Tres

Viernes 4 de octubre de 1929

—¿Hablo con el coronel Solórzano?

—El mismo que viste y calza.

—Buenos días, coronel. Soy Bruce McCallister. Le llamo porque enfrente de nuestro consulado, en la casa número 8 del Callejón de Dolores, hay un vehículo de la Policía y gente arremolinada en torno a él. ¿Podría decirme qué sucede?

—Algo no muy agradable, señor McCallister. Ayer tarde, se produjo ahí un doble crimen. Un hombre y una mujer fueron torturados y cosidos a puñaladas.

Good heaven. Este callejón parece estar maldito.

—Lamentablemente, señor McCallister. Pero no se preocupe. He dado órdenes de vigilar el lugar noche y día hasta que el crimen se aclare. Y he encargado la investigación a uno de nuestros inspectores más competentes.

—No será el imaginativo.

—¿Cómo así?

—Aquél del que me habló en el Club Americano.

—No recuerdo bien.

—Uno que aseguraba que un ciudadano de Estados Unidos había caído con el Ryan y luego había huido del lugar.

—Ah, sí. Ahora recuerdo. Ese mismo, señor cónsul.

—A propósito, supongo que no han sabido nada más del tal Regonese.

—No, señor McCallister. Nada hasta la fecha. Por lo demás, no se preocupe. El callejón y el consulado están ahora más seguros que las bóvedas de Fort Knox.

—Se lo agradezco, coronel.

—A sus órdenes, señor McCallister.

—¿Se sabe cuánto tiempo hace que murieron?

El forense, un hombre con aspecto de anticuario, terno gris marengo algo raído, picos de la camisa levantados y corbata café de nudo estrecho, alza con suavidad la cabeza y, enviando a Villagrés una mirada aburrida por encima de las gafas, responde:

—Después de morir, el cuerpo humano se enfría a razón de un grado por hora, más o menos. El rigor mortis ha desaparecido, pero calculo que habrán transcurrido entre doce o catorce horas.

En el cuarto hay un silencio de capilla. El espectáculo no es agradable. Hay sangre en el piso, en las paredes, en el cielo falso. Un fotógrafo deslumbra de vez en cuando la escena con el resplandor del flash.

La mujer, de unos veintitantos años, cuerpo exuberante y cabellos lustrosos y oscuros, está maniatada a una silla. Tiene la cabeza caída hacia atrás y una mordaza en la boca. Viste un sutil salto de cama con puntillas en el escote y unas medias también negras que le llegan a la mitad de los muslos. Su cuerpo está salpicado de cortaduras y hematomas. Tiene el rostro inflamado y unas manchas violáceas alrededor del cuello parecen indicar que ha sido estrangulada.

—El asesino sabía matar con las manos —explica el forense—. Y lo hizo con rapidez. Ha de tener los dedos muy fuertes, pues le rompió el atlas a la infeliz.

—¿El atlas?

—Así se llama la primera vértebra cervical.

—El amante, en cambio, parece haber sido asesinado con arma blanca.

—Entonces serían dos los asesinos, ¿no cree?

—No necesariamente.

El hombre yace en la cama boca arriba con las manos y los pies atados a los barrotes de latón. Es joven, de pocas carnes, piernas flacas más largas que el torso y tiene una expresión que recuerda la de un crucificado. Le han pasado el cuerpo a cuchillo, pero de las numerosas heridas que presenta solo una, la que se abre bajo la tetilla izquierda, es la que al parecer le ha causado la muerte.

—¿Han encontrado el arma homicida?

—No. Pero las heridas del hombre parecen ser de una daga corta y afilada.

Villagrés se acerca a Elizardo y le cuchichea al oído:

—¿Revisaron ustedes esta casa cuando estábamos investigando la desaparición del dinero que venía en el avión?

—Vinimos un par de veces, pero nunca abrieron.

—¿Y cómo supieron que había ocurrido aquí un crimen?

—Recibimos una llamada del dueño de la pastelería Salzburgo. Una empleada, Florinda Solano, no había llegado a trabajar ayer. Pensaron que estaba enferma, vinieron a averiguar y se encontraron con esto.

