Cuatro

Mañanea con pereza. El día no acaba de abrir y el cielo de la ciudad tiene un tono de aguatinta. Flanqueado por Rosalío Alvarado y Elizardo Cereceda, Villagrés cruza el Parque Central en busca del Callejón de Dolores. A mitad de camino, dirige la mirada al Portal del Comercio. Un letrero luminoso destaca, entreveradas con anuncios, las noticias de última hora y el inspector se detiene a leer el vistoso desfile de textos.

Desórdenes en Jerusalén: la minoría judía es víctima de las hordas árabes... Tome Marzen, la mejor cerveza. De Castillo Hermanos... Precio del café en Nueva York: $22.75/quintal... Es feo peinar canas. Use aceite Kabul... El suicidio se vuelve una epidemia: cuatro jóvenes se quitaron ayer la vida en la capital... «Violetas Imperiales», con Raquel Meller, el gran amor de nuestro gran autor Enrique Gómez Carrillo. Hoy en el Capitol... La criminalidad del país sigue en ascenso: asesinatos en Antigua, Los Amates, Zacapa, la Avenida Elena y el cantón Pamplona... Rosenberg vende más barato lo bueno. Bajos del Gran Hotel... La guerra ensangrienta la frontera ruso-china...

—Nada cambia —murmura Villagrés, reanudando la marcha—. Es como ver una película vieja.

—A propósito, ¿ya vio la última de Fu Manchú? —dice Elizardo.

—No, no he tenido tiempo.

—Está buenísima. Trata de una conspiración.

—¿Una conspiración? ¿De quién?

—De Los caballeros del Si-Fan, su sociedad secreta. Muy interesante, usted. Como a Fu Manchú no le gustan las armas de fuego, solo los cuchillos y las dagas, dispone destruir Occidente con un bacilo.

—¿Y qué es eso?

—Me parece que un arma química. ¿Se recuerda que en las películas anteriores, Fu Manchú quería expulsar de China a todos los que no eran chinos?

—Sí.

—Bueno, pues ahora quiere acabar con todos los que vivimos en América y Europa, para vengarse de los blancos que han asesinado a su mujer y a su hija.

—¿Y qué hará cuando no quede ninguno?

—Invadir ambos continentes de chinos y dominar el mundo.

—Pero si ya estamos invadidos por ellos.

—Sí, pero en la película...

Villagrés alza una mano.

—No me siga contando, que quiero verla.

Además de su compadre, Elizardo es un hombre leal y bonachón con quien Villagrés comparte estrecheces y penurias. No tiene grandes ideas, pero es alguien en quien puede confiar. Elizardo fuma tabaco de picadura y de sus dedos salen unos cigarrillos tan perfectos que parecieran hechos a máquina. Tiene una familia de cinco hijos y, en los días de descanso, trabaja como vigilante nocturno en una fábrica de gaseosas. Con ese y otros apaños va sacando adelante la vida. El cine es su desahogo, pues al igual que Villagrés, detesta las distracciones que tienen que ver con animales, como las carreras de caballos, las peleas de gallos o las corridas de toros.

—¿Ya supo lo de Landero?

—¿Qué hay con él?

Elizardo baja la voz.

—Algo muy serio, ¿verdad, Rosalío?

—Sí, algo feo —refrenda este último en un murmullo.

Villagrés se vuelve enojado, primero a Elizardo, y después a Rosalío, hombre de piel atabacada y ojos muy abiertos que dan a su rostro una permanente expresión de susto.

—No se ofenda, compadre. Nos lo acaban de decir —le dice Elizardo, en tono amistoso—. Parece que el comisario anda metido en negocios turbios.

—No es verdad.

—Se lo juro, Bonifacio. Tan cierto como que es de día.

—¿Y qué clase de negocios?

