Siete

Bruce McCallister baja a saltos las escaleras y abandona la legación en mangas de camisa. Le ha llevado media hora devolver la calma a su gente. Mas, luego de comprobar que ni el edificio ni los funcionarios han sufrido daños y que todo se ha reducido a la polvareda surgida de la casa de enfrente y a dos o tres ataques de histeria, ha dispuesto salir a la calle para indagar los efectos de la catástrofe. El cadáver de un ciudadano americano yace entre los escombros de la vivienda siniestrada y quiere cerciorarse de ello.

Dos piquetes de policías han abierto un amplio espacio frente a la casa del cónsul de México. McCallister distingue en la puerta al coronel Herlindo Solórzano, jefe de la Policía Nacional, quien imparte órdenes a dos subalternos cerca de una ambulancia. Le conoce de algún acto público e intenta llamar su atención por señas.

—Abran paso al señor cónsul —ordena Solórzano a los hombres que forman el cordón.

Lo ha dicho con fuste, con mando. Esta es una de las pocas ocasiones en que el Jefe de la Policía de un país pequeño y pobre puede mostrar su autoridad ante un cónsul de Estados Unidos. Y Solórzano quiere lucirse.

—Muchas gracias, coronel. Sé que está muy ocupado. Solo venía a preguntar en qué puedo ayudarle.

—Soy yo quien le da las gracias, señor McCallister, pero creo que su ayuda no va a ser necesaria... ¡Sáquenme a esos fotógrafos de ahí! —le grita a un subalterno—. ¡Y a los periodistas también! ¡Que ninguno entre en la vivienda hasta que yo lo ordene!

Varios bocinazos interrumpen la conversación entre ambos hombres. Un lujoso Dodge Hudson ha doblado la Cuarta avenida y enfila el callejón a vuelta de rueda, partiendo la multitud en dos como Moisés el mar Rojo.

El vehículo se detiene ante la barrera policial. La puerta trasera se abre y en ella aparece Bonifacio Villagrés quien, a paso palaciego, se dirige al grupo que forman McCallister, Solórzano y sus hombres.

El comisario Landero, jefe de Villagrés, sale al encuentro del inspector con cara de vinagre.

—¿De dónde sacó esa cosa? —le dice por todo saludo, señalando al automóvil.

—Me dijeron que me presentara en el término de la distancia y eché mano de lo primero que encontré.

Landero mueve la cabeza con mal contenido enojo. Los procedimientos de Villagrés le sacan de quicio. El inspector no solo tiene una imaginación peligrosa, sino que, a más de indisciplinado y respondón, se toma libertades como esta de subirse al primer automóvil que encuentra en la calle.

—Disculpe, mi coronel —le dice Landero a Solórzano, llevándose a Villagrés de un brazo.

Landero baja la voz.

—Como vuelva a hacer una babosada así delante del coronel Solórzano, le dejo dos semanas sin sueldo. ¿Qué cree que va a pensar de mí y de mis agentes? ¿Está usted borracho o qué?

Villagrés, que es abstemio, se ofende en su fuero interior, pero se cuida mucho de mostrarlo.

—Perdón, jefe. No volverá a suceder.

—Eso espero. Véngase por aquí. Han desaparecido algunas cosas del avión. La chusma entró a la casa antes de que llegara la Policía y me temo que se las hayan levantado. Hemos recuperado las sacas de correspondencia, las valijas de los pasajeros y algunos paquetes postales, pero falta lo principal.

—¿Y qué es lo principal, jefe?

—Una encomienda cuyo contenido no estoy autorizado a revelar. Órdenes de la Secretaría de Guerra. Hemos detenido a los que sorprendimos en la casa del cónsul y los estamos interrogando, pero todavía no hemos podido averiguar gran cosa. Este es un asunto importante, Bonifacio. Y lo que necesito de usted es que me investigue la cuadra. Vivienda por vivienda. Llévese un par de agentes. Revise las azoteas, los patios, los tejados y pregunte si han visto caer algún objeto en las enredaderas, las macetas, los desagües, los rincones, qué se yo.

