Dieciséis
Bruce McCallister Fragmento de Missions abroad
«...Al día siguiente, los diarios publicaron la noticia de que un automóvil había sido consumido por las llamas en las inmediaciones de una plaza en construcción situada en el Parque de la Reforma, a las afueras de la ciudad. La Policía encontró algunos despojos humanos esparcidos, un maletín destrozado y buen número de latas chamuscadas. Dada la soledad y la lejanía de la zona, no hubo testigos presenciales y los pocos vecinos que acudieron al bulevar tras oír la explosión no pudieron dar mayores datos. De lo que ninguno se libró, al parecer, fue de un raro y pesado letargo que les sumió esa noche en alucinantes pesadillas.
»La criminología no estaba en aquellos años lo avanzada que está hoy y la Policía se limitó a limpiar el lugar y a retirar las partes dispersas del vehículo. No hubo, pues, informe policial de huellas y restos. Pero que el suceso había tenido que ver con el caso Regonese lo pude confirmar al día siguiente, merced a la inesperada visita de una persona cuyo nombre creo prudente no citar, si bien de mi absoluta credibilidad y confianza.
»El propósito de la entrevista era pedirme la más absoluta discreción sobre mi arreglo con el inspector citado en estas páginas, debido a que algunas latas habían llegado a manos de la Policía, así como ofrecerme disculpas en su nombre por no poder devolverme los cien dólares que le había prestado, ya que se habían consumido en el incendio del vehículo. Y como yo carecía de motivos para hacer más averiguaciones sobre el caso, no las hice.
La serpiente cuya cabeza estaba en Shanghai y la cola en Nueva York había sido cortada esa noche por un honrado inspector de policía que ganaba poco más de cien dólares al mes. Y la banda que había intentado abrir una nueva ruta de tráfico ilícito hacia Estados Unidos se encontraba ahora con Elías. La presión que teníamos de Washington cesó, así como las exigencias del BOI y del NYPD. Y en Guatemala, que yo sepa, nadie relacionó la explosión con el tráfico de opio.
»Hubo una prueba, no obstante, de que a la Policía del país no le había pasado inadvertido el hecho. Y fue una escueta nota de tres líneas que apareció meses después en La Gaceta, órgano de la Policía Nacional de Guatemala que Solórzano me enviaba cada mes con un saludo. Se publicó en el número de abril de 1930 y en la página 388 decía:
«Fue en aquel lapso de tiempo cuando se lograron los mayores decomisos de drogas heroicas, pues los timadores trabajaban de firme para introducirlas en el país».
»Supuse que Solórzano había ordenado publicarla para adjudicarse un mérito que no le correspondía, ya que había cerrado el expediente. De ahí que la nota fuera ambigua. Lo cual me tranquilizó bastante, pues eso significaba que la Policía no había averiguado nada más del caso Regonese y que tanto el inspector como la persona que me vino a informar del episodio habían mantenido el asunto en el más absoluto sigilo.
»En cuanto a las notas de prensa que leí en los días que siguieron, todas ellas apuntaban a que la explosión se habría debido a un accidente provocado por alguna chispa o algún cohete perdidos con motivo de la quema del Diablo.
»Para entonces, yo tenía la impresión de que todas las desgracias que podían sucederle a un país habían ocurrido ya y confiaba en que Guatemala hubiese entrado en una etapa más serena. Cuán equivocado estaba. Un incontenible torbellino de sucesos harían palidecer los presagios de la santa, los cuales, si bien no se cumplieron aquel diciembre de 1929, se cumplirían el siguiente.
»La jovencita solo se había equivocado de año.
»En noviembre de 1930, comenzaron los incendios en el centro de la ciudad, fuegos pavorosos y devastadores que redujeron a escombros y cenizas almacenes y edificios. Los comerciantes daban a las llamas sus propiedades para cobrar el seguro, debido a su desesperación frente a la crisis, luego de un año caótico, con huelgas de obreros, revueltas universitarias, crímenes escandalosos, detención y extradición de una madame que prostituía a menores de edad, desplome de las exportaciones de café, oscuras conspiraciones, práctica quiebra del Estado y otros sucesos notorios que sería prolijo referir.
