VI. La estampita
Funeraria El Recuerdo, Jueves, 12 de abril de 1931, mediodía
Flavio Salceda toma cariñosamente una mano de doña Engracia de Henríquez y besa en la mejilla a la anciana.
—La dejo en buena compañía, doña Engracia. Vuelvo dentro de un ratito.
Doña Engracia dirige la mirada al doctor y asiente en silencio, con los ojos abrumados por el llanto y la fatiga. Salceda le ha dado un calmante esta mañana, pero se ve abatida y sin ganas de hablar, mientras recibe condolencias y pésames con gesto inexpresivo, como si todo aquel rito no fuese con ella. Sus dos nueras la consuelan en un pequeño sofá desde el cual observa el féretro donde yace don Lorenzo Henríquez, flanqueado por cuatro cirios de luz mortecina. Y cada vez que mira a su esposo, doña Engracia se lleva a la boca un pañuelo de hilo y rompe a llorar con desconsuelo.
El salón está repleto de gente enlutada. Centenares de personas de toda condición han desfilado esta mañana por la funeraria para rendir su último homenaje al prócer liberal y el aire del recinto se ha ido espesando con olor a cera, a tabaco, a crisantemos, a café, a caldo de pollo y a sudor del mes de abril.
Salceda abandona el salón sorteando caballeros adustos y damas sin maquillar. El patio de la funeraria está lleno de personas afligidas, enzarzadas en conversaciones que parecen rezos. Y al galeno se le antoja que el paso de las Termópilas debió de ser más sencillo que cruzar esta multitud que habla de todo menos del difunto. A cada poco se detiene con algún conocido, le saluda brevemente y continúa la travesía del corredor entre flecos de conversaciones, venias y alguna sonrisa.
Unos pasos adelante, divisa a Tránsito Gómez, alias Milpas Altas, rodeado de varios personajes de la hora a quienes parece impartir una improvisada cátedra sobre orden y progreso.
Atento como un colegial, está el abogado Cabañas, vinculado al gobierno chaconista y ahora notorio lambiscón del de Ubico. Le acompañan los hombres del nuevo gobierno, quienes han venido al velorio, no tanto a condolerse de la muerte de don Lorenzo Henríquez, como a mostrarse en público con ocasión de tan importante evento social.
Por el rabillo del ojo, Salceda alcanza a ver un brazo que se agita cerca de la fuente. Allí descubre a Ernesto Alarcón, su colega, quien por señas parece decirle que quiere hablar con él. Salceda responde, también por señas, que otro día, que ahora tiene prisa, y endereza sus pasos hacia el zaguán.
El lugar está aún más atestado de gente que entra y sale y se saluda.
En uno de los asientos de piedra de la entrada, descubre a un hombre menudo, bien vestido y tocado con un elegante sombrero de ala ancha, quien al ver a Salceda, se pone rápidamente en pie.
—¡Caramba, inspector, qué agradable sorpresa! —dice Salceda con genuina alegría.
Salceda se dirige a Villagrés, le abraza y en tono familiar pregunta:
—¿Cómo le va, Bonifacio? ¿Dónde se me había metido?
—Pues por ahí, doctor, por ahí.
—¿Y el uniforme?
—Dejé la Policía Nacional tres meses después de aquello. Ahora trabajo en una compañía de seguros. Investigo incendios y accidentes.
—Por su aspecto, parece que le va muy bien.
—Me gusta el trabajo y me pagan mejor que en la Policía. Llevo una vida tranquila y mi familia lo agradece. Todo eso se nota.
—Me alegro mucho, Bonifacio. ¿Y cómo están sus cicatrices? —baja la voz Salceda.
—Ahí, bien. Tiene usted mano de santo. Sólo me friegan un poco cuando llueve o hace frío. ¿Y usted? ¿Logró echar a andar el negocio?
—Las máquinas están ahí y el beneficio también. Nadie me ha reclamado hasta ahora la deuda que tenía con el banco, pero no están los tiempos para hacer negocios. El país tiene inventarios de café para diez años y, por ahora, solo me dedico a mis pacientes. Pero cuénteme, ¿qué le trae por aquí? ¿Conocía usted a don Lorenzo?
—No, doctor. Vine porque fui a visitarle a su casa y doña Alma me dijo que le encontraría aquí. Quería pedirle un favor, si me lo permite. ¿Tiene un minuto?
—Los que hagan falta, Bonifacio.
Los dos hombres salen la calle recalentada por el sol del verano y donde una veintena de vehículos de tracción animal y de motor se alinean a la orilla de la acera.
