco. Para David es la mujer más hermosa del mundo y la más deseable, y su amor por ella es como una gangrena en su vientre. Cuántas veces se ha dicho a sí mismo: ¡Qué despreciable criatura eres; amar a la mujer de Espartaco! Todo cuanto tienes en el mundo se lo debes a Espartaco y ¿cómo le pagas? Le pagas amando a su mujer. ¡Qué cosa más pecaminosa! ¡Qué cosa más terrible! ¡Aun sin hablar de eso, aun sin mostrarlo, haces una cosa terrible! Y, además, es una cosa inútil. Pon un espejo ante tu rostro. ¿Hubo alguna vez otro rostro como éste, enjuto y salvaje, rostro como el de un halcón, sin una oreja, cortado y lleno de cicatrices?
Y Varinia le dice: «¡Qué muchacho tan extraño, David! ¿De dónde procedes? ¿Toda tu gente es como tú? Eres tan sólo un niño, pero nunca sonríes y nunca ríes. ¡Qué manera de ser!».
«No me llames niño, Varinia. He probado que soy algo más que un niño».
«¿Es que en verdad lo has probado? Bueno, tú no me engañas a mí. Eres simplemente un niño. Deberías tener una muchacha. Pasar tu brazo en torno a su cintura y salir a caminar con ella cuando la noche recién comienza y es hermosa. Deberías besarla. Deberías reír con ella. ¿No hay suficientes muchachas acaso?».
«Tengo mucho trabajo que hacer. No tengo tiempo para eso».
«¿No tienes tiempo para el amor? ¡Oh, David, David, qué cosas dices! ¡Qué cosas extrañas dices!».
«Y si nadie se preocupara por nada —replica él con vehemencia—, ¿dónde estaríamos? ¿Crees acaso que es un juego de niños liderar un ejército, encontrar alimentos para tantos miles de personas, todos los días, adiestrar a los hombres? ¡Tenemos que hacer las cosas más importantes del mundo, y tú quieres que esté pendiente de las muchachas!».
«No digo que estés pendiente de ellas, David. Quiero que les hagas la corte».
«No tengo tiempo para eso».
«No tienes tiempo. ¿Bueno, cómo me sentiría yo si Espartaco me dijera que no tiene tiempo para mí? Creo que querría morirme. No hay nada más importante que ser un hombre, tan sólo un hombre sencillo, corriente, humano. Yo sé que tú piensas que Espartaco es algo más que un hombre. No lo es. Si no lo fuera, no sería bueno para nada. No hay gran misterio sobre Espartaco. Yo lo sé. Cuando una mujer ama a un hombre, conoce mucho sobre él».
Él se arma de todo el coraje posible y le dice: «Tú lo amas, ¿verdad?».
«¿Qué estás diciendo, muchacho? Lo amo más que a la vida misma. Moriría por él, si él lo quisiera».
«Yo moriría por él», dice David.
«Eso es diferente. Algunas veces te observo cuando lo miras. Eso es diferente. Yo lo amo porque es un hombre. Es un hombre sencillo. No hay nada complicado en él. Es sencillo y suave y nunca me grita ni levanta una mano contra mí. Hay algunos hombres que tienen pena de ellos mismos. Pero Espartaco no siente ni pena ni piedad por él mismo. Sólo tiene piedad y siente pena por los otros, ¿puedes preguntar ahora si lo amo? ¿No saben todos lo mucho que lo quiero?».
Así, en determinados momentos el gladiador, en medio de sus sufrimientos, recordaba con gran claridad, pero en otros el recuerdo era desordenado y horrible y la batalla se transformaba en una pesadilla de ruidos terribles, de sangre y de dolor, de masas de hombres salvajes en movimiento desordenado y sin control. En un determinado momento, cuando se habían cumplido dos años desde el comienzo de la rebelión, comprendieron que las masas de esclavos que poblaban el mundo romano no se sublevarían o no podrían unírseles. Habían alcanzado el máximo de su fuerza, mas el poder de Roma parecía no tener límite. De esa época recordaba una batalla librada, terrible batalla, tan grande en sus proporciones y tan vasta por el número de hombres que participaban en ella que Espartaco y los hombres que le rodeaban apenas si podían imaginar el curso que tomaba la lucha. En los momentos en que recordaba esas cosas, la gente de Capua que estaba observando las reacciones del gladiador crucificado vio contraérsele el cuerpo y tiritar y caer de sus labios apretados un hilo blanco de saliva, mientras que sus extremidades extendidas se agitaban en medio de la agonía. Oyeron sonidos en su boca contraída y muchos de entre ellos dijeron: —Ya no le queda mucho tiempo. Está en las últimas.
