NO ERAN NI DOS DOCENAS, no estaban armados: solamente contaban con la sorpresa y el coraje. Llevaban palos y piedras y los cacharros para beber o almacenar agua, tal vez una escopeta. Claro que no tomaron el cuartel. Pero el ataque diezmó la tropa y cogieron algunos fusiles y parque en abundancia.
El fuerte lo tomó una semana después la columna invasora y todavía estaban arriba, en la meseta, los caballos y los rebeldes y los soldados muertos que sus compañeros acuartelados no se atrevieron a salir a enterrar. También había un herido, rebelde, que contó el asalto con palabra fatigosa y atropellada. El coronel no lo quería creer, pero vio los muertos y las bestias pudriéndose al sol y los jarros de lata, que hicieron ruido y brillaron en la noche simulando bayonetas y machetes, armas ligeras. Entonces habló a la tropa y dijo que él había visto corajudos, hombres temerarios y hasta locos en la guerra, pero que estos mártires (señalando a los muertos) y los héroes que salieron con vida del asalto eran valientes entre los valientes. Luego alguien le alcanzó uno de los jarros atravesado por una bala, y el coronel empujó con el brazo su sombrero que cayó hacia atrás, y la melena y las barbas no dejaron ver bien la cara. Pero en su voz se oía la emoción y el homenaje cuando dijo mirando la vasija: «¡Y yo que les llamaba impedimenta!».