CUANDO EL AVIÓN ATERRIZÓ cinco mil kilómetros y ocho horas más tarde, un ovillo semicongelado cayó de entre las ruedas. Era el polizón con suerte. El polizón sin suerte fue la luz roja que se encendió en el control del tren de aterrizaje y se mató cayendo en el mar o en algún descampado de la isla que los dos querían abandonar a todo trance.