—No quería molestarlo, pero usted es el único que puede ayudarme en un asunto muy importante para mí.
—Solo tiene que pedirlo.
Villagrés se quita el elegante fedora de color café y cinta negra, y con timidez pregunta:
—¿Podría acompañarme a hacer un mandado?
—Por supuesto. Venga por aquí, tengo la moto a la vuelta de la esquina.
Villagrés, sin embargo, no se mueve. Se ha puesto a darle vueltas al sombrero, como si le diera vergüenza algo que quiere decir.
—¿En qué banco tiene usted su cuenta? —pregunta al cabo.
Salceda le mira extrañado.
—La tenía en Pacific Bank & Trust, pero quebró. Ahora la tengo en el South American Bank. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Podemos ir allí un momentito?
—Faltaba más —dice Salceda echando a andar.
Cuando llegan a la Harley, Villagrés detiene a Salceda.
—¿Se recuerda del día que nos conocimos en su casa?
—Cómo no voy a acordarme.
—¿Y se acuerda también que entramos en la casa vecina, una medio derrumbada, donde además de unas manchas de sangre, encontramos un sombrero con unas iniciales?
—Claro que sí.
—¿Tiene en la memoria cuáles eran?
—No, las he olvidado.
—N y R, esas eran. Las iniciales de Nunzio Regonese. Guardé ese día el sombrero y escondido se quedó más de un año. Hace dos días, mi señora y yo dispusimos reparar el tapanco de la casa, pues había manchas de humedad. No sé cuánta basura sacamos de allí. Ropa vieja, cachivaches, papeles. Hasta mazorcas de maíz había. También estaba el sombrero. Casilda, mi esposa, me dijo que si lo quería para algo. A mí me pareció que aún podía darle buen uso, sobre todo ahora que no llevo uniforme. El sombrero estaba sucio y decidí darle una limpiada. Y aquí lo tiene —dice mostrando el fedora.
Salceda no sabe qué decir. Villagrés le ha sorprendido tantas veces que se siente una vez más atrapado en las redes de su mente impenetrable y compleja.
—Agarro un cepillo —continúa Villagrés—, meto la mano así, por dentro del sombrero, y empiezo a quitarle el polvo. Entonces me doy cuenta de que hay algo dentro del forro, un papel o algo parecido. Busco unas tijeras y lo descoso unos centímetros. ¿Lo ve?
Salceda observa la parte descosida y asiente, intrigado.
—Meta los dedos ahí.
No sin aprensión, Salceda introduce el índice y el pulgar por el descosido y, para su sorpresa, encuentra un billete. Lo extrae, lo desdobla y, al ver la denominación del mismo, enarca las cejas y desorbita la mirada.
—¡Mil dólares! Nunca había visto un billete de estos.
—Pues imagínese yo. Regonese era una caja de sorpresas. Mejor dicho, una caja registradora.
Salceda dice muy serio:
—Ahora caigo, Bonifacio. Usted lo que quiere es hacerme el timo de la estampita.
Villagrés se echa a reir:
—El billete es genuino, pero no tengo más. Y desde luego no está en venta.
—¿Cómo se explica que el billete estuviese ahí escondido?
—A saber, usted. Me imagino que Regonese era un pícaro bien hecho. Tal vez parte del dinero que le pagó Quiroz se lo sisó a Luciano y ocultó este billete en el sombrero.
—Lo que hace que cuadren las cuentas. Regonese llevaba seis mil dólares, los que me pidió Quiroz: cinco mil en una bolsita de tela y estos mil en el sombrero. ¿Y qué piensa hacer con el billete?
—Quiero cambiarlo a quetzales. Pero necesito su ayuda. No tengo cuenta corriente en ningún banco. Y eso supone un problema.
—¿Ah, sí?
—¿Qué cree que pensarían de una persona como yo, sin apenas recursos, que llega a cambiar un billete de mil dólares?
—Entiendo. ¿Y qué es lo que quiere hacer?
—Usted tiene o ha tenido relaciones comerciales con Estados Unidos. Es persona honorable y conocida. Nadie sospecharía de usted lo que sospecharían de mí. ¿Me haría usted la campaña de cambiarlo?
Salceda se queda pensativo unos instantes. Sin duda el inspector está en problemas. Todos lo estamos esos días, se dice. Y cambiar un billete de mil es comprometedor. Pero Bonifacio es Bonifacio. Le debe mucho más que la paz de espíritu. Le debe una lección de valor y entereza.