Han tomado posiciones en lo alto de la colina, una colina alargada, de onduladas estribaciones a ambos lados, y la infantería pesada está desplegada en la cresta de la colina sobre una extensión de poco menos de un kilómetro en ambas direcciones. Hay un hermoso valle surcado en su parte céntrica por un riachuelo poco profundo, serpenteante corriente de agua que avanza y retrocede en infinitas curvas, con un verde prado en la parte más lejana, donde pastan vacas con las ubres rebosantes, y en el otro extremo del valle hay una barranca donde han tomado posiciones las legiones romanas. Espartaco ha fijado su puesto de comando en el centro de su ejército, bajo un pabellón blanco situado sobre un montículo que domina todo el lugar. Aquí han comenzado a realizarse esas operaciones que son ya rutinas inevitables en un puesto de mando durante una batalla. Un escribiente está sentado, provisto de papel y de los útiles necesarios para cumplir su labor. Cincuenta mensajeros están listos para correr al instante a cualquier parte del campo de batalla. Se ha erigido un mástil para el encargado de las señales, y éste permanece alerta al pie del mismo, con su variada colección de banderines de brillantes colores. Y sobre una larga mesa colocada en el centro de la gran tienda de campaña se está trazando un mapa del campo de batalla.
Estos métodos son característicos de los esclavos, quienes los han establecido paulatinamente, tras dos años de enconadas batallas. Del mismo modo han elaborado sus tácticas de combate. En este momento, los líderes del ejército miran el mapa y analizan las informaciones referentes al número y calidad de las fuerzas que se les oponen. Hay ocho hombres en torno de la mesa. En un extremo está de pie Espartaco, flanqueado por David. Un extraño que por primera vez lo viera diría que Espartaco es un hombre de por lo menos cuarenta años. Sus rizados cabellos están moteados de gris. Está más delgado que antes y en su rostro destacan sus marcadas ojeras, consecuencia de sus noches de insomnio.
Un observador diría que el tiempo se ha apoderado de él. El tiempo se ha sentado a horcajadas sobre sus hombros y lo maneja. Sería ésta una sagaz observación, ya que de vez en cuando, una vez en muchísimos años, en varios siglos, un hombre hace que el mundo se ponga de pie y luego, con el pasar del tiempo y el transcurrir de los siglos y las mudanzas del mundo, tal hombre jamás es olvidado. Así es como hace poco tiempo éste era tan sólo un esclavo; y ahora ¿hay alguien que no conozca el nombre de Espartaco? Pero él no ha tenido tiempo de hacer una pausa y reflexionar profundamente sobre lo que le ha ocurrido. Lo menos que tuvo fue tiempo para detenerse a pensar en las transformaciones que en dos años se operaron en su interior, que lo cambiaron del hombre que era en el hombre que es. Ahora es el líder de un ejército de más de cincuenta mil hombres y en ciertos aspectos es el mejor ejército que haya conocido el mundo.
Es un ejército que lucha por la libertad en su concepto más sencillo y escueto. En el pasado hubo infinitos ejércitos que lucharon por conquistar naciones, ciudades, riquezas, botín, poder, o dominar ésta o aquella región, pero aquí hay un ejército que lucha por la libertad y la dignidad humana, un ejército que no reclama para sí ni tierras ni ciudades, ya que la gente que lo integra procede de todas las tierras, ciudades y tribus, y es un ejército en que cada soldado comparte una herencia común de servidumbre y un odio común hacia los hombres que esclavizan a otros hombres. Es un ejército que debe alcanzar la victoria, ya que no hay puentes por los que pueda retroceder ni tierra en que pueda encontrar refugio o descanso. Es un momento en que cambia el curso de la historia, un comenzar, un emocionante y mudo susurro, un potente rayo de luz que es el heraldo del cegador relámpago y el trueno que sacude la tierra. Se trata de un ejército que de pronto ha comprendido que la victoria que busca debe cambiar al mundo y que, en consecuencia, el mundo debe cambiar o no habrá victoria.
Es posible que mientras Espartaco estudia el mapa se le plantee mentalmente la pregunta de cómo nació ese ejército. Piensa en el puñado de gladiadores que se abrieron paso a golpes fuera de la escuela del gordo lanista. Piensa en ellos, y los compara con una lanza que, al ser arrojada, hubiera puesto en movimiento un mar de vida, que de pronto había arrasado la permanente calma y la estabilidad del mundo de los esclavos. Piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados, para hacer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender por qué ese movimiento se detuvo.
Pero ahora no hay tiempo para tales reflexiones. Ahora van a luchar. Su corazón rebosa de temor; siempre ocurre así antes de la batalla. Cuando la batalla termine, gran parte del temor desaparecerá, pero ahora tiene miedo. Mira a los camaradas en torno a la mesa. ¿Por qué hay tanta calma en sus rostros? Ve a Crixo, el galo, pelirrojo, con sus pequeños ojos azules hundidos en su rostro rojo, lleno de pecas, con el largo bigote rubio cayéndole casi hasta el mentón. Y allí está su amigo Gannico, su hermano en la esclavitud y en la fraternidad tribal. Allí están Casto y Phraxo y Nordo, el negro africano de anchas espaldas; Mosar, el delgado, delicado y sagaz egipcio, y el judío David, y ninguno de ellos parece tener miedo. ¿Por qué, entonces, está él atemorizado?