—Bueno, ya sabe cómo está todo de podrido. Debido a lo cara que está la tierra en la capital desde los terremotos, varios personajes del gobierno quieren aprovechar la ocasión y han elegido a Landero como ejecutor del plan. El comisario llega con el dueño del solar o de la casa caída y le pide que se la venda, solo que a un precio mucho más bajo de lo que vale. Y si el dueño se niega, Landero le dice: «O me la vende o se la compro a su viuda».

—Eso no son más que patrañas, Elizardo. Landero es un hombre cabal. Bruto y abusivo, pero cabal —dice Villagrés.

—Como me lo contaron, se lo cuento, jefe —alega Elizardo—. Así están en verdad las cosas, cada día peor. Esto necesita un cambio.

—No me diga que también ustedes andan metidos en conspiraciones.

—¿Cómo puede pensar eso de nosotros? Pero de una vez le digo que el pajarito que nos lo contó sabía de lo que hablaba.

—Entonces son ustedes los que están mal, porque los pajaritos no hablan. Así que déjense de mafufadas y de esparcir rumores que no nos hacen ningún bien. Averigüen en las casas que aún faltan de la Tercera avenida —les dice cuando llegan a la Novena calle—. Yo me ocuparé de las de este lado. Nos vemos a las doce, a la puerta de San Agustín.

Villagrés echa un vistazo a las viviendas situadas al lado izquierdo de la calle y su mirada se detiene en una casi derruida, de paredes agrietadas y maleza en el tejado, que había visto la tarde anterior.

En la esquina opuesta, un ciego hace girar la manivela de su organillo portátil y la melodía distrae por un momento al inspector. Se trata de La flor del café, vals triste que ha escuchado alguna vez en cumpleaños y bodas. Y al evocar el gozo que la destartalada vivienda debió de procurar en mejores días a su dueño, así como en lo transitorio de todas las cosas de la vida, de las cuales la flor del café quizás sea una de las más fugaces, pues solo un día conserva su belleza, sufre un agudo ataque de melancolía.

Aunque, a fuer de ser sincero, Villagrés no sabría decir si se trata de melancolía o de una variante de la incomodidad que le ha venido acuciando en las últimas horas. Y es que al inspector le falta un cadáver, pues él había visto cuatro y en el callejón solo había tres. El ingeniero Montano estaba vivo en un hospital. El faltante es un misterio que pudiera parecer pueril, sobre todo a los ojos de Landero, pero el cerebro de Villagrés no funciona como el de su jefe. El inspector sabe que los misterios no son hijos de la razón, sino de las sombras en que nos arropa el sueño, y que ese es sin duda el motivo por el cual, muy a menudo, sea la imaginación, y no la lógica, la que los desvela. La razón no sabe soñar. Solo aspira a explicar lo soñado. Y eso en forma insatisfactoria. Villagrés no cree que los duendes de sus madrugadas posean la virtud de predecir el futuro, pero su visión de los cuatro cadáveres se parece demasiado al siniestro ocurrido en el callejón. Y aun a sabiendas de que la lógica no puede desatar el lazo que une la realidad con el sueño, lleva veinticuatro horas tratando de encontrar una explicación al enigma.

Pared de por medio con la casa abandonada, hay otra vivienda en cuya puerta brilla una placa fundida en bronce donde se lee: Dr. Flavio Salceda, Médico y Cirujano. El inspector llama dos veces, pero nadie abre. Finalmente aparece un hombre de unos cuarenta años en la puerta. Parece recién aseado y está en mangas de camisa.

—Soy Bonifacio Villagrés, inspector de policía de la Primera Demarcación.

—Mucho gusto. Flavio Salceda —replica el otro, sin invitarle a pasar.

—Estamos haciendo una investigación entre la Novena calle y el Callejón de Dolores por el accidente del aeroplano. Y quisiera hacerle unas preguntas. Nos faltan algunos detalles.

—Cinco mil, según parece.

Villagrés asiente, sorprendido.

—Lo acabo de leer en el periódico —dice Salceda.

—Eso me ahorra darle explicaciones. Necesitamos encontrar ese dinero. ¿Ha visto u oído usted algo extraño en su tejado o en su patio, algún objeto, algún paquete?