—Disculpe, jefe, pero llegar así nomás a la gente y decir que buscamos una encomienda...

Landero se sube la gorra y dirige la mirada al cielo. Bonifacio Villagrés es peor que un dolor de muelas. Siempre tiene que salir con alguna jodarria. Pero es un buen policía. Tenaz, dedicado, curioso. A pesar de su insignificante aspecto, tiene fino olfato y filo para resolver casos a los que no es fácil encontrar explicación.

El último había sucedido unos meses atrás. En un predio situado a espaldas de la iglesia del Calvario, frente al castillo de San José, Villagrés había encontrado un barril con veinticinco libras de dinamita. Hasta el coronel Solórzano, quien presume de saber a toda hora dónde se posa hasta el último pájaro que vuela sobre el país, había quedado perplejo por el hallazgo. El gobierno creía haber aplastado la conspiración de los coroneles contra el presidente Chacón, ocurrida en enero y, sin embargo, ahí estaba la prueba de que la rebelión seguía viva.

Mas, para variar, Villagrés había planteado otra hipótesis. Y era que lo de la dinamita no había sido cosa de los militares, sino de los liberales que apoyaban a Jorge Ubico, el candidato derrotado en las últimas elecciones. La prueba estaba en que, cuando la Policía llegó a detener al escultor Rodríguez Padilla, quien, por haber fundido la estatua en bronce de Montúfar, se sospechaba de él que podría haber hecho otro tanto con la bomba para asesinar al presidente, se pegó un balazo en el pecho. Y de ribete, había informado Villagrés, el alijo no se limitaba únicamente al material explosivo, sino que había otras cuatro bombas de explosión retardada, hechas con una candela de dinamita de unos veinte centímetros de largo, un filamento de cobre que debía consumirse en treinta segundos y un pequeño detonador de mercurio.

Darle la palabra a Villagrés era, por tanto, peor que dársela a un confesor. Y eso es lo que Landero teme si permite que el inspector siga haciendo preguntas.

—Un maletín, Bonifacio. Eso es lo que buscamos.

—¿Un maletín? ¿De qué tipo?

—Puta, Bonifacio, un maletín. Un maletín es un maletín, no la presión atmosférica.

—Entiendo, comisario, pero, ¿es de cuero, de madera, de metal? ¿Se conoce la marca? ¿Es alemán, gringo, inglés?

—Mire, Bonifacio, sé tanto del maletín como ese poste de luz eléctrica. Así que déjese de vainas y haga lo que le digo. Y otra cosa. Sería bueno que se afeitara y aseara. Un inspector de policía no puede andar por la calle con esa facha. ¿Dónde diablos ha estado usted toda la noche? ¡Huele a mujer del trueno!

Solórzano y McCallister entran en la vivienda por la cual vienen y van hombres con batas blancas y algunos otros de uniforme.

La casa tiene mal olor.

—Parte del avión cayó sobre el patio de los escusados —se justifica Solórzano—. Ha sido muy desagradable extraer de ahí a los viajeros.

—¿Qué me dice del cónsul de México? —pregunta McCallister.

—Salió ileso, lo mismo que sus hijos pequeños. Si el avión llega a caer en el tejado, no la cuentan. Están bien, en un hospital.

Un clérigo con la estola al cuello salmodia en voz alta frente a dos cadáveres cubiertos con una sábana.

McCallister inquiere por ellos.

—Son un distinguido jurista, de apellido Balcárcel, y el coronel Jacinto Rodríguez, héroe de la aviación nacional. Una gran pérdida. ¿Quiere verlos? —dice Solórzano, haciendo intento de destaparlos.

—No es necesario, coronel. ¿Solo ellos viajaban en el avión?