Ahora les dice secamente: «Bueno, amigos míos, ¿qué vamos a hacer? ¿Nos vamos a quedar aquí todo el día jugando a los acertijos acerca del ejército desplegado a lo largo del valle?».
«Es un ejército muy grande —dijo Gannico—. Es un ejército superior a cuantos hayamos visto y enfrentado antes. No se los puede contar, pero yo les puedo decir que he identificado los estandartes de diez legiones. De la Galia han bajado la séptima y la octava. De África han hecho venir tres legiones y de Hispania han llegado dos. Nunca en mi vida he visto un ejército como éste. A lo largo del valle debe de haber unos setenta mil hombres».
Siempre es Crixo el que anda en busca del temor y la incertidumbre para salirle al paso. Si por Crixo fuera, ya habrían conquistado al mundo entero. Tiene una sola consigna: marchar sobre Roma. Basta de matar ratas; lo que hay que hacer es destruirles la cueva. Y ahora dice: «Me fatigas, Gannico, porque siempre se trata del ejército más grande y del peor momento para librar una batalla. Te diré una cosa. No doy dos centavos por su ejército. Si yo tuviera que decidir, atacaría de inmediato. Los atacaría ahora, no dentro de una hora o de un día o de una semana».
Gannico quiere dilatar la cosa. Puede que los romanos dividan sus fuerzas. Antes lo han hecho, de modo que es posible que vuelvan a hacerlo.
«No lo harán —dice Espartaco—. Te doy mi palabra ¿Por qué habrían de hacerlo? Nos tienen a todos aquí. Saben que todos estamos aquí. ¿Por qué habrían de dividir sus fuerzas?».
Entonces Mosar, el egipcio, dice: «Por una vez voy a estar de acuerdo con Crixo. Es muy raro que esto ocurra, pero esta vez tiene razón. A lo largo del valle hay un gran ejército y tarde o temprano tendremos que hacerle frente y es muy posible que sea pronto. Pueden quedarse más tiempo que nosotros, porque tienen qué comer y dentro de poco nosotros careceremos de alimentos. Y si nosotros nos vamos, les daremos la oportunidad que andan buscando».
«¿Cuántos hombres crees que tienen?», le pregunta Espartaco.
«Muchos; por lo menos setenta mil».
Espartaco mueve la cabeza sobriamente. «¡Oh! Es mucho… es terriblemente mucho. Pero creo que tienes razón. Tendríamos que atacarlos aquí». Trata de aparentar tranquilidad, pero en su corazón no hay tranquilidad alguna.
Deciden que dentro de tres horas atacarán a los romanos por el flanco, pero la batalla se les viene encima. Los comandantes no han alcanzado a llegar a sus regimientos cuando los romanos lanzan el ataque contra el centro del ejército de esclavos. No hay tácticas complicadas ni habilidosas evoluciones; la punta de lanza de una legión ataca el centro de las fuerzas de los esclavos, cual si fuera una flecha dirigida contra el puesto de mando, y todo el poderoso ejército romano se lanza detrás de esa legión. David permanece junto a Espartaco, pero sólo durante poco menos de una hora logran dirigir coordinadamente la defensa desde el puesto de mando. Entonces la lucha los alcanza y comienza la pesadilla. El pabellón cae aplastado. La batalla los arrastra como un mar embravecido y un ciclón se desencadenó en torno a Espartaco.
Esto es combatir. Ahora David sabrá que ha estado en medio de una batalla. Al lado de esto cualquier otra cosa es una simple escaramuza. Espartaco ya no es más el comandante de un gran ejército, sino solamente un hombre con una espada y el escudo cuadrado de un soldado, y lucha como el mismo demonio. El judío David combate de manera similar. Ambos son como rocas y la batalla se agita en torno a ellos. En un momento dado ambos se encuentran solos y luchan por sus propias vidas. Luego cien hombres vienen en su ayuda. David mira a Espartaco y en medio de la sangre y el sudor el tracio muestra los dientes.
«¡Qué combate! —grita—. ¡Qué combate formidable, David! ¿Es que conseguiremos vivir para ver salir el sol después de una lucha como ésta? ¿Quién sabe?».
«Le gusta —piensa David—. ¡Qué hombre extraño! ¡Mira cómo le gusta combatir! ¡Mira cómo combate! ¡Lucha como una auténtica furia! ¡Lucha como luchan ellos en las canciones que cantan!».