»El 4 de diciembre, siendo las diez y media de la mañana, una horrenda explosión estremeció la ciudad hasta sus cimientos. Recuerdo que me encontraba trabajando en mi oficina y que todos los vidrios del consulado se hicieron trizas. El polvorín de Aceituno, situado al norte de la ciudad, había estallado a causa de una dinamita mal cuidada y causado decenas de muertos. Un vasto penacho de humo denunciaba el lugar de la tragedia. La Sexta y otras avenidas quedaron sembradas de vidrios y muchos pensaron que un nuevo terremoto conmovía Guatemala.
»Siete días más tarde, el 11 de diciembre, un informador confidencial me notificaba que, a las cinco de la madrugada, el presidente Lázaro Chacón había sufrido un derrame y que una junta de médicos, conformada por los doctores Mora, Wunderlich, Estrada, Santa Cruz, Alarcón y Salceda, lo habían declarado incompetente para gobernar. El presidente apenas podía comunicarse. Tenía hemiplejía en el lado derecho, parálisis facial en el izquierdo y una pronunciada afasia motriz.
»Chacón fue inhabilitado por la Asamblea y trasladado a un hospital de Nueva Orleans. Allí murió unos meses después.
»No fue el suyo el mejor de los gobiernos. Un editorial de El Imparcial lo consignaba así unos días más tarde: «El bondadoso don Lázaro, el oscilante don Lázaro, fue en realidad un absolutista que hizo gobierno él solo. Su gobierno fue un desastre, como todos podemos ver ahora. Dejó el país esquilmado y en condiciones trágicas».
»Era una apreciación yo diría que bastante justa. La vida en Guatemala se había vuelto pobre, brutal y breve, por utilizar las palabras de Hobbes, y cada quién veía únicamente cómo garantizaba la conservación propia y de los suyos. Se habían dado, en definitiva, las condiciones para que emergiera un Leviatán, un poder superior y absoluto que garantizara la seguridad y la paz de todos.
»Y eso fue lo que sucedió.
»Sin darse un respiro, la Asamblea de 39 diputados eligió presidente a un tal Baudilio Palma, pariente de Chacón. Y cuatro días más tarde, el 16 de diciembre de 1930, aduciendo que la elección había sido espuria, un general de apellido Orellana, hombre de gran estatura y aspecto prusiano —y quien, por celebrar ese día su onomástica, había tomado algunas copas de más— derrocaba a Baudilio Palma.
»Hubo un intenso tiroteo en el Parque Central, pánico en las calles y más de cincuenta muertos, entre ellos el ministro de la Guerra. Las persecuciones a la oposición se intensificaron y Jorge Ubico pidió asilo en nuestra legación, donde estuvo refugiado varios días.
»La guirnalda de tragedias no parecía tener fin. Al caos económico y social le acechaba ahora la anarquía. Había que tomar una decisión a fin de proteger las vidas y los bienes de los 968 ciudadanos americanos que residían en Guatemala, así como nuestras inversiones en el país, las cuales ascendían a 60.5 millones de dólares.
»Yo estaba solo otra vez. Geissler había sido relevado de su cargo y el nuevo ministro plenipotenciario, Sheldon Whitehouse, no se había incorporado a sus tareas, debido a que se encontraba de vacaciones en Miami. El país se estaba volviendo un manicomio y la vida pública una charca donde proliferaban toda clase de bichos, entre ellos un abogado de apellido Cabañas que vino a ofrecerme sus servicios como mediador político a cambio de una suma de dinero.
»Viendo que el desorden no tenía solución, envié un cablegrama a Washington pidiendo que dos de nuestros buques de guerra fueran enviados con urgencia a imponer orden, uno al Puerto de San José, en el Pacífico, y otro a Puerto Barrios, en el Caribe. Pensaba yo que la mera presencia de esta fuerza podría crear un efecto tranquilizador y evitar así el derramamiento de sangre. De hecho, en los últimos años, nuestros marines habían desembarcado diez veces con idéntico propósito en Panamá, Honduras, Cuba, Santo Domingo y Haití.
