Seis

En opinión de Bruce McCallister, la mejor hora del día es la que sigue al almuerzo del sábado. Nada como sentarse en el patio de su residencia, rodeado de geranios y colas de quetzal, con una taza de café en una mano y el New York Times en la otra. El diario llega con una semana de retraso, pero, aún así, leerlo le envuelve en una nostalgia por su país que le conforta.

Este día, sin embargo, el New York Times yace sin abrir en la mesita auxiliar. McCallister está ocupado en un texto que no había tenido tiempo de leer. Se trata del informe del agente infiltrado por el BOI en el gang de Lucky Luciano y Meyer Lansky que venía anexo al último cablegrama llegado de Washington. Buen número de estos documentos se quedan sin descifrar, debido a su carácter suplementario o por carecer de interés. Pero este ha despertado la curiosidad de McCallister y a traducirlo ha dedicado la última media hora, sorbiendo café en el patio.

Como el cablegrama anticipaba, el texto reseña la reconstrucción de la charla que Pawel Grabowsky, de ascendencia polaca y chofer de Meyer Lansky, había escuchado en el automóvil cuando los dos gángsters regresaban del cementerio de Union Field, en Queens, Nueva York. Sin embargo, dada la extensión del cable, descifrarlo a tramos no le ha permitido a McCallister asimilarlo del modo que se hace con un texto cuando se lee de un tirón. De ahí que, pese a que sus facciones muestran ya la rigidez del estupor, tome de nuevo las cuartillas en sus manos y con deliberada lentitud vuelva a releer el documento.

BUREAU OF INVESTIGATION

WASHINGTON D. C.

Informe del agente Pawel Grabowsky

27 de septiembre de 1929

[Meyer Lansky se encontró la mañana de este día con Lucky Luciano en el cementerio judío de Union Field, donde había ido a visitar la tumba de Arnold Rothstein. A Rothstein, conocido en el hampa como The Brain, se le atribuye la paternidad del tráfico de narcóticos en nuestro país y fue asesinado en noviembre del pasado año por deudas contraídas en una mesa de juego. Lansky y Luciano hablaron unos minutos frente a la tumba de Rothstein. Luego se subieron al Studebaker que tengo asignado y, camino del restaurante Afragola, en Brooklyn, sostuvieron en el interior del vehículo la conversación que, sobre poco más o menos, se desarrolló de la manera que sigue].

LANSKY. No deberías andar solo. Hay una guerra, Charlie [Lansky se refiere al sangriento conflicto que libran las familias Maranzano y Masseria]. Podría sucederte algo peor que ese tu ojo a medio cerrar y esa cicatriz bajo el pómulo.

LUCIANO. Vine a visitar a Rothstein. Me ayuda a pensar. Arnold me enseñó todo lo que sé, desde cómo usar el tenedor y el cuchillo, hasta cómo anudarme la corbata o seducir a una mujer. Además, me cuidan los muchachos. ¿Todo bien?

LANSKY. Todo bien. El embarque llegó sin novedad de Cuba y no hubo dificultades. A excepción de los problemas de siempre. Cada día cuesta más dinero sobornar a guardacostas, policías, estibadores.

LUCIANO. Esto se acaba, Meyer, y no solo porque traer licor al país es cada día menos rentable.

LANSKY. Hemos hablado de eso otras veces, pero no tenemos otra opción a la vista. ¿O sí?

LUCIANO. Anoche cené con el senador Miles. El presidente Hoover está que trina. Según los datos de una investigación federal, la Prohibición es un desastre. Nunca ha habido en el país un consumo de licor tan elevado ni una corrupción tan monstruosa. Más de treinta mil médicos extienden recetas legales de bebidas alcohólicas a quienes no las necesitan. Treinta mil, oíste bien. Y más de ocho mil farmacéuticos les sirven de intermediarios. El número de detenciones se ha elevado a medio millón de personas desde que se promulgó la ley, va para diez años. ¿Y qué decir de los agentes de la Prohibición? Extorsiones, robos, falsificaciones de datos, tráfico ilícito, perjurio, son las acusaciones más frecuentes contra estos angelitos. El informe no se refiere a nosotros, que somos los menos, sino a burócratas, políticos, boticarios, jueces y doctores. Más de cuarenta mil personas han muerto por ingerir alcohol metílico y otras cien mil han quedado ciegas.

