LOS AVIONES BOMBARDEARON TODO EL AMANECER. Una bomba cayó en un bohío y mató una familia, otra cayó en el hospital, que ya había sido evacuado. Los refugios aguantaron, pero después del ataque estaban llenos de tierra, de maderos, de escombros. La palabra refugio antiaéreo sugiere la militar solidez de una casamata o la seguridad civil de un sótano o del metro, pero estos refugios eran primitivos y recordaban más bien el cruce de una cueva con una cabaña de troncos. Se construían en una cañada, en un arroyo seco y a veces junto a una loma, sus paredes eran las márgenes del río o la falda de la loma y el techo se hacía de gruesos maderos amarrados con sogas o bejucos, finalmente se cubría todo con tierra y piedras y, de ser posible, fango. Era, con todo, un buen refugio contra la metralla y si no recibían un tiro directo podían considerarse seguros -aunque pocos refugios antiaéreos protegen de un impacto directo.

Hubo rebeldes muertos y heridos. Entre los heridos estaba un sargento de comunicaciones, un muchacho rubio, de barba rala y cara campesina. Se quedó estableciendo contacto con la comandancia y una bomba estalló cerca. Tenía una herida a un costado y como era pequeña el médico decidió atenderlo último. Pero ahora estaba en el suelo sujetando la herida con las manos y gritando, aullando de dolor. El comandante lo oyó y vino a paso vivo. Se agachó sobre el herido y dijo apretando los dientes:

Coño, usté es un hombre o qué, dijo. Aguante el dolor, que eso no es nada, dijo y le quitó las manos del vientre, mirando la herida y apreciándola con un chasquido de labios. Eso es un rasguño, mierda, dijo, y usté está alarmando a los civiles heridos. ¡No se olvide carajo que es un soldado!, dijo y se levantó y se fue. El muchacho se mordía la lengua, los labios, la barbilla y babeaba por un lado de la boca. No dijo nada, no podía hablar. Clavó las manos en la tierra, hundiendo los dedos entre la yerba, en el polvo. Al hablarle el comandante se puso rojo; en ese momento estaba muy pálido.

Cuando vino el médico, se estaba ya muriendo. Llamó al comandante pero fue inútil, porque entró en coma y la agonía duró poco. El médico dio vuelta al cadáver y vio que la herida no tenía salida y decidió hacer la autopsia. El comandante le ayudó. La sangre apenas dejaba ver dentro del vientre y el médico sacó un puñado de heces fecales y entre ellas, brillando al sol, seis, diez, doce agudos, grises pedacitos de metralla: la herida la había hecho una esquirla que se dividió en la cavidad, al entrar, formando una ducha de navajas veloces que le perforaron los intestinos y reventaron el hígado. Técnicamente estaba muerto desde el principio, dijo el médico.

El comandante limpió la sangre de sus manos en un trapo que botó lejos. Se quitó el sombrero y caminó hasta el puesto de radio bajo el árbol y al llegar dio una patada al árbol.

VENÍA CAMINANDO POR LA ACERA

Vista del amanecer en el trópico
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