LA FOTO ES UNA IMAGEN, cosa que no ocurre a todas las fotografías. El comandante está parado a pie firme, en posición de descanso. La postura es militar, pero también cubana y muy personal, con las piernas bien abiertas, y el aire que riza sus anchos pantalones. Las manos descansan una sobre otra en la boca del cañón del rifle: un Garand, quizás un Springfield o un viejo Mauser español: en esa guerra se peleó con todas las armas posibles, algunas no reglamentarias, tal vez hasta prohibidas por la Convención de Ginebra: cañones de bambú, minas de bidones de aceite y escopetas cargadas con guijarros. No se ven las botas de vaquero usuales en el comandante. Detrás de él hay unos arbustos que parecen vicarias, una planta de jardín muy grata y muy tranquila y que uno ve a menudo en los cementerios del campo. Pero no está en el cementerio, porque al comandante le gustaban las cosas vivas. Detrás de las vicarias hay una casa de madera. No se ven ni puertas ni ventanas, sino los tablones rústicos: es una casa de un pueblo de campo o de las afueras. El comandante viste una camisa vieja, raída, abierta, sin corbata, con una banda en el brazo izquierdo que dice: 2- de ju- y no se lee más. Del cuello le cuelga una bufanda a rayas que cae sobre el pecho. Lleva las barbas y la melena famosas y el sombrero tejano de fieltro que siempre usó, echado hacia atrás. Tiene la boca seria, pero por los ojos se ve que se divierte mucho con la foto y con la expresión de los que vean la foto -incluidos los que lean este inventario.
Completa su atuendo un cinturón ancho (de hebilla metálica, cuadrada, grande) de donde cuelga un cuchillo de monte envainado y dos cargadores para la pistola, a la izquierda, y a la derecha la Browning en su funda. Los bolsillos enormes del pantalón de campaña están llenos, como siempre, de granadas, mochos de lápices, papelitos y caramelos, en ese orden. Detrás, sobre su cabeza, como un halo irreverente, hay una inscripción (hedía a lápiz, probablemente en el original de la foto del que ésta es una copia) escrita con una letra silvestre, que dice: Foto Cheo Prado. Como Cheo Prado, aquí, se mostró un genio de la fotografía y no quiso ser anónimo (Cheo Prado es un artista y no un científico: más Cartier que Niepce) debe repetirse su nombre ahora.
El comandante está muerto hoy y los mismos defectos y las mismas virtudes que lo transformaron, en seis meses, de un tendero en un combatiente y un maestro de guerrillas y un estratega, lo mataron, también en seis meses, en plena gloria, como a los héroes antiguos. En la foto se ve su gallardía, su valor, su aplomo, su confianza ilimitada en sí mismo, su incredulidad en la muerte, y al mismo tiempo se ve que dentro de él hubo siempre un muchacho mujeriego y bromista y casi frívolo, que en otro tiempo y en otro país habría sido un torero lleno de cogidas, un fugaz automovilista o un playboy feliz. Es por todo eso que no es una foto, sino esa rara avis: la imagen del héroe muerto cuando vivo.