—No, nada.

—¿Ni cuando el avión cayó?

—No puedo decirle. No estaba en mi casa a esa hora.

—¿Y qué sabe de la vivienda de al lado, la que está medio caída?

—¿Cómo puedo saberlo? ¿No le digo que había salido?

—Da la impresión de que la puerta ha sido violentada.

—No me había fijado en eso.

—Tiene los tablones a medio arrancar, como si los hubiesen desclavado y vuelto a poner con prisa.

—Qué raro.

—¿Sabe quién es el dueño?

—No, ¿por qué?

—Para pedirle permiso y entrar. Puede que haya dentro algún indicio que nos sea útil.

—Pues no, no puedo ayudarle. No sé quienes son los dueños. Cuando mi suegro le regaló esta vivienda a mi esposa, va para ocho años, y nos vinimos a vivir aquí, la casa vecina estaba dañada por el terremoto. Y que yo sepa, nadie se ha acercado a revisarla desde entonces.

Villagrés percibe la hostilidad en las respuestas del médico. Sospecha que quizás sea el típico vecino con armadura y lanza en ristre, si bien la intuición le advierte que, en forma parecida a los otros, tal vez esconda algo que no quiere decir y se protege con esa actitud.

—En cualquier caso, creo que voy a entrar —dice Villagrés—, pero antes, ¿me permite que inspeccione su patio?

Salceda muestra un gesto inexpresivo.

—No creo que encuentre nada ahí, pero si lo cree necesario...

Villagrés cruza la casa con deliberada lentitud, deteniendo la mirada en muebles y objetos.

Al llegar al patio, comenta:

—Bonito lugar.

El patio está poblado de plantas y flores. La lluvia se ha llevado el polvo y el olor a gasolina, pero aún se escuchan los golpes de los mecánicos que desmontan el Ryan al otro lado del muro.

El inspector sacude begonias y claveles y explora la enredadera a cuyos pies yace tendida una escalera de mano.

—¿Le puedo pedir un favor? —pregunta a Salceda.

—Usted dirá.

—Le ruego que me acompañe.

—¿A dónde? —dice, alarmado, el doctor.

Villagrés sonríe. Sabe cuán susceptibles pueden ser las personas en presencia de un policía, de ahí que la primera regla en el trato con ellas sea inspirar confianza. Lo que no significa que él no sea desconfiado. Lo es. Gran parte de lo que sabe de la vida lo ha aprendido en la calle. Y la calle es una escuela cruel que vuelve malpensado y receloso a todo el que ha pasado por ella.

—Tranquilícese. No es a donde usted cree. Es a la casa vecina. Como testigo, ¿sabe? No sea que digan después que me levanté algo de ahí.

—No tengo mucho tiempo, inspector. Es sábado y quiero llevar a mi esposa a Santa Clara, con sus padres. Necesitamos alejarnos un día o dos de este relajo.

«Otro que tiene prisa», se dice Villagrés. «Y a saber si no está mintiendo. Porque todos mienten. En lo poco y en lo mucho. Y ahora más que cuando yo era niño».

—Entiendo, doctor, pero esto es importante. Serán solo unos minutos, ¿de acuerdo?

Seguido por el doctor Salceda, que lo hace sin mucho entusiasmo, Villagrés sale de la casa, se dirige al caserón, retira los tablones a medio clavar y da un empujón a la puerta. El interior está colapsado. Hay tendales caídos, muros a medio derruir, tejas rotas en el suelo y un jardín interior invadido de musgo y manchas de humedad.

Cuando divisa la salida al patio trasero, Villagrés comenta:

—Esta puerta ha sido forzada también y la han abierto no hace mucho.

Salceda enflora los labios y encoge los hombros, al tiempo que el inspector se acuclilla y pasa un dedo sobre una mancha que ha descubierto en las baldosas.

—Parece sangre seca, ¿no, doctor?