—Claro que sí, Bonifacio. Eso lo arreglamos ahora mismo. Súbase al sidecar.
Media hora más tarde, Salceda sale del South American Bank con un sobre en la mano que le entrega a Villagrés.
—Me lo cambiaron en billetes de veinte. ¿Le parece?
—Mil gracias, doctor. No sé qué habría hecho sin su ayuda.
Pero Villagrés parece querer algo más.
—Disculpe si abuso de su paciencia, ¿podría pedirle otro favor?
—Por supuesto, Bonifacio.
—Podría llevarme al cantón Barillas. No tomará mucho tiempo ir y volver.
—¿Al cantón Barillas? ¿Qué se le ha perdido ahí?
—Después le digo, ¿de acuerdo?
A buena marcha, Salceda dirige la Harley al Oeste de la ciudad. El tráfico es fluido y liviano, lo que le permite alcanzar en minutos la Veinte calle. Al llegar al Cementerio General, dobla a la izquierda y algo más adelante se adentra en el cantón Barillas, un barrio de casas pobres, desiguales y bajas.
Villagrés le indica que se acerque más a La Barranca, una hondonada de casi cien metros de profundidad. Salceda reduce la marcha. Las calles están carcomidas por las correntadas del invierno y los desagües corren a flor de tierra.
Unos metros adelante, Salceda detiene la moto en una casa de tablones mal clavados. Villagrés se apea de la Harley, se acerca a la puerta de la vivienda y levanta la mano empuñada con la intención de llamar, pero por algún motivo se arrepiente. Aplica el oído a la puerta y escucha. En el interior hay ruidos de cachivaches, la voz de una mujer, el llanto de un niño. Villagrés observa la vivienda de arriba abajo. Luego saca el sobre con el dinero, lo mete por debajo de la puerta y regresa en silencio al sidecar.
—Ya podemos irnos, doctor.
Salceda está conmovido.
—¿Puedo saber quién vive ahí?
—La viuda de un compañero y sus hijos. Un buen hombre. Creo haberle hablado de él. Era mi compadre. Quiroz lo asesinó e incendió su casa.
—Recuerdo eso —dice Salceda.
—Yo tenía pensado darle a su viuda el dinero que Quiroz me iba a entregar por el maletín, pero ya ve lo que ocurrió. Desde ese día, compadezco a los jueces.
—¿Y eso?
—Me quedé con el pesar de saber que, a menudo, la satisfacción que la justicia concede a los hombres es amarga e incompleta.
—Hasta que Regonese vino en su ayuda.
—Es verdad. Nunca se sabe por mano de quien le va a venir a uno la suerte. Gracias de nuevo doctor.
—No tiene por qué darlas, Bonifacio. No hago esto como un favor, sino porque le guardo un profundo aprecio.
Y al decir esto, Salceda extiende el brazo y coloca con suavidad su mano en la muñeca de Villagrés.
Al inspector le brillan los ojos, nublados por una súbita humedad, y en sus labios hay un leve temblor.
—¿Se siente bien? —le dice Salceda, apretando con afecto su mano en torno a la muñeca de Villagrés.
—Sí, doctor. Me siento bien. Me siento como...
Villagrés dirige la mirada al cielo en busca de las palabras que necesita. Luego de una pausa sonríe y dice:
—Me siento como... redimido. No, como redimido no. Me siento como indultado. ¿Estará bien dicho así, doctor?
—Está muy bien dicho, Bonifacio. Yo también hay días que me siento de ese modo.
Una bulliciosa bandada de azacuanes, heraldos de un nuevo invierno, sobrevuela La Barranca en cuyas laderas luchan por sobrevivir a la sequía zacatales y chaparros.
—Le invito a almorzar a mi casa. ¿Qué le parece?
Villagrés se introduce en el sidecar y se ajusta el fedora en las sienes.
—Me parece de primera.
Salceda arranca la Harley y ambos hombres abandonan el cantón Barillas. Pasan frente el cementerio y enfilan la Veinte calle. Al llegar a lo alto de la misma, perciben un intenso olor a tierra mojada que viene del Sur. El verano toca a su fin. Un nuevo ciclo de lluvias se anuncia. Pronto llegarán a la ciudad los primeros aguaceros e, invierno adelante, algún violento y aciago temporal. Pero, tras su séquito de relámpagos y truenos, vendrá también el milagro del agua y, con él, su asidua promesa de regenerar la vida y cubrirla nuevamente de verdor.