»Me equivoqué de medio a medio, quizás por mi falta de experiencia. Washington se resistió a enviar los barcos y Whitehouse llegó a los pocos días con la orden de resolver la crisis por la vía diplomática. Su mandato, o quizás deba llamarlo ultimátum, era preciso: decirle a Orellana que Estados Unidos no estaba dispuesto a reconocer a un gobierno surgido de un cuartelazo.
»Pero el golpista se mantuvo en sus trece. Dijo que la actitud de Estados Unidos era una injusta agresión a la soberanía de Guatemala y demandó la neutralidad de Washington en un asunto que atañía únicamente a los guatemaltecos.
»Yo estuve en algunas reuniones, excepto la última, que fue la decisiva. Y aunque no recuerdo las palabras exactas que en ellas se dijeron, sí puedo decir que el espíritu de la negociación me recordó el drama de Melos, ocurrido veinticinco siglos atrás. Sin mencionar el caso, excuso decir, Whitehouse utilizó con gran habilidad la sustancia argumental que Tucídides recoge en el relato sobre las negociaciones entre Atenas y Melos cuyo propósito, como se sabe, era forzar a los habitantes de esta diminuta isla del Mediterráneo a alinearse contra Esparta. En respuesta, los delegados de Melos exigieron un trato justo y equitativo a Atenas y —al igual que Orellana— invocaron la autonomía política que por derecho tenían.
»—Ustedes saben y nosotros sabemos, como personas realistas que somos —replicaron los diplomáticos atenienses— que la cuestión de la justicia entre dos naciones tiene lugar únicamente cuando ambas tienen igual fuerza. Mas si esa simetría no existe, como es el presente caso, no hay entre los pueblos soberanos consideraciones de justicia, sino de necesidad. Los fuertes consiguen lo que pueden y los débiles están obligados a aceptar la tutela de los fuertes. Y esto es inevitable. Ustedes harían lo mismo si se encontraran en la posición en que nos encontramos nosotros.
»No hizo falta, pues, recurrir a las cañoneras, como yo pensaba. El que tiene el poder tiene el derecho, escribió el cardenal Richelieu, y la ley de hierro de las relaciones internacionales, una ley inconmovible y eterna, se impuso. Bastó con que Whitehouse le retirara el apoyo a Orellana para que este no pudiera sostenerse. Y no le quedó otra alternativa que abandonar el poder. Su gobierno carecía de futuro, dada la situación catastrófica en que se encontraba un país que no podía resolver los problemas más urgentes de la vida colectiva.
»El golpista salió al exilio español y el 31 de diciembre, sonando las campanadas de la medianoche, la Asamblea Nacional eligió a un presidente transitorio de apellido Reyna Andrade con el encargo de convocar elecciones.
»En febrero de 1931, Ubico fue elegido sin oposición (una de cuyas primeras diligencias, por cierto, fue destituir a Herlindo Solórzano y otros jefes de la Policía). Era el quinto presidente que Guatemala tenía en dos meses de disturbios y desorden. Los partidos políticos pidieron más tiempo, pero la Asamblea no se lo concedió, debido a nuestra insistencia. Estaban, además, tan desorganizados y divididos que no fueron capaces de presentar candidatos.
»A mi memoria vinieron entonces las enigmáticas frases de la santa: El sublevado no conocerá su cetro y huirá a España. La república miserable e infeliz será tomada por un nuevo magistrado, el cual tendrá más fama que ninguno..., profecía que nunca supe si había nacido de la joven o si tenía otro origen que hasta la fecha no he sido capaz de desvelar.
»Todos violamos la ley aquellos días. Todos, sin excepción. Los chaconistas, la oposición, los militares, la Asamblea Nacional, el Departamento de Estado. Nadie respetó el derecho. Ni el del país ni el de las naciones. Y si esto hacen quienes tienen el poder, ¿cómo esperar que la gente común se comporte de otra manera?