—Iban otros dos pasajeros. Dos hermanos. El menor falleció en el acto, pero al mayor lo encontramos vivo. Tiene fractura de cráneo, conmoción cerebral y una herida en el costado. Se encuentra en el hospital Unión Médica. Quizás se salve.

—Qué suerte, ¿no?

—La verdad es que el avión volaba muy bajo, a unos 150 metros de altura. También a Chinto, el piloto, lo encontramos con señales de vida. Pero murió quince minutos después.

—¿Conoce usted al sobreviviente?

—No. Solo sé que era cónsul de Guatemala en Nueva York.

—¿Don Julio Montano Novella?

—El mismo.

Oh my God! Lo traté personalmente. Qué drama para la familia, ¿no?

—Imagínese. Parece ser que llevaba a su hermano menor, un niño de diez años, a un colegio de Estados Unidos. Venga por este lado, quiero ver una cosa.

Solórzano se sube a la cornisa donde reposa el Ryan e inspecciona la maltrecha cabina del aeroplano. Cierra la portezuela contigua al piloto, la vuelve a abrir.

—Por qué está abierta y sin forzar, es algo que no me explico. Lo más lógico sería pensar que el avión cayó con el seguro de la portezuela puesto, ¿no cree?

—Yo diría que sí.

—Pues no, fíjese. El seguro estaba quitado.

—¿Y solo viajaban cuatro personas?

—¿Por qué lo pregunta?

McCallister no responde de inmediato. La impaciencia por saber qué ha sido de Regonese le ha hecho dar un paso en falso, pues no puede decirle al jefe de la Policía Nacional de Guatemala que tiene un confidente a sueldo en el aeródromo, el cual asegura que en el Ryan iba un quinto pasajero.

—Por nada, coronel —responde en tono ambiguo—. Como el avión es de cinco plazas... Pero, en fin, veo que está muy ocupado y yo también tengo cosas que hacer. No dude en llamarme si puedo serle útil. Estoy aquí cerca, ya sabe.

De vuelta a su mesa de trabajo, McCallister medita la situación. No sabe cómo redactar el cablegrama que debe enviar al Departamento de Estado explicando la inaudita desaparición de Nunzio Regonese. Washington no va a aceptar la única explicación posible: que el tipo se ha disuelto en el éter. Y McCallister solo puede justificarse con la frase del profeta: no lo podrás entender, a menos que lo creas.

Y no le van a creer. Pensarán que es un idiota y que, en ausencia del ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Guatemala, ha sido incapaz de localizar al personaje que con tanta insistencia le habían encargado ubicar en el país desde hace dos semanas.

Como si fuera tan fácil. La legación carece de los recursos humanos y económicos necesarios para atender toda la información que exigen en Washington. Necesita más personal. Se lo ha advertido en repetidas ocasiones a Arthur Geissler, el ministro. Sobre todo, personal autóctono. ¿Cómo pensar que americanos altos y rubicundos pueden investigar los bajos fondos de un país como Guatemala? Si no hubiese sido por el sueldo que le pasaba a Paulino Gascón, ni siquiera hubiera sabido que Regonese viajaba en el Ryan.

Si es que en verdad iba en el avión, lo que eran otros diez centavos.

McCallister mira el reloj de pared y toma nota mental de la hora. Extrae una holandesa de la carpeta de cuero que reposa sobre el escritorio, desenrosca el capuchón de la estilográfica y cierra unos instantes los ojos. Si al menos hubiese línea telefónica entre Guatemala y Washington podría explicarlo mejor, se dice.

Luego, con gesto resignado, comienza a redactar el cablegrama:

Del Encargado de Negocios en Guatemala (MCCALLISTER) al Secretario de Estado (STIMSON).

GUATEMALA, septiembre 27, 1929—10:21 a. m.

720.[Paraphrase] A las 9:10 a. m. de la mañana de hoy, un Ryan de cinco pasajeros se ha estrellado frente al edificio de nuestra legación. Uno de los viajeros era Nunzio Regonese, a quien hemos tratado inútilmente de ubicar en Guatemala.