Villagrés ha llegado tarde a la escena del crimen. Esa mañana, había pensado decirle a Landero que renunciaba a su cargo. Lo había decidido al salir de su casa, cuando vio a Casilda y a sus hijos durmiendo. Sintió una patada en el estómago y en ese momento tomó la decisión. No podía seguir sacrificando a su familia con tantas necesidades y dispuso despedirse de Landero. Le diría, no jefe, mire, no. Este no es el trabajo que yo esperaba. Usted me asigna guardias nocturnas, como si fuera un policía de línea, me pone a llamar a las casas en busca de maletines, me aparta de los casos interesantes, que son los que a mí me gustan, y me humilla en lugar de estimularme. Y no, jefe. Así no. Usted me subestima y me tiene por muy poco. Y para eso, mejor me dedico a otra cosa.

Pero Landero no le había dado tiempo a hablar. Un doble crimen había ocurrido en el Callejón de Dolores y Villagrés debía hacerse cargo de la investigación.

—Se lo dije, comisario —le había comentado sin mucho respeto—. Algo raro ocurre en ese lugar, algo que se nos escapa y que está relacionado con el avión, las drogas heroicas y el muerto del Zapote.

—Bonifacio, es usted más necio que volverlo a decir. ¡Váyase ahora mismo al callejón y deje de hacerse el profeta!

La curiosidad, su mejor prenda, así como su natural afán de justicia, le habían pedido husmear en aquel raro homicidio. Hechos de sangre de esa naturaleza ocurrían a diario en la ciudad, pero un crimen en la casa vecina de donde había caído el Ryan era para entrar en sospechas. Landero tenía la esperanza de que no hubiese relación entre una cosa y la otra, fuera porque no quería complicarse la vida, fuera porque se trataba de un crimen vulgar, de esos que salen en los diarios un día y, al siguiente, el público ha olvidado por completo.

La esperanza, sin embargo, es verde y se la comen las vacas. El callejón escondía un enigma, a juicio de Villagrés. La discreción, de otra parte, le pedía no obrar con precipitación ni abandonar la Policía de inmediato, y menos comprarse una finquita, ya que podría levantar sospechas. De modo que, en lugar de mandar a su jefe a la punta de un cuerno, y a pesar de que los hechos de sangre no eran su plato favorito, había dispuesto acudir al callejón donde Rosalío y Lizardo hacían ya las primeras pesquisas.

La escena del crimen es una habitación pequeña con una cama y dos sillas. La colcha tiene color verde olivo, estampada con signos de Piscis en azul, y en las paredes no hay más adorno que la litografía de un paisaje marítimo.

—Por lo que se ve, fueron pillados en el «acto». ¿Diría usted que se trata de un crimen pasional? —le pregunta el juez de paz.

—¿Se refiere a que si un marido celoso pudo haber matado a la pareja?

—A eso me refiero.

Rosalío comenta en tono despreocupado:

—Según el dueño de Los Alpes, la mujer era soltera, así que no hay marido celoso.

—Entonces lo haría su amante —replica el juez de paz.

—No lo creo —dice Villagrés—. Un trabajo como este no pudo hacerlo un hombre solo. Tuvo que necesitar la ayuda de otras personas.

—Pues una de dos, o los tipos querían vengarse, torturando a la pareja, o querían sacarles información —dice el juez de paz sin alzar la mirada del cuaderno en el que escribe.

—¿Por qué dice eso?

—Porque no da la impresión de que hayan tocado nada —aclara Elizardo—. Todo parece en su lugar. Mire eso. La mujer lleva una cadenita de oro al cuello con una cruz que bien podían haberse llevado y no lo hicieron.

—¿Alguien vio entrar o salir a alguna persona?

—No, que sepamos.

—¿Y la sirvienta?

—Hasta ahora no ha aparecido, si es que tal persona existe.

Elizardo tira con disimulo de la manga de Villagrés y le lleva hasta el vestíbulo donde Rosalío huronea los rincones como lo haría un basset de mirada triste y orejas caídas.

—¡Es el cachimbiro! —le susurra Elizardo, desmesurando la mirada.

