HAY UNA FRASE POPULAR que dice que cuando un negro tiene canas es porque es viejo con ganas. Este negro, este hombre, era viejo, pero caminaba ágilmente y sin miedo por la calle, aunque no lejos todavía se oían disparos aislados y de vez en vez una ráfaga de ametralladora, clara, distinta, d-e-s-t-a-c-a-d-a de los ruidos habituales del amanecer: gallos que cantan, pájaros trinando en los árboles, una ventana que se abre y la hoja golpea contra la reja de hierro. Subió por Caridad con el pan debajo del brazo y saludó a alguien que pasaba. Dobló por Espinosa y al llegar a Sebastián Castro y Saldana oyó el motor. Vio cómo el jeep asomaba sus faros todavía encendidos y después todo el chasis por la comba de la loma y vio también los soldados. El jeep pasó de largo, él siguió su camino. Entonces oyó que de atrás lo llamaban por su nombre. Se volvió y recibió los tiros en el pecho, en el cuello y la cabeza.
Claro que lo conocían: todo el mundo lo conocía en la ciudad: fue revolucionario hace años y estuvo en la cárcel y escapó a la muerte muchas veces. Pero no esta vez. Hacía una semana que estaba enfermo y como vivía solo tuvo que salir a comprar su desayuno. Todo el mundo lo conocía y estuvo tirado en la calle, muerto, con el pan sobre la sangre encharcada, hasta las doce del día o más. Como ejemplo, parece, o más bien un símbolo del tiempo en que le tocó morir —que fue, como el de todos los hombres, malo para vivir.