No se da cuenta de que él está peleando del mismo modo. Tendrán que matarlo antes de que una lanza alcance a Espartaco. Es como un felino infatigable, un enorme felino, un felino de la selva, y su espada es una zarpa. Nunca se separa de Espartaco. Podría pensarse que está unido a Espartaco, por la forma en que se las arregla para estar siempre a su lado. Ve muy poco de la batalla. Sólo ve lo que está directamente frente a sus ojos y a los de Espartaco, pero eso le basta. Los romanos saben que Espartaco está allí y olvidan los movimientos clásicos que los soldados ejecutan en adiestramientos de años para perfeccionarlos. Se amontonan, dirigidos por sus oficiales, luchando y arrastrándose hacia Espartaco para derribarlo, para matarlo, para seccionar la cabeza del monstruo. Están tan cerca que David oye todas las inmundas vilezas que salen de sus bocas. En un ruido que sobresale del clamor rechinante de la batalla. Pero los esclavos también saben que Espartaco se encuentra allí, y del otro lado se lanzan a este centro de la batalla. Enarbolan el nombre de Espartaco como si fuera una bandera. Flamea como si fuera una bandera por sobre todo el campo de batalla.
¡Espartaco! Puede oírsele a kilómetros de distancia. En una ciudad amurallada, a ocho kilómetros de distancia se oye el fragor de la batalla.
Pero David oye sin escuchar; no sabe de nada que sea ajeno a combatir frente a él. A medida que sus energías decaen y sus labios se resecan, la batalla se hace más terrible. No sabe que se está combatiendo sobre una extensión de más de tres kilómetros. No sabe que Crixo ha aplastado a dos divisiones y que las está persiguiendo. De lo único que tiene conocimiento es de su brazo y de su espada de Espartaco a su lado. Ni siquiera se da cuenta de que mientras luchaban, han descendido la colina, han descendido hasta el fondo del valle, se hunden hasta la cintura en el suave y verde césped que los rodea. Después están en el río y continúan combatiendo hundidos hasta las rodillas en el agua que corre roja como la sangre. El sol se pone y el cielo se tiñe de rojo, como un amargo saludo a los millares de hombres que llenan el valle con sus odios y sus luchas. Cuando ya ha anochecido, la intensidad de la batalla disminuye, pero la lucha no cesa, y bajo la fría luz de la luna los esclavos hunden sus cabezas en las sangrientas aguas del río, bebiendo y bebiendo, porque, si no beben, morirán.
Al amanecer, los romanos detienen su ataque. ¡Nadie ha luchado jamás contra hombres como aquellos esclavos! No importa cuántos mueran, pues son reemplazados por otros que, entre gritos y aullidos, entran en combate. Luchan como animales, no como hombres, ya que aun cuando se les hunde la espada en las entrañas y caen al suelo, hincan sus dientes en los pies del adversario y hay que decapitarlos para poder desprenderse de ellos. Otros hombres se arrastran fuera del campo de batalla cuando son heridos, pero estos esclavos siguen luchando hasta que mueren. Otros hombres abandonan la lucha hasta cuando se pone el sol, pero estos esclavos combaten en medio de la obscuridad, como si fueran felinos y no descansan ni un solo instante.
Con este tipo de cosas el temor se apodera de los romanos. Y se alimenta dentro de ellos y crece la semilla sembrada mucho tiempo atrás. Se vive con los esclavos, pero nunca se confía en ellos. Están afuera, pero también están adentro. Todos los días sonríen, pero detrás de la sonrisa está el odio. Esperan, esperan y esperan. Tienen una paciencia y una memoria infinita. Ésta es la semilla que se sembró en la mente de los romanos desde que tuvieron uso de razón, y ahora da frutos.
Están fatigados. Apenas si les quedan fuerzas para llevar sus escudos y arrastrar sus espadas. Pero los esclavos no están fatigados. La razón se impone. Diez abandonan la lucha aquí y cien más allá. Los cien se hacen mil, los mil pasan a ser diez mil y de pronto todo el ejército huye en medio del pánico y los romanos comienzan a arrojar sus armas y correr. Los oficiales tratan de contenerlos, pero matan a los oficiales y aullando de pánico huyen de los esclavos. Y los esclavos van tras ellos y ajustan viejas cuentas en la noche, de modo que en una extensión de kilómetros el campo de batalla queda cubierto con cadáveres de romanos heridos en la espalda.
Cuando Crixo y los otros encuentran a Espartaco, esta aun junto al judío. Espartaco está tendido en el suelo, durmiendo entre los muertos y el judío está de pie junto a él, espada en mano.
«Dejadlo dormir —dice el judío—. Ésta es una gran victoria. Dejadlo dormir».
Pero han muerto diez mil esclavos en la gran victoria. Y habrá otros ejércitos romanos… ejércitos aún mayores.