—¿El que te golpeó con el maletín?

—Ese mero —corrobora Rosalío—. No tuvimos mucho tiempo para verle, porque el hijo de su madre echó a correr. Pero esa cara de eccehomo no se le despinta a nadie. Por eso venía aquella mañana al callejón, para verse con la traida.

—¿Y saben quién es?

—Hemos registrado sus ropas y no tiene identificación. En los bolsillos solo había un pañuelo blanco con guarda morada, una caja de pastillas de miel de brea, un paquete de cigarrillos y 438 pesos viejos.

El cadáver, a quien nadie le ha cerrado los ojos, tiene una expresión de amable misericordia con la cual parece decirle a Villagrés ego te absolvo a peccatis tuis.

—Pues a mí su cara me suena.

—¿Pudo ver lo que había en el maletín? —le pregunta de improviso Elizardo.

—Sí. Latas de comida china.

—Tal vez se las traía de regalo a la pechugona. ¿Y qué hizo con ellas?

—Se las llevé al comandante Landero y me ordenó tirarlas con todo y el maletín. Quise depositarlas en la morgue y no me las aceptaron. Así que se las llevó el basurero este lunes.

—¿Y abrió usted alguna de ellas?

—Sí, una.

—¿Y probó esa babosada?

—No se podía comer.

Villagrés ha venido sintiendo una progresiva incomodidad con las preguntas de Elizardo. Nunca le ha mentido a su compadre, pero ahora lo ha hecho a conciencia y con un aplomo del cual él mismo se asombra. Y sin sentirse mal por ello. Le ha llamado la atención, eso sí, lo fácil que resulta engañar al prójimo cuando se inspira confianza en él.

—Pues entonces no me lo explico —concluye Elizardo.

—Qué es lo que no se explica, compadre.

—Por qué echó a correr el cachimbiro, si el maletín solo tenía esa basura. ¿Qué es lo que temía de nosotros?

Villagrés no responde. Vuelve al cuarto donde yacen los cadáveres y sale al patio interior. Echa un vistazo al muro, a la enredadera. En la casa vecina, un grupo de albañiles ha emprendido la reparación de la casa donde se estrelló el avión.

El cachimbiro debía de estar metido en el tráfico de drogas heroicas, razona Villagrés, por eso huyó cuando Elizardo y Rosalío le dieron el alto. Pero esto es algo que ninguno de los dos sabe y por eso les parece raro que el tipo echara a correr. La pérdida del maletín debió de obligarle a rendir cuentas y esa fue sin duda la razón de que le escribieron el cuerpo a navajazos.

Una divagación incómoda hace nido, sin embargo, en su cerebro. Si los criminales habían hecho cantar al cachimbiro o a su amante, debían de saber ya que el maletín había ido a parar a manos de dos policías. Y no siendo delincuentes vulgares, no les costaría trabajo identificar a Elizardo y Rosalío.

—Hay periodistas afuera, ¿qué les digo?

Elizardo se ha asomado a la puerta del patio y desde allí espera la respuesta de su jefe.

—Todavía nada, compadre —le dice Villagrés—. Ahora les atiendo.

—También hay un señorón que quiere hablarle.

—¿Dijo quién era?

—Sí, el cónsul de Estados Unidos.

—Ahorita voy. Pero antes, dígale a Rosalío que vaya al registro y averigüe a quién pertenece esta casa. Porque de la pastelera no es. Y menos aún del cachimbiro. Aquí las viviendas son caras. Que le pregunte al dueño a quién se la alquila y que le enseñe el contrato. Y cuídense mucho los dos.

Elizardo dirige a Villagrés una mirada oblicua.

—¿Por qué me dice eso?

—Qué cosa.

—Lo de que nos cuidemos.

—Pues porque me temo que los tipos que mataron a esta pareja son gente muy peligrosa.

—No creo.

—Júreme, compadre, que andarán ojo al cristo y con cautela.

—Está bien.

—No, de veras compadre. Júremelo.

—De acuerdo, Bonifacio, se lo juro —dice Elizardo, frunciendo el ceño con extrañeza.