—Sí, parece sangre —dice Salceda sin moverse de donde está.

—Raro, ¿no?

—Lo sería si fuera sangre, cosa de la que no estoy muy seguro.

—¿Será humana?

—Lo más probable es que sea de algún animal. Algún zanate, algún tacuacín...

—O algún tacuacín que se comió un zanate.

A Salceda no le hace gracia la guasa del inspector y así se lo deja saber mediante un movimiento de cabeza con el que parece preguntar, ¿es alusión o es un chiste?

—Es broma —dice Villagrés, conciliador—. Un policía ha visto tantas cosas.

—No tantas como las que tiene que ver un médico.

«A saber», está a punto de replicar el inspector. «Tenemos dos oficios parecidos. Vivimos a la espera de malas noticias, presenciamos a diario el lado feo de la condición humana y nos topamos por rutina con el rostro de la muerte. Nuestras profesiones no tendrían sentido sin el mal, que para usted es la enfermedad y para mí el delito. Lo triste es que, por más que nos esforzamos en combatirlos, casi siempre salimos derrotados. El mal ha de ser más inteligente que el bien, pues a este lo suelen mover personas de buenas intenciones. Y con las buenas intenciones no se va a ninguna parte. Por eso los buenos acaban siempre apaleados. El bien cuesta que se extienda; en cambio el mal, si no se ataja, se reproduce como cuyos. Vea lo que le ocurre al país: un temporal devastador, una epidemia de tifoidea, una plaga de langosta, suicidios todos los días, una oleada de crímenes y una banda internacional de delincuentes que a saber dónde se esconde. Eso aparte de lo que cuelga, que solo Dios lo sabe. En situaciones así, ni un médico ni un policía pueden hacer gran cosa. Demasiado arroz para tan poco pollo. Pero así es este país, mire usted. Hay ocasiones en que las calamidades parecen ponerse de acuerdo para celebrar aquí un aquelarre. Y esta que nos ha tocado este año parece ser una de ellas».

Pero el inspector teme no explicarse bien. Lo que está claro en su mente no siempre lo está en sus palabras, así que, alzándose del suelo, se limita a decir en tono amigable:

—¿Quiere una?

El inspector tiene una cajita de pastillas de menta en la mano y se la ofrece a Salceda.

—No, gracias.

Villagrés se coloca una bajo la lengua.

—¿Es verdad que solo se perdieron cinco mil pesos, inspector? ¿Qué me dice de la gente que entró antes que ustedes? ¿No se habrán levantado otras cosas?

Al inspector le sorprende el súbito interés del doctor en el siniestro, cuando no parecía tenerlo hace solo unos minutos.

—Según mi jefe, no faltaba nada más del avión. La correspondencia, las valijas de los viajeros y algunos paquetes están en manos del juez de paz. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque ayer vino a verme una persona a la que se le había extraviado una encomienda que iba en el Ryan.

—¿Y esa persona dijo su nombre?

—Sí, Gabriel Quiroz.

—¿Era chino, de casualidad?

—No me pareció que lo fuera. ¿Por qué?

—No, por nada. Ahora, dígame con franqueza, ¿cree usted que algún ser humano haya podido estar aquí, en este caserón, durante las últimas veinticuatro horas?

—Yo solo creo en el credo y los artículos de la fe —contesta Salceda, devolviendo la guasa del zanate y el tacuacín.

—Dichoso.

—¿Usted no es creyente?

—Sí lo soy, aunque en este oficio es difícil serlo —dice el inspector, abriendo mucho los ojos.

Villagrés se ríe por dentro. Ahora sí ha sido sutil. Le ha dicho al doctor que no muy le cree y eso, cuando menos, le ha servido para demostrarle que él sabe también usar el lenguaje ambiguo. Pero obsesionado como está por el cadáver que le falta, decide no seguir en ese juego.

—Mi pregunta se refería a si algún vagabundo o algún vecino habría entrado aquí. O si tal vez lo había hecho alguien que viajaba en el avión.

