Cuatro
La capital se ha despertado sitiada por un raro fenómeno atmosférico. Desde los cerros al oriente del valle, un remolino de nubes ha descendido con celeridad hasta los barrancos que bordean la ciudad y, luego de una hora al acecho, ha salido de su escondrijo y ha ocupado calles y plazuelas. Su desplazamiento es rápido, se diría que fantasmal, y a su paso ha ido dejando una espesa bruma que empaña las farolas de la Sexta avenida, los vidrios de los automóviles y las vitrinas de las tiendas.
Max Bermejo se topa con el fenómeno a la salida del Hotel Continental, donde ha ido a entregar una jaula decorativa importada de Nueva Orleans en cuyo interior saltan y gorjean dos pericas australianas. Bermejo se detiene en la puerta y observa el despliegue de la nube rastrera que pasa ante el edificio. Es una mañana inverniza y de nublada belleza. Los transeúntes se ven agrisados y arrecidos por este inesperado vaho que trae olor a monte y a corteza de pino humedecida.
El exdinamitero se sube las solapas del chaquetón y, mientras aguarda a que el fenómeno ceda, piensa de nuevo en la imprudente visita de Reyes Feltzer. Si alguien le había seguido hasta La jaula de oro o si la conspiración fracasaba, él podía ser acusado de cómplice y llevado al paredón. ¿De dónde habrían sacado esos locos que él estuviese dispuesto a fabricarles otra bomba de relojería? ¿No había sido suficiente un fracaso como para querer meterse en dos?
Bermejo mira a lo alto y tiene la impresión de que la opalescente ventolera no tiene pinta de irse. Dispone entonces no esperar y caminar rápidamente hasta el Ford T que ha estacionado a unos pasos de la Sexta avenida. Lo hace con la vista baja, arrugando sus espesas cejas para protegerse de las microscópicas gotas de agua que la niebla trae suspendidas y sin imaginarse que el azar, siempre inestable, siempre enredador, ha comenzado desde hora temprana a tejer los hilos de su ceguera.
Antes de llegar al Ford, alza los ojos para situarse y, al hacerlo, casi se tropieza con un rostro estampado en la bruma matutina. A Bermejo se le corta la respiración. El cruce de miradas ha durado apenas un instante, pero por la memoria del exdinamitero han pasado, como una estrella fugaz, veinte años de resentimiento. Porque es él, está seguro: la misma cara, los mismos ojos, el mismo encanto que cuando era casi un niño. La tentación de comprobarlo es poderosa, pero Bermejo no se voltea. Siente aprensión, tal vez miedo, y se detiene con el alma entre los dientes junto al Ford, mientras escucha el zapateo de los tacones de Kwang Zhou sobre la acera.
El nombre le ha venido de repente, como viene a la memoria la estrofa de una canción. Y con el nombre le han llegado también la explosión, el pitido, los dolores en el pecho y, más que otra cosa, la expresión airada del muchachito, aquel chino blanco, aquella rareza entre los peones que trabajaban en el ferrocarril.
Venciendo sus temores, Bermejo da media vuelta y alcanza a ver que Kwan Zhou acaba de doblar la esquina de la Séptima avenida, en dirección Sur. Tal vez no le haya reconocido. Han pasado tantos años y su rostro quedó tan cambiado luego de la explosión. Y sin darse tiempo a pensar otra cosa, sale apresurado tras la faz que ha visto colgada en la niebla.
Cuando llega a la esquina, repara que el chino parece dirigirse hacia la parte baja de la ciudad. Bermejo respira aliviado. Kwang Zhou no caminaría tan tranquilo si hubiese descubierto que el asesino de su padre, como bramaba a voz en grito aquel fatídico día en Las Cruces, no murió por la explosión y ha seguido vivo estos años.
Bermejo acelera el paso y sigue a prudente distancia a Kwang Zhou hasta que este dobla en la Novena avenida y entra en la pensión Gardenia.
Dos horas más tarde, tiempo que Bermejo ha invertido en ir y venir de un lado a otro de la cuadra sin perder ojo a la puerta de la pensión, ve salir de nuevo a Kwang Zhou. Le sigue hasta La pipa, una tienda para fumadores, luego a la librería Cosmos, de la que el chino sale con algunas revistas, y más tarde a las oficinas de All American Cables, en la Sexta. Y cuando al cabo se cerciora de que, en efecto, Kwang Zhou se hospeda en la pensión Gardenia, regresa a La Jaula de Oro. Da la tarde libre a Baudilio, su empleado, y busca entre los papeles del escritorio la nota que le ha dejado Reyes Feltzer.
Marca un número de teléfono y pregunta:
—¿Hablo con Casio?
Una voz al otro lado de la línea responde:
—No. Aquí le habla Decio.
Bermejo ha decidido utilizar los apodos que los conspiradores del complot de enero se habían dado para reconocerse y que se correspondían con los de los senadores romanos que se confabularon para asesinar a Julio César. A Bermejo le parece esto un poco ridículo, pero no ha encontrado fórmula mejor para no mencionar su nombre.
—Dígale a Casio que acepto su oferta... Sí, cambié de opinión... Sí, sí, estoy de acuerdo... Solo necesito el material. Supongo que lo tienen, ¿no es así?... Bien, muy bien... Calculo que entre doce y quince... Sí, candelas, candelas. ¿Qué otra cosa puede ser? Y no vuelva a repetirlo... Del resto de los ingredientes, yo me encargo... Unos doscientos pesos, calculo... Pesos oro, sí. ¿Y qué esperaba?... Será rápido, no tenga pena... ¿Que cuánto tiempo? Unos dos o tres días, calculo, si me envían hoy el material... Esta noche... A partir de las siete... Les estaré esperando...