Lamento informar, sin embargo, que Regonese ha desaparecido. Poco antes del accidente, supimos que se disponía a abandonar el país en un vuelo local que le llevaría a Zacapa, pequeña ciudad al Oriente del territorio nacional, y desde allí a Nueva York, en un barco de la United Fruit Co.

El avión había partido a las 9.08 a.m. del aeródromo La Aurora y personalmente me cercioraré de que, en efecto, Regonese lo había abordado. Sin embargo, el cadáver no aparece entre los escombros de la vivienda donde cayó el monoplano. El jefe de la Policía Nacional, coronel Herlindo Solórzano, me asegura que solo iban cuatro personas en el avión y que las cuatro eran de nacionalidad guatemalteca.

No encuentro una explicación racional a este misterio. Pero dada la importancia que el Bureau of Investigation y la Policía de Nueva York han asignado a esta pesquisa, seguiremos indagando.

Apreciaré instrucciones al respecto.

MCCALLISTER

Mediada la mañana, la residencia de Flavio Salceda se ha transformado en procesión de afligidos, deambulatorio informal, hábitat de tertulianos y casa de tócame Roque.

Primero han llegado los yernos, luego las familias de los yernos, más tarde los padres de Alma y, según iba ascendiendo el sol, vecinos y pacientes preocupados por lo que hubiera podido ocurrirle al prestigioso doctor y a su esposa.

Todo es un ir y venir, y un subir y bajar, y un incesante trasiego de personas ansiosas de ver desde palco tan privilegiado el abatido pájaro de alas quebradas, vientre partido y hélice de madera.

A eso de las doce, llega Felícito Ochoa, administrador de Salceda, su tenedor de libros y cajero. Felícito trae un telegrama en la mano. Tiene prisa por hablar con el doctor y este se lo lleva al consultorio.

—Perdone que le moleste en momento tan inoportuno, pero vino este telegrama de don Rómulo— dice, refiriéndose al mayordomo del beneficio de café—. Iba a venir a la capital, pero la vía férrea del Sur está inundada en algunos tramos. Como podrá ver, tiene un problema.

—El de siempre —murmura Salceda, leyendo el telegrama—. Necesita dinero.

—Algo que no nos sobra, doctor. Tengo lo justo para pagar las planillas, y la cuenta de Nueva York está a cero.

—Habrá que esperar un par de días. Tenía una entrevista esta mañana en el banco, pero todo se complicó con el accidente. Veré que me reciban esta tarde o mañana.

—Hay otro problema, doctor. Los pequeños productores de las faldas del volcán dicen que no van a levantar la cosecha.

—No puede ser.

—Al precio que está el café, no les compensa pagar a los cortadores.

—Ah, la gran...

—Los comunistas, además, se han infiltrado en la zona e incitan a hombres y mujeres a pedir más plata por saco de café cortado. Toda la caficultura está revuelta. Y los jornaleros se resisten a aceptar las fichas de latón que reciben en pago de su trabajo, esas con las que compran víveres en los almacenes de las fincas. Dicen que quieren gastar su dinero donde les plazca. Un lío, mire usted. Las lluvias han mermado la cosecha entre un quince y un veinte por ciento, el agua ha arrastrado miles de cafetos laderas abajo y, como hay tanta humedad, las plantaciones se han llenado de hongos. Así que los caficultores han dejado esta semana de entregarnos grano.

—O sea que no van a devolverme la plata que les tengo adelantada.

—Tiene que ir a San Felipe a hablarles. Muchos eran amigos de su papá. Le escucharán. El café supone el 80 por ciento de las exportaciones del país. Debe convencerles de que, si no levantan la cosecha de este año, vamos todos a comer cera.

—Trataré de ir la semana que viene. Pero déjeme hablar primero con el banco. Paso luego por la oficina y le cuento.