—¿En el avión? ¿Qué es lo que quiere decir?

—Hágase esta pregunta, ¿y si la sangre del piso es de alguien que salió vivo del siniestro?

—¿Cómo el ingeniero Montano?

—Si él salió vivo del accidente, ¿no cree posible que otro viajero se haya salvado también?

—¿Y por qué no se lo pregunta al ingeniero Montano?

Las palabras del doctor tienen una agresividad inesperada y Villagrés se dice que en este país no hay respeto a la autoridad. No señor, no la hay. En cuanto te ven la cara piensan, no que eres un inspector de policía, sino un chonte ignorante o un estúpido.

—Muy sencillo, doctor —responde tranquilo—. Nadie puede preguntar nada al ingeniero Montano porque se fracturó el cráneo en la caída y tiene conmoción cerebral.

—Pues, si es así, me parece que le va a costar confirmar su hipótesis. El ingeniero Montano es la única persona que podría decir si un quinto pasajero iba en el Ryan.

—Salvo que alguien le hubiese visto salir del avión.

—¿Como por ejemplo?

—No sé. Algún albañil, algún carpintero de los que trabajaban por aquí cerca. Algún vecino.

—Es posible. Lo que no tiene sentido es que, si es verdad que en el avión iba otro pasajero, ¿qué motivo tendría para haberse refugiado aquí?

—Eso, mire, no lo sé. Y entiendo que no suene lógico. Pero, por oficio, debo imaginar cosas sin lógica —sonríe Villagrés—. A veces doy en el clavo. Otras, solo me gano una puteada de mi jefe. ¿Hace solitarios, doctor?

—No, inspector, no tengo tiempo para esas cosas.

—Pero sí sabe cómo hacerlos.

—Sí, claro. ¿Por qué?

—Porque ese juego se parece un poco a mi trabajo. Uno coloca los naipes en el tapete y lo primero que percibe es el desorden: un siete por aquí, un rey por allá, un tres de este palo, un siete del otro. Al principio, nada encaja. Pero uno sabe que las cartas tienen una secuencia y que, tarde o temprano, esa secuencia debe aparecer. Con la investigación criminal ocurre lo mismo. Cuando uno empieza a averiguar, las pocas cartas que uno ve boca arriba no casan. ¿Por qué habría de refugiarse un hombre en esta vivienda?, me pregunto. ¿Murió aquí? ¿Se lo llevaron vivo o escapó por su pie? ¿Venía en el avión o entró por la puerta de la calle? ¿Fue él quién se robó el dinero que llevaba Chinto a Zacapa? El jugador de solitarios va volteando una a una las cartas tapadas, confiando en que aparezca el orden natural de la baraja: el rey arriba, la reina después, luego la sota y así. Pero en tanto los naipes se acomodan en su lugar, uno debe moverlos varias veces, memorizar su secuencia, hacer cálculos, tener uno que otro chispazo... y confiar en la suerte.

—Aún así, hay solitarios que no salen y crímenes que no se resuelven.

—Así es, doctor.

—¿Usted cree en la suerte?

—A mí la suerte siempre se me vuelve suegra. Pero, ¿cómo no creer en la suerte, viendo tanto chucho con bastón y tanto tarugo en la cumbre? ¿Sabe lo que dijo un poeta que no sé cómo se llama?

—¿Cómo lo voy a saber, si ni siquiera sabe su nombre?

—Esto fue lo que dijo: huele una rosa una mujer dichosa y aspira los perfumes de la rosa; la huele una infeliz, y se clava una espina en la nariz. Hay gente que nace con mala estrella.

Salceda sonríe por primera vez desde su encuentro con el inspector e incluso está dispuesto a admitir que el hombre con el que habla es más listo de lo que aparenta.

—En cualquier caso, si alguien se refugió aquí, se lo debieron de llevar a tuto o en camilla, porque no hay huellas en el piso —dice Villagrés.

—Tal vez las borró la lluvia.

