Doce

Han transcurrido veinticuatro horas desde que Flavio Salceda tomó una bolsa de dinero de un cadáver, pero tiene la impresión de que el suceso ocurrió hace solo unos minutos, pues lo tiene permanentemente en la cabeza. Y solo el weekend en casa de sus suegros, acompañado de Alma, de Graciela y Rosi, sus dos hijas, y de sus respectivos maridos, le hace olvidar el episodio a ratos.

El almuerzo del sábado es todo lo feliz que puede ser el de un grupo familiar bien avenido. No obstante, la opresiva sensación de llevar ceñido en la frente un sombrero dos tallas más pequeño le resta ánimos de participar en la agradable conversación hogareña. Desde el accidente del Ryan hasta el entierro de Chinto, el imparable avance de la tifoidea, los estragos del huracán, la vis cómica de Buster Keaton, la detestable costumbre de pescar con dinamita, el flamante servicio de ómnibus o el divertido artículo de un tal Miguel Ángel Asturias, quien compara al país con el desierto de Gobi porque no produce lechugas y hay que importarlas de Estados Unidos, todo es material triturable en el molinillo de la sobremesa.

Al término del almuerzo, las dos parejas de jóvenes regresan a la ciudad para asistir a un bautizo. Alma y su madre permanecen platicando en la mesa, en tanto Flavio Salceda y don Crisóstomo Valverde, su suegro, se acomodan en la sala para probar una mezcla de café recién salida de la tostaduría Valle de Panchoy, de la que es dueño el padre de Alma.

Don Crisóstomo es un buenazo a quien la vida ha ido orillando a las playas de un resignado estoicismo. De elevada estatura, pecho abultado y mofletes caídos, camina tan erecto como un pavo, motivos por los que su esposa le suele llamar Chompipón.

—¿Qué te parece? ¿Te gusta? —pregunta, curioso, a Salceda.

—Algo ácido lo siento. Creo que el de Alma es mejor.

Ríe don Crisóstomo distendido, mientras enciende con parsimonia un partagás.

—Deberías ser diplomático —le dice a Salceda—. Me rebajas la autoestima, criticando mi café, pero elevas mi orgullo de padre, ensalzando el arte de mi hija.

—Tiene un talento especial para mezclar y tostar el grano.

—Pero nunca le ha gustado el negocio —dice don Crisóstomo, lanzando al techo una bocanada de humo—. Ni a ti tampoco.

—Lo mío es otra cosa, don Cris.

—Por cierto, ¿has ido últimamente a la Costa Sur?

—Tengo necesidad de ir a San Felipe, pero no he encontrado el tiempo.

—Yo fui esta semana a Mazatenango. Las lluvias han deshecho los caminos y el Gobierno no tiene plata para repararlos.

—Pues debería tenerla. Para algo ha subido los impuestos.

—Eso es lo que uno cree. Los Jefes Políticos y los Comandantes de Armas se han levantado el dinero que estaba destinado al mantenimiento de los caminos. El presidente Chacón, que es un flojo, les dio la plata a ellos en vez de al Ministerio de Obras Públicas. Y ahí tienes el resultado.

Salceda mueve la cabeza con expresión de repudio.

—Estaba forzado a hacerlo —le aclara don Crisóstomo—. De no haberles dado el dinero, habría sido víctima de un golpe de Estado.

—¿Otro?

—Sí, otro, además del que le quisieron dar los coroneles.

—Pobre hombre.

—No creas, Flavio, no creas. ¿Sabes cuánto le ha pedido a la United Fruit por el permiso para construir un puerto en el Pacífico?

—No tengo la menor idea.

—Cien mil dólares. Eso me han dicho. Este es un país donde el poder no tiene frenos y donde la corrupción se rige por la ley de Mahoma, según la cual, tan corrupto es el que da como el que toma. Por eso se propaga como el kikuyú y llega incluso a los mejores.

Salceda no puede evitar un íntimo sonrojo al reparar que la conversación toma un rumbo no deseado y piensa qué diría don Crisóstomo si le contaran que su yerno era un caso aún más vergonzoso, pues había tomado cinco mil dólares de un muerto.

—Ayer vino a verme Clemente Marroquín Rojas. ¿Le conoces?

—No.

—Es un periodista joven, extravertido y platicador. Le doy publicidad para su periódico. Se llama La Hora y tiene cuatro páginas. No sé si lo has visto.

—Lo he visto, pero no lo he leído.

—Chacón nombró a Marroquín, hace unos meses, director de la Administración de Rentas. Supongo que por haberle ayudado a derrotar a Ubico en las pasadas elecciones. Al nomás llegar al cargo, Marroquín averigua que tres hombres del presidente, el coronel Herlindo Solórzano, el general Padilla y el coronel Cordón, se dedican a chantajear a los dueños de terrenos baldíos. No lo hacen directamente, sino por medio de un comisario de apellido Landero, hombre al parecer de malas pulgas que intimida a los propietarios. Con la feiebre de construcción que se despertó después de los terremotos, las propiedades han subido una exageración y la gente en el Gobierno se está apoderando de los predios y potreros vacíos que aún quedan en el casco urbano.