»Así terminaron los años felices, la década prodigiosa, la del jazz, los primeros vuelos comerciales, el art déco, la bonanza del café y el progreso sin límites. Toda aquella espuma de gozos concluía en un callejón de dolores. La democracia se maldecía a izquierda y derecha, en los cuatro puntos cardinales y en los cinco continentes. Y el mundo optaba por el camino de la servidumbre, arrojándose en brazos de dirigentes como Hitler, Mussolini, Somoza, Franco, Trujillo, Oliveira Salazar, Stalin y Mao Ze Dong.
»Ni Whitehouse ni yo imaginamos que Ubico se convertiría en un dictador. Pensando que rendíamos un servicio a la democracia, entregamos el país al despotismo. Pero así son las decisiones de los hombres: todas tienen un final imprevisible, pues uno nunca está seguro de cuáles serán las consecuencias últimas de nuestros actos. Muchos recuerdan a Ubico como un gobernante honrado que restableció el orden en un país que estaba patas arriba. Otros le siguen viendo como alguien que logró ese orden a costa de grandes crueldades. Las opiniones políticas son como la nariz: todos tenemos una. Cada quien dice las cosas como las siente y es difícil ajustarse a la sensibilidad de todos. Pero en lo que a la mía se refiere, creo que moriré sin dilucidar qué habría hecho, en el caso de haber tenido el poder para hacerlo: si permitir que el desorden continuara o anteponer el orden a la libertad y la justicia, como al cabo dispuso hacer Ubico. Puede que haya un término medio, pero yo ignoro dónde se encuentra.
»Lo ocurrido en Guatemala se asemeja a lo que, años más tarde, nos sucedería con Lucky Luciano, asunto en el que Washington prefirió una vez más optar por un mal menor, a fin de alcanzar un bien más alto, principio del que no siempre se sigue un resultado feliz, pues nadie sabe a ciencia cierta si el bien que se obtiene es mayor que el mal menor que se elige. Mal menor fue la Prohibición y los bienes que trajo consigo fueron el contrabando, la corrupción y el crimen organizado.
»En 1946 liberamos a Luciano de Sing Sing, donde cumplía treinta años por prostitución y trata de blancas. Nunca se le pudo probar que traficaba con drogas. Tampoco se encontró evidencia de sus crímenes, entre ellos el de Pawel Grabowsky, agente del BOI infiltrado en la Cosa Nostra y cuyo cuerpo sin vida apareció en un callejón del Bowery, un Día de Acción de Gracias. Pero el gobierno federal le condonó la pena y lo deportó a Nápoles, en compensación por la paz que había reinado en los muelles de Nueva York durante la II Guerra Mundial, así como por su mediación para que la mafia de Sicilia nos informara sobre las posiciones del ejército alemán, con ocasión del masivo desembarco que nuestras tropas realizaron allí en 1943.
»Como la experiencia revela, los de Ubico y Luciano fueron bienes que duraron poco. Ganamos una guerra, sí. Y hubo paz en Guatemala. Y en los muelles de Nueva York. Pero el costo a largo plazo fue muy alto. La dictadura de Ubico duró casi catorce años y sus armas para gobernar fueron cárcel, ejecución y destierro. En cuanto a Lucky Luciano, fundó el Sindicato del Crimen, inundó Estados Unidos de heroína y el legado que dejó a nuestro país fue monstruoso: decenas de millones de drogadictos. Lo que me induce a pensar que la política del mal menor, por lo común, solo conduce a males mayores.
»El mundo no es indulgente con nosotros debido a errores como los aquí citados. Tal ha sido el precio que los grandes imperios, los árbitros de las naciones de la Tierra, han tenido que pagar a lo largo de la historia. Y nosotros no estamos exentos de esa carga. Lo hecho hecho está, además, y no tiene solución. Pero hay dos modos de redimirse. Uno, reservado a los mejores, consiste en realizar un sacrificio heroico que nos absuelva del mal que hemos causado. Otro, más común, reside en admitir nuestros yerros con toda humildad y franqueza. Yo he hecho aquí lo propio con los míos. Abrigo la esperanza de que el lector sepa disculparlos y entenderlos».