EN EL GRABADO SE VE LA EJECUCIÓN, más bien el suplicio, de un jefe indio. Está atado a un poste a la derecha. Las llamas comienzan ya a cubrir la paja al pie del poste. A su lado, un padre franciscano, con su sombrero de teja echado sobre la espalda, se le acerca. Tiene un libro -un misal o una biblia- en una mano y en la otra lleva un crucifijo. El cura se acerca al indio con algún miedo, ya que un indio amarrado siempre da más miedo que un indio suelto: quizá porque pueda soltarse. Está todavía tratando de convertirlo a la fe cristiana. A la izquierda del grabado hay un grupo de conquistadores, de armadura de hierro, con arcabuces en las manos y espadas en ristre, mirando la ejecución. Al centro del grabado se ve un hombre minuciosamente ocupado en acercar la candela al indio. El humo de la hoguera ocupa toda la parte superior derecha del grabado y ya no se ve nada. Pero a la izquierda, al fondo, se ven varios conquistadores a caballo persiguiendo a una indiada semidesnuda -que huye veloz hacia los bordes del grabado.
La leyenda dice que el cura se acercó más al indio y le propuso ir al cielo. El jefe indio entendía poco español pero comprendió lo suficiente y sabía lo bastante como para preguntar: «Y los españoles, ¿también ir al cielo?». «Sí, hijo», dijo el buen padre por entre el humo acre y el calor, «los buenos españoles también van al cielo», con tono paternal y bondadoso. Entonces el indio elevó su altiva cabeza de cacique, el largo pelo negro grasiento atado detrás de las orejas, su perfil aguileño todavía visible en las etiquetas de las botellas de cerveza que llevan su nombre, y dijo con calma, hablando por entre las llamas: «Mejor yo no ir al cielo, mejor yo ir al infierno».