—O alguien vino y las borró. ¿Cuánto tiempo calcula que llevará ahí esa sangre? Porque vieja no es.

—Un análisis de laboratorio le sería de mucha ayuda, ¿no cree, inspector? —responde con ironía Salceda.

«Analizar la mancha sería lo debido», piensa Villagrés, «pero si digo al Servicio de Identificación que vengan a tomar una muestra se van a reír de mí. Todos los días aparecen muertos en la calle o tirados en un potrero. De la mayoría no se conoce su nombre. Y en este caso, por si no fuera bastante, ni siquiera hay cuerpo del delito. ¡Qué van a analizar esta mugre! Porque eso van a decir, que es mugre y no sangre. No digamos si les pido que tomen huellas. El archivo apenas tiene tres años de fundado y los registros son muy pocos. ¿Contra qué las van a comparar? En la Dirección, además, solo están pensando en los cinco mil pesos y no en sospechas sin fundamento como esta».

—¿Tienen una idea de quién pudo haberse levantado la plata? —escucha decir a Salceda.

—Pues vea, doctor, Jesucristo nació en un pesebre y, donde menos se piensa, salta la liebre.

—No entiendo —replica, amoscado, el doctor.

Villagrés está a punto de decirle que algunos hombres prefieren las limitaciones que impone ser honrado a los goces de no serlo y que nadie sabe a qué extremos puede llegar una persona, pobre o rica, cuando le ponen la tentación enfrente, pues el mal lo llevamos dentro, y no es algo que viva fuera, como dicen por ahí. Nos habla con voz oscura y fascinante, usa nuestro cerebro como antena y si uno le pone atención, está perdido.

Pero en vez de dar una explicación tan larga, el inspector se limita a formular otra de sus moralejas:

—Lo que quiero decir, doctor, es que la honradez, como el cristal, se puede quebrar de un golpe. ¿Me disculpa un momentito?

Villagrés sale al patio de la casa abandonada, se adentra en el zacatón y la maleza, busca un ángulo donde Salceda no pueda verle y alivia la vejiga en los matorrales. Pero justo cuando se está abotonando la botica, oye algo que se mueve cerca de él. No puede identificar el bicho, pero al volver la mirada descubre un sombrero prendido en la enredadera. El inspector lo toma en las manos, le da vueltas, lo examina por dentro y por fuera. Es un sombrero elegante, color café, con cinta oscura. Villagrés tiene la impresión de haberlo visto en algún lado, pero no recuerda dónde.

Cuando sale del zacatal, le enseña a Salceda el trofeo.

—Mire lo que encontré.

—Debe de llevar ahí añales.

—Pues no, mire, está nuevecito. Ni siquiera la lluvia parece haberlo afectado.

—Tal vez salió volando del avión.

—Difícilmente. En los asientos de delante iban Chinto, con gorra de plato, y el niño, que no llevaba sombrero. Según mi jefe, las portezuelas no se abrieron con el impacto ni las cerraduras estaban forzadas. Así que, o este sombrero tenía patas o alguien lo trajo hasta aquí.

—Eso es absurdo, inspector. ¿Quién pudo perder aquí un sombrero nuevo?

—Alguien que iba en el avión y se llamaba N. R.

—No me diga.

—Aquí están las iniciales. También dice The Hat Corner, Brooklyn, New York.

—Perdone, inspector, pero debo irme. Mi esposa me está esperando —le ataja, impaciente, Salceda.

—Claro, claro, doctor. Disculpe.

Cuando salen a la calle, el inspector exhala un suspiro. El organillo de la esquina tiene ahora ecos de bandoneón, de fuelle que evoca y rezonga la sentimental milonga de un zorzal llamado Gardel. Y de pronto le entran ganas de mover los pies con cadencia y el cuerpo con chulería. Pero no estando, por lo visto, el horno para bollos se limita a llevarse los dedos a la visera y decir:

—Muchas gracias, doctor. Tenga buen día.

—Buenos días, inspector.