LANSKY. Nosotros no vendemos esa basura, Charlie. Somos hombres de negocios, no delincuentes.

LUCIANO. Qué importa. Otros lo hacen. Y los demás pagamos el pato. El documento dice que la Prohibición solo ha traído hipocresía, injusticia, corrupción y violencia. Y encima, el gobierno tiene que soportar casi a diario las manifestaciones de miles de personas que salen a la calle pidiendo cerveza. Pero lo que hace al presidente subirse por las paredes de la Casa Blanca son esos recipientes con jugos de frutas que llevan una etiqueta en la que se advierte que el contenido «no debe mezclarse con levadura y dos galones de agua y ponerlo a hervir porque con ello se obtendría una bebida alcohólica cuya fabricación está prohibida». Así que Hoover se ha propuesto liberar la venta de licor. Y sin la Prohibición, tú y yo, Masseria, Maranzano y los demás, terminaremos en la calle.

LANSKY. A Hoover le va a costar eso el bigote que no tiene. Demasiadas personas implicadas, demasiados intereses creados. Tendrá que vencer además, pues convencer le va a ser imposible, al puritanismo militante.

LUCIANO. Pero está decidido, te lo aseguro. Vienen a por nosotros, Meyer. Quieren rompernos la espalda. Escucha, uno está en los negocios para ganar dinero y divertirse. Si alguna de las dos cosas falla, los negocios pierden su encanto. Y al del licor le ha empezado a ocurrir eso. No se gana todo el dinero que se debería ganar. Masseria y Maranzano lo están bañando en sangre. Y para colmo, el gobierno quiere legalizarlo. Tenemos que salir de este negocio, tenemos que tirar otras líneas antes de que se vaya a pique.

LANSKY. ¿Eso fue lo que viniste a decirle a Rothstein?

LUCIANO. No te burles. Rothstein fue un visionario. Cuando todos nos lanzamos al negocio del licor, él optó por los narcóticos. Parecía una estupidez. Todo el mundo podía comprar cocaína, opio, morfina o heroína, sin necesidad de receta. Incluso se vendían por correo. La venta era libre y el consumo, bajo. Pero él pensaba de otro modo. ¿Qué es lo que desean los hombres?, me decía. Muy sencillo: paz de espíritu, ausencia de dolor, fuga del tedio vital. El licor ayuda, pero es mejor la morfina, agregaba con un guiño. Rothstein era un gran jugador. Sabía en qué momento debía apostar. Cuando empezaron las restricciones a los narcóticos, ya tenía hechos los contactos. Se movió con rapidez, compró grandes cantidades de morfina en Europa, donde la venta era libre, y en poco tiempo hizo una fortuna. Ese fue Arnold Rothstein. Un pionero, un innovador.

LANSKY. Sé por donde vas, Charlie, pero eso no va a resultar. La gente toma licor en abundancia, pero son pocos los que se sienten atraídos por los estupefacientes. Es un negocio pinche, de poco volumen. Habría que buscar proveedores, extender las redes de ventas, fomentar el consumo.

LUCIANO. Vamos a ver, Lansky, ¿en qué clase de negocio estamos tú y yo?

LANSKY. ¿Qué pregunta es esa, Charlie? En el del licor, cuál va a ser.