—Que escándalo —dice Salceda en voz baja.

—Te cuento otro caso que me reveló Marroquín. En el lado Sur de la Penitenciaría, hay un predio de 27,000 varas cuadradas al que el presidente y sus asociados habían echado el ojo. Marroquín se opuso a la maniobra de fijar el valor de la propiedad en el ridículo precio que le habían asignado los chafas. Los socios se quejaron al presidente, este se puso como un saltapericos y le ha dado a Marroquín quince días para que abandone el país. Por eso me vino a visitar, para despedirse y contármelo. Y eso que él es chaconista. Ya puedes imaginarte como estará la oposición.

—Me deja usted helado, don Cris.

Lo dice sin convicción, pues tiene la turbadora sospecha de que su suegro le está leyendo la mente.

—La corrupción es un mal que, por desdicha, tiene como destino el olvido —agrega don Crisóstomo—. ¿Quién se acuerda hoy de lo que se robaron los gobiernos anteriores?

—Nadie, es verdad.

—Todos nacemos sin creer en Dios, pero, al paso que vamos, pienso que los guatemaltecos moriremos sin creer en nada. No sé si es cosa de la edad, Flavio, pero tengo la sensación de estar viviendo el fin de un ciclo.

—Algo así me decía días atrás don Lorenzo Henríquez.

—Los viejos tenemos a veces esas premoniciones.

—Y usted piensa que este Gobierno es el epílogo de ese ciclo.

—Yo lo único que digo es que no podemos seguir en este desmadre.

Cuando don Crisóstomo Valverde y su esposa se retiran a dormir, Salceda se queda un rato en el sillón, frotándose las sienes con las yemas de los dedos mientras contempla absorto los acaramelados destellos de su vaso de White Label.

—¿Estás bien? —le dice Alma.

—Me duele la cabeza.

—¿Quieres un veramón?

—Tengo cafiaspirinas en el maletín. Tomaré un par de ellas.

La respuesta, sin embargo, no parece satisfacer a Alma.

—¿Qué te ocurre, mi vida? Nunca te había visto tan taciturno.

La voz de Alma ha sonado como si el disimulo y la paciencia hubieran llegado a un límite. Flavio es otra persona. Ha perdido su habitual buen humor y es incapaz de disfrutar con los amigos, con la familia, incluso con ella.

—Nada que deba preocuparte —responde él.

—Sí me preocupa. Llevas semanas así. Regresas a casa fatigado. No comes bien, duermes poco. Hay días que tengo la impresión de que no existo para ti.

—Eso no es verdad.

—Lo es. Cuando menos a mis ojos.

—Creo que el accidente del avión me ha afectado más de la cuenta.

Alma le toma la mano y se sienta junto a él.

—Fuiste al banco ayer, ¿verdad?

—Sí, fui al banco ayer tarde.

—¿Y qué te dijeron?

—Que de momento no podían extenderme el préstamo, pero que no es un problema insoluble. Será cosa de unos días.

—¿Y es urgente?

—Sí, lo es.

—¿Has pensado en hipotecar nuestra casa?

—Nuestra casa es tuya, mi amor. Y ofrecérsela al banco no resolvería nada. El problema es de liquidez, no de garantías.

—¿Quieres que te haga café? ¿O prefieres un vaso de leche?

—Solo quiero estar un rato a solas. En unos minutos estoy contigo.

Alma abandona la sala. Salceda se levanta del sillón y echa mano del maletín que ha dejado en el vestíbulo. Saca un tubo de cafiaspirinas y una carpeta con documentos. Felícito Ochoa, su administrador, se los ha enviado esa mañana. Son los estados financieros del negocio, los que con tanto placer examinaba cuando las cosas iban bien y ahora se han convertido en un auténtico dolor de espalda. Tiene cuatro mil sacos de café en bodega, listos para ser embarcados a Nueva York, a la espera de que se recuperen los precios. Pero en los últimos meses, lo único que esa carpeta le dice es que el valor del inventario disminuye. Sin pausa y, por lo visto, sin remedio. La pérdida debe de andar en torno a los seis dólares por saco. Más de veinte mil dólares. Una fortuna. Y por si eso fuera poco, el dinero que ha anticipado a los caficultores, veintidós mil dólares más, está a punto de perderlos.

Es el bofetón cabal, ese al que ni le sobra cara ni le faltan dedos. De casi rico, está a punto de convertirse otra vez en casi pobre. Tanta austeridad, tanto sacrificio, para que todo se vuelva de repente agua salada. Se ve pagando deudas por el resto de su vida, sin haber disfrutado del dinero ni haber previsto lo más importante: la seguridad de su familia.

