SALIMOS DE UN LUGAR EN LA PLAYA DE SANTA FE. En una balsa hecha con tablas y cámaras de carros. Recuerdo que en medio de la incertidumbre, al embarcar, la mamá del doctor llevaba un perrito con ella y éste se puso a ladrar. Me parece estar viéndolos a todos en el momento de la partida. Ella era la más animosa, haciendo callar al perro al mismo tiempo. Todos ocupamos un lugar en la balsa. Y salimos, ya que la noche era apropiada por ser noche cerrada. Llevábamos como comestibles unas latas de leche condensada que nos dio más trabajo conseguir que hacer la balsa, y agua y galletas. Más nada.
Me preguntaban ayer si creía en Dios. Yo voy a decir una cosa. A mí me faltaba algo y ese algo creo que lo he logrado con esta prueba tan grande que me puso Dios, al dejarme vivo para poder decir al mundo esta odisea que vivimos en medio de un sol abrasador y en aquel mar negro.
Los días pasaban y a medida que pasaban más débil se hacía nuestra balsa. ¡Qué lejos estábamos de saber cuál sería su fin! Una simple señal de barco o de aviones nos habría dicho que habíamos sido divisados... La intranquilidad comenzó a apoderarse de todos. Hubo que restringir los alimentos y el agua... Aún había esperanzas. Pero los días seguían pasando, aumentando aún más la desesperación de todos... Y se produjo el momento que tanto temíamos... se rompió la balsa. Antes, de día, cuando no era el sol eran las olas que nos obligaban a aferrarnos a la balsa para no caernos, aferrados a la balsa... De noche el frío nos hacía acurrucarnos unos con otros y ponernos por encima la ropa más seca que tuviéramos... Cuando la balsa se desmembró cada cual cogió una goma o uno de los palos. Lo que pudiéramos. Había que aferrarse a algo para sobrevivir...
El resto del grupo había sido alejado de nosotros por las olas. En los primeros momentos los veíamos mantenerse a distancia. La noche se cerró más ante nosotros. Acá el pequeño grupo tratábamos de cerrar el círculo lo más posible, utilizando los restos de la balsa deshecha y las cámaras restantes. Cuando amaneció nos rodeó casi en seguida una densa niebla... No se veía nada... De pronto siento que alguien me hala la ropa fuertemente. Era el médico que decía: «Creo que me llegó la hora a mí... No puedo sacar más fuerzas... Me estoy hundiendo por minutos... Trato de aferrarme pero no tengo fuerzas... Sólo te pido una cosa: salva a mi madre, sálvala... Por Dios... sálvala... sálvala», y el médico comenzó a alejarse poco a poco en medio de aquella niebla suave.
Cuando yo vi que pasaban los días y las noches y yo seguía vivo, tomando agua de mar y metiendo la cabeza en el agua, cada vez que podía, para refrescarme el ardor que tenía en la cara... Pero yo estaba seguro de que yo no iba a perecer... Era un final de novela, terrible. Alguien tenía que quedar para hacer el cuento. Y yo me metí en la cabeza que ese alguien era yo. Esa idea me acompañó el resto de los días que tuve que permanecer en el mar, hasta que me recogió un pescador americano... ¿Cómo lo hizo? No lo puedo explicar. Yo estaba inconsciente y lo único que recuerdo es que creo haber pedido al pescador que no me llevaran para la isla... Lo que sí recuerdo perfectamente es que cuando me quedé solo cogí una de las gomas y me la puse para cubrir las nalgas, donde había recibido varias mordidas de peces, los cuales creo que vienen al olfatear la sangre. Algo parecido me hicieron en los muslos. ¿Ves?