LUCIANO. No, querido. Nuestro negocio no es ese. Nuestro negocio, como diría Rothstein, son las obras de misericordia: consolar al triste, reanimar al abatido, mitigar las penas del prójimo. El licor fue bueno mientras duró, pero los narcóticos dejan más dinero. Tú dices que es un negocio pinche. Y es verdad. Pero eso va a cambiar. Del aumento de consumo de narcóticos se encargarán las leyes, no nosotros. La prueba está en el licor. La prohibición triplicó las ventas y el número de personas implicadas en el negocio.

LANSKY. ¿Y de dónde vamos a traer el producto?

LUCIANO. Estoy en eso. La mejor ruta, la más confiable, es la que viene de Turquía y Afganistán, vía Marsella. Pero, mientras nos organizamos, hay otra que quiero probar. Se les ha ocurrido a los chinos. Y a mí me parece interesante. En vez de traer la mercancía de Europa, ellos la traerían de Shanghai hasta Panamá y, desde allí, a Puerto Barrios, en Guatemala, vía el Golfo de Fonseca. Nosotros nos encargaríamos de transportarla a Nueva York. Los chinos se han instalado ya en Guatemala y he enviado allí a un hombre para que haga el contacto y nos traiga una muestra.

LANSKY. ¿Quién de ellos?

LUCIANO. Regonese. Estará aquí en pocos días. Para entonces podremos saber si esa ruta es más segura que la de Marsella. Y si, como parece cierto, se trata de un camino menos vigilado, la policía de Nueva York tardará tiempo en descubrir por dónde se le cuela el agua. Con franqueza, Meyer, presiento que este va a ser el tiempo de nuestras vidas. Podemos ser ricos, muy ricos. El dinero, el poder y la gloria son de quienes perciben el cambio antes de que la gente cambie. Y yo puedo intuir ese vuelco. Aunque el mercado sea hoy reducido, su potencial es enorme.

LANSKY. No me digas que Rothstein te dijo también eso.

LUCIANO. Este negocio puede llegar a ser más grande de lo que nadie imagina. Más que el licor, el juego o la prostitución. Más incluso que los negocios de los Morgan, los Rockefeller o los Vanderbilt.

LANSKY. Estás loco, Charlie, loco de remate.

LUCIANO. Una nueva era se avecina, Meyer. Y tú y yo vamos a ser sus comadronas.

LANSKY. No abuses de tu suerte, Lucky. La fortuna tiene el techo de cristal. Y nosotros también.

[Por el retrovisor pude ver que Meyer Lansky movía la cabeza con gesto preocupado. Hasta donde he podido observar, Luciano es un genio a la hora de organizar, planear y hacer negocios, pero siempre construye la horca antes de buscarle un sitio. Y eso pone a Lansky nervioso. De manera que, tras el último comentario de este, Luciano se quedó callado, mirando por la ventanilla del Studebaker y no volvió a abrir la boca. Poco después llegamos al restaurante Afragola, una discreta trattoria de Brooklyn. Los dos hombres se apearon del vehículo y entraron al lugar. Yo me quedé en el automóvil y no pude saber de qué hablaron durante las dos horas que permanecieron dentro].

McCallister enciende un chester y se ensimisma en el verdor y las flores. Si alguien le preguntara en este momento cómo esclarecer un asunto tan enrevesado como el que se trae entre manos no sabría por dónde empezar. El Departamento de Estado exigía pruebas para enjuiciar a Lansky y a Luciano antes de que llegaran a poner en marcha un negocio que debía ser «stopped dead in its tracks», como decía el informe del BOI, firmado por J. Edgar Hoover. Pero aunque la conversación entre ambos hombres era sin duda reveladora, ningún juez admitiría un testimonio elaborado por un agente del BOI. Sería la palabra de este contra las de Luciano y Lansky. Y el BOI y el gobierno harían el ridículo. Era necesario algo más concreto. Ahora bien, si el Departamento de Estado le vedaba revelar a las autoridades guatemaltecas la identidad de Regonese, para no espantar la caza, y no podía contar con la ayuda de Herlindo Solórzano y la policía local, ¿cómo rayos averiguar nada?