AL PRINCIPIO NO LO TOMARON EN SERIO. Era el médico, está bien, pero es muy delicado, y de todas maneras, sus manos son demasiado finas para la guerra. Luego, cuando demostró que podía subir y bajar lomas como todos y cuando llegó a la montaña primero que nadie y con aire, y cuando el bombardeo, que todos comieron tierra buscando refugio y él continuó la transfusión, comenzaron a respetarlo más y dejaron de llamarlo médico o doctor para decirle capitán y (algunos) mi capitán.
Pero, esa música que él buscaba siempre en el radio, sobre todo por las noches: fúnebre, música de muertos. (Verdad que el aparato era suyo y que siempre lo prestaba y era más el tiempo que lo tenían los otros.)
Un día, una tarde que el sol se ponía rosado, bermellón, púrpura, malva y que él dejó sintonizado algo popular, un chácháchá o un son, un danzón más bien, vino un rebelde alto, fuerte, aindiado, que hablaba lentamente, dejó el rifle contra las tablas del bohío (el hospital de campaña) y le dijo: Yo no sabía docto que a uté le gutaba lo caliente. Cómo, dijo él. Que yo no sabía, dijo el otro, capitán, que a uté le gutara la música de verdá, la caliente, dijo. Como uté etá siempre oyendo música de velorio y eso. El médico lo miró y sonrió. A mí me gusta toda la buena música, le dijo. Eres tú el que te pierdes una parte de lo bueno. ¿Sí?, dijo el otro. Cómo se come eso. Ven por aquí a menudo, dijo el médico, y atiende. Desde entonces quiso domesticar la bestia que habita en el soldado con sonatas, conciertos, sinfonías, pero no duró mucho la terapia musical: es difícil hacer el Pigmalión en medio de la guerra: una bala o una orden puede destruir la mejor Galatea. Este rebelde no murió, lo enviaron al cuartel de la montaña y no volvió a oír más música que el canto del sinsonte en la mañana o el zumbido del viento entre las ramas y el chirrido de los grillos por la noche.
El médico asombraba cada día a los reclutas (el hospital quedó en la retaguardia, cerca de la escuela militar) afeitándose al amanecer. Era el único que no llevaba barba entre los oficiales. Pasmó a novatos y veteranos cuando insistió en ir a la ciudad a sacarse una muela, porque no confiaba en el arte del dentista rebelde. Fue pese a los consejos y desobedeció una orden superior para hacerlo. No hizo el viaje vestido de guajiro, porque sus maneras y sus manos lo hubieran delatado. Se disfrazó de geólogo extranjero y pasó horas perfeccionando un acento imaginario. Llegó a la ciudad al mediodía y fue derecho a casa del dentista. Antes de llegar aminoró la marcha y cuando entró en la cuadra adoptó precauciones extremas, increíbles. Llegó a la puerta, miró la placa y puso una mano en el llamador sin tocar. Quitó la mano del aldabón, fue a la acera opuesta, regresó. Miró una vez más el nombre en el aviso de bronce y se llevó una mano a la cara y sintió la muela bajo el cutis. No me duele ya, dijo, qué raro. Se cercioró con la lengua que era la muela mala y se dio la razón. Qué raro, está curada, dijo. Parece que el dolor se me quitó con el viaje. Es mejor entonces no sacarla. Es una muela sana, dijo, y regresó a la montaña sin esperar a la escolta, que debía venir a buscarlo a una hora convenida.