LO ÚNICO QUE QUEDA DE ÉL es la fotografía y el recuerdo.
En la foto está sentado en el suelo y mira al fotógrafo como mirará a la muerte, sereno. Está herido porque se ve la sangre que baja por la pierna derecha y un manchón oscuro sobre el muslo, la herida —y no es una cornada. De manera que nadie corre a llevar el diestro a la enfermería. Esto no es una corrida y el piso de azulejos moros no es de la capilla de una plaza de toros de provincia. Es un cuartel, en tiempo de carnaval, domingo. El herido no se vistió de luces porque no es un torero ni quiso posar de matador. Trató de poner fin a una tiranía y se disfrazó de soldado en la madrugada y vino a atacar el cuartel con noventa muchachos más. Ahora el ataque fracasó y él está ahí tirado en el suelo del cuerpo de guardia esperando a que lo interroguen. No tiene miedo ni siente dolor, pero no se jacta ni siquiera piensa en el dolor o el miedo: hace el fin con la misma sencillez que hizo el comienzo, y espera.
El recuerdo sabe que segundos después lo levantaron a empujones, luego de tumbarle el cigarrillo de la boca de una bofetada y de insultarlo. El cigarrillo se lo dio el fotógrafo, el mismo que creyó ingenuamente salvarlo con la fotografía. Le preguntaron a gritos y él respondió tranquilo que no sabía nada y nada podía decir:
Ustedes son la autoridá, no yo. Cuentan que una sola vez trató de alcanzar la herida con la mano, pero no pudo y aunque no hizo un gesto se veía que dolía como carajo. Más tarde lo sacaron a golpes de culata y cuando bajaba cojeando los tres escalones hasta el patio le pegaron un tiro en la nuca. Tenía las manos atadas, como las tiene en la foto todavía.