COMO A MUCHOS CUBANOS, le gustaba bromear con las desviaciones sexuales y su especialidad era la imitación perfecta de un pederasta. Mulato, pequeño y delgado, se peinaba con peine caliente y dejaba un tupé al frente. Al principio, cuando se unió al grupo, le apodaban de cierta manera; pero luego mostró valor y sangre fría y audacia suficientes para escoger él su alias. En otro tiempo habría sido rumbero porque bailaba bien la Columbia, pero ahora era un terrorista y llegó a ser responsable provincial de acción y sabotaje, que era un puesto al que no podía aspirar todo el mundo. Hacer terrorismo político no es, como se dice, juego de niños. Y si es un juego, debe parecerse a la ruleta rusa.
Uno de los métodos favoritos de este terrorista era encender el pabilo bajo el saco con un cigarrillo, la dinamita segura por el cinto, y luego dejar que el cartucho rodara por la pierna del pantalón, por dentro, mientras caminaba tranquilo, paseando. Poco después de perfeccionado el método hasta hacerlo una técnica, lo cogieron.
Venía pensando cómo escapar a la tortura mientras subía la escalera del precinto, esposado a un policía, cuando se le ocurrió una treta. Quizá diera resultado. Iba vestido como siempre, con pantalón mecánico, la camisa por fuera y los tennis blancos y terminó de subir los escalones que faltaban con alegría ligera, casi alado, contoneando las caderas. Al entrar, paso la mano libre para alisar el pelo y formó la concha al mismo tiempo.
Los policías lo miraron extrañados. Cuando el sargento de guardia le preguntó las generales, entonó un nombre falso y una falsa dirección y una ocupación también falsa: decorador exterior. Los que lo arrestaron insistieron en que se le asentara como peligroso y el sargento lo miró de nuevo, de pies a cabeza. La anotación significaba que lo viera el jefe de la demarcación. Los policías aseguraron que era el cabecilla de una organización terrorista y ante la insistencia salió el jefe. Al oír la puerta y los pasos autoritarios y ver la respetuosa atención con que todos saludaron, se volvió con un gesto que Nijinski habría encontrado gracioso, y girando solamente las caderas enfrentó a su némesis y a la escolta con una sonrisa casi erótica. Era un coronel que había comenzado su carrera al mismo tiempo que el terrorista, pero en otra dirección. Los dos hombres se miraron y el terrorista bajó sus largas pestañas, humilde. El coronel lanzó una carcajada y gritó entre la risa generalizada: Pero coño, cuántas veces le voy a desir que me dejen quieto a los maricones. Nadie protestó, ¿quién iba a hacerlo? Lo soltaron y él se fue dando las gracias con floridas, lánguidas eses finales.
Pero la historia tiene otro final. Dos, tres meses después lo volvieron a coger, esta vez con un auto lleno de armas. El coronel quiso interrogarlo él mismo y al saludarlo le recordó la entrevista anterior. Apareció a la semana en una cuneta. Le habían cortado la lengua y la tenía metida en el ano.