Solo tiene una excusa: el gozo de la acumulación ha sido tan dulce... Ver el patrimonio crecer al punto de triplicarse en siete años le había hecho sentir poco menos que un dios menor y nunca se le había pasado por la mente construir un arca en el que flotar, pues el progreso le parecía una fuerza irreversible. ¿Cuántos estarían ahora en una situación como la suya?

Salceda toma dos cafiaspirinas con un sorbo de whisky y se dirige a la ventana del salón.

En el jardín, la lluvia matraquea las hojas, pero hay un ruido más ominoso que ensordece su cerebro y que no ha dejado de escuchar en los últimos dos días. Había saltado la pared vecina con el ánimo de aliviar el dolor de un ser humano y regresado con un fajo de billetes en el bolsillo. No lo pensó. Se había dejado llevar por un impulso inexplicable. Y debería haber avisado a la policía. Sí, debería haberlo hecho. Debería haber informado que unos hombres se habían llevado de la casa vecina un cadáver. Pero el miedo le había paralizado. Más de veinte personas estaban detenidas por sospechas de haberse robado el dinero que iba en el Ryan y lo último que deseaba era ver su buen nombre implicado en el oscuro incidente de un quinto pasajero que llevaba en la bolsa una importante suma de efectivo.

Y luego estaba aquel policía, con sus preguntas y su retintín. Al principio le había parecido una persona corriente, uno de esos tipos que se lleva la boca a la taza en vez de la taza a la boca, pero acabó pareciéndole más espabilado de lo que pensaba. Y eso era peligroso, por más que pareciera buena persona y alguien en quien, daba la impresión, se podía confiar.

Había tirado su integridad por la borda, pero, de otra parte, las excusas le aligeran y le alivian. Se había asustado en un momento de debilidad, eso era todo. Y cuando la gente se asusta, el cerebro se detiene. No es capaz de pensar. Ni mal ni bien. Y esa era la razón de que hubiese cometido una indignidad. Pero lo cierto era que no había hecho daño a nadie. Entró a la casa vecina respondiendo al llamado del deber. No llegó a tiempo para salvar una vida y eso era algo que nadie le podía reclamar.

Salceda tiene, además, otros motivos que serenan su conciencia. Ante todo, el muerto no debía de ser trigo limpio. O acaso temía algo. Y el que algo teme, algo debe. Por suerte, la prensa solo hablaba del dinero que llevaba Chinto, dinero en pesos oro, no en dólares, lo que probaba que la suya era una plata distinta a la que buscaba la policía.

Desde esa noche, no se ha atrevido a abrir la bolsa sustraída del cadáver. La lleva a todas partes con el estetoscopio, las jeringas y las medicinas. Pero en este momento piensa que ya es hora de hacer arqueo de caja.

Salceda da media vuelta y se dirige rápidamente al maletín de mano. Extrae la bolsa de tela, la abre, saca el fajo de billetes, toma aire y empieza a contar. A mitad de camino, se equivoca y comienza de nuevo. Los billetes están húmedos y no corren con facilidad.

Cuando al fin confirma la suma, repara que tiene el paladar como un corcho. En la bolsa hay cinco mil dólares en billetes de cien, dinero suficiente para comprar una casa, dar la vuelta al mundo en ochenta días o alimentar a un regimiento tres meses. O algo todavía mejor: sostenerse hasta que el café tenga un mejor precio y evitar así la quiebra.

Salceda observa en estado casi hipnótico la pequeña fortuna, venida literalmente del cielo. Vuelve a meter los billetes en la bolsa y, tras apurar el escocés, se dice sin mucho pesar que hay gente que hace cosas peores. Desde el Presidente de la República a la United Fruit, pasando por jefes políticos, militares, ministros, diputados y jefes de policía. Y se dice que acaso sea verdad que el estrecho de miras nunca llega a lo más alto porque teme pecar, y que por eso, por lo gallina que es, nunca logra alzar el vuelo. De manera que, si el país vive bajo la ley de la selva, él está dispuesto a observarla con absoluta fidelidad.

En el mejor de los casos, siempre podría redimirse. Podía tomar el dinero como un préstamo, mientras salía del apuro, y más tarde devolverlo. Pero de momento tenía que sobrevivir. El problema, además, residía en a quién iba a devolver la plata. La norma moral exigía restituir lo robado, pero el dinero que había sustraído no tenía dueño. El cadáver había desaparecido y, que él supiera, nadie había reclamado la suma que llevaba encima. ¿Qué es lo que podía temer?

Salceda mete en el maletín la carpeta que le ha entregado su administrador y se dirige a la alcoba. Se desviste en silencio y se desliza en la cama recordando aquello de que el dinero, siendo callado, a nadie le confiesa que fue hurtado. Y minutos más tarde, duerme como dormiría una criatura en el limbo de los niños.