EL COMANDANTE AVANZABA A OSCURAS por medio de la calle. Hacía días que no llovía, pero si levantaban polvo o no al andar no lo sabía y apenas oía el crujido de las grandes botas del capitán que marchaba invisible a su lado. Caminaban hacia el cuartel del ejército. En la guerra de guerrillas un comandante tiene que ser ministro de la guerra, estratega, general de estado mayor, coronel con un regimiento encogido, oficial de asalto y hasta explorador. Esta noche era centinela perdida. La tropa (¿o habrá que decir el resto?) esperaba rodeando el cuartel la señal de ataque, un disparo.
Aunque hacía calor, soplaba una brisa ligera que movió el polvo en dirección al cuartel ahora. No eran todavía las nueve y el pueblo estaba apagado, sin vida, y si hubiera sido otro comandante habría pensado en las aldeas fantasmas del oeste. Pero a este comandante no le gustaba el cine.
Torcieron hacia la calle real y casi tropezaron contra un soldado, que les dio maquinalmente el alto. El comandante llevaba su Thompson montada. (Antes de seguir es bueno hacer la biografía del arma. En los primeros días de la lucha en el monte, el comandante, que todavía no era comandante, la ganó en una batalla. Cuando la vio por primera vez ella viajaba en una tanqueta del ejército. La tanqueta, al ser levantada en peso por una mina, cayó sobre la Thompson y no volvió a ser la misma —la ametralladora, no la tanqueta. A veces, cuando más falta hacía se negaba a funcionar. Es probable que fuera un arma excesivamente leal y se sintiera todavía enemiga.) Cuando vio que el soldado, también listo, iba a hacer fuego, tiró del gatillo. Nada: ni un tiro, ni una detonación, ni siquiera un murmullo. El capitán se dio cuenta de lo que pasaba y recordó la historia de la Thompson renuente: es curiosa la cantidad de cosas que se pueden pensar (y hacer) en segundos. El otro (que llevaba una vieja escopeta, amiga, arma de la familia como quien dice: perteneció a su abuelo que peleó en la guerra chiquita) disparó también, pero la escopeta imitó a la ametralladora y se encasquilló por simpatía. El capitán pensó más tarde que después de todo era un arma que había estado demasiado tiempo metida en la casa, guardada en la cocina, dedicada a la caza ocasional y que era natural que reaccionara con este inoportuno pacifismo de última hora.
La única arma que funcionó fue el rifle del soldado. El comandante hizo lo que cualquier otro ser humano (excepto, quizás, el general Custer) hubiera hecho: corrió, corrió como nunca había corrido ni pensó que pudiera correr y él mismo contó que al correr se preguntaba cuántos récords estaría batiendo esta noche. El capitán, que era el segundo al mando, ahora fue el primero, pues arrancó antes que su comandante. Parece que todo el mundo corrió esa vez, porque los tiros no dieron en carne humana y luego de que el cuartel se rindió (los disparos del Garand fueron la señal del ataque, que no duró media hora) encontraron al soldado temblando agazapado tras una columna en un portal, cerca, y el arma en medio de la calle polvorienta.
El comandante fue justo. Dio el rifle al capitán (que guardó la escopeta para que su hijo o su nieto cazaran en paz, seguros de que nunca habría un accidente venatorio en casa) y encontró en el cuartel una ametralladora Browning, que conservó el tiempo que duró la guerra y que era un arma neutral —disparaba siempre que su amo actual tiraba del gatillo, sin preguntarse nunca a quién mataba o hería.