HERIDO GRAVE, quedó detrás en el hospital rebelde. Cuando sanó supo que estaba inválido de una pierna de por vida. Sin embargo decidió permanecer allí. «Aquí seré útil», escribió en una carta. Cuando el hospital cambió de campaña no fue con ellos porque le cogió apego a la región: le gustaban los insólitos helechos gigantes y las clases que daba a los niños de la zona y salir a coger panales silvestres de mañana. Le gustaba también escribir cartas y a cada rato pasaba un correo al que había enseñado a leer y escribir. «Estoy satisfecho con lo que tengo», escribió a su mujer. «Vivo en una choza o a la intemperie, entre una extraña vegetación arborescente. Me siento fuerte. Como lo que me dan: frutas y algún ave de corral y carne de jutía y de cimarrón.» Era un hombre ingenuo y adornaba el monte con su prosa romántica: «...los ruiseñores cantan y encantan el véspero y de las cimas desciende, fugaz, un arroyuelo intrépido». Pese a la prosopopeya y aunque el bohío fuera choza y los sinsontes y zorzales, ruiseñores vespertinos, también sabía mirar la realidad. Uno de los generales citó a un periodista extranjero al caserío y él fue el intérprete y de alguna manera el enemigo conoció su escondite. El correo vino a advertirle, pero lo tranquilizó y todo lo que hizo fue escribir cartas. «Yo creo que no llegaré a morir prisionero», escribió a su hermano, «pues mi revólver tiene seis proyectiles, cinco para el enemigo y uno para mi persona. Después de conocer esta libertad, nunca podré vivir prisionero. Entre la prisión y la muerte, escojo la muerte.»
Un niño viene a avisarle de madrugada que llega el ejército y él se aleja cojeando del poblado. Escondido en la manigua toda la mañana, al mediodía siente sed y busca curujuyes, la parásita enemiga del árbol y amiga del viajero: todas están ya secas. Baja de la cima al río, cuando lo descubre un centinela errante. Dispara, lo hiere y corre hacia el arroyo. Siente un golpe en una pierna y sabe que le dieron. Se guarece entre los grandes cantos blancos. Un soldado se encima a cogerlo y él le tira a quemarropa. El soldado rueda entre las piedras; él se detiene a mirarlo, erguido: es el primer hombre que mata. Y el último: una bala le entra por el cuello, otra por el pecho, otra por el vientre. Cae al agua y navega corriente abajo y recala entre raíces.