Nueve
Plenilunio en el golfo de Fonseca. Una tenue claridad pinta de estaño la superficie del agua. Ha dejado de llover. Las nubes corren a lo lejos y la espuma de la mar dibuja los contornos de los islotes que flotan en el corazón de la rada. Las olas emprenden larguísimas cabalgatas blancas que revientan en la arena y se retiran; azotan, furibundas, el manglar y se retiran; retumban en el ribazo y se retiran
Gabriel Quiroz dirige sus binoculares a la franja costera, los desplaza con medida lentitud y se detiene frente a la playa de El Tamarindo. Lo ha hecho docenas de veces esta noche con la ansiedad del guepardo que otea la sabana a la espera de un antílope. Asomado al corredor de una choza de palma situada en el bosque de Conchagua, al pie del volcán del mismo nombre, pareciera el torrero de un faro observando el paso de los navíos que surcan la mar tintada por el claro de luna.
El golfo es una entrada de agua recoleta y apacible donde belleza natural y miseria se han abrazado a lo largo de siglos. Su futuro como eje comercial y marítimo de la América Central fue desdeñado por la historia, pero hubo un tiempo en que los españoles pensaron utilizarla como terminal de enlace de mercancías y viajeros procedentes de Puerto Caballos, en la costa atlántica de Honduras. Suponían que la ruta del golfo era una vía más corta hacia el Perú que navegar hasta Panamá y cruzar por allí el istmo hacia la Mar del Sur. Pero la idea no prosperó y la vida de la ensenada se redujo desde entonces a la de unas cuantas aldeas de pescadores. Hoy, ese abrigo marinero de tres mil kilómetros cuadrados lo comparten tres países, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Y debido a su pobreza secular, ninguno de ellos se preocupa demasiado por vigilarlo, lo que explica la soledad de la bahía y la ausencia de tráfico de grandes navíos.
Gabriel Quiroz se sienta en una hamaca de henequén y se frota los párpados. Repello fuma sentado en el piso. El sicario extiende en silencio el brazo, pidiéndole los binoculares a su jefe. Luego se pone de pie y traza con ellos un arco visual sobre el golfo.
Quiroz está preocupado. Los mensajes que ha enviado a Panamá, explicando la fatal caída del Ryan, la pérdida del maletín y la devolución del dinero a Luciano, no han convencido al Qing Bang. Sus gerifaltes le han exigido que regrese. Quieren una explicación más precisa que la escueta de los cablegramas. Y él está obligado a ir y dársela, so pena de que a la vuelta de una esquina le claven en la espalda un cuchillo, no importando el lugar ni el país dónde se esconda. El brazo del Qing Bang es muy largo y llega siempre adonde se lo propone.
Con el mentón apoyado en las palmas de las manos, Quiroz suspira con fuerza. Fue justo en este lugar, a pocos kilómetros del puerto salvadoreño de La Unión, donde años atrás se le había ocurrido la idea de abrir una nueva ruta, inspirada en las de la seda, las especias, el armamento, la plata y el vino del Perú. El comercio siempre busca los caminos. Es como el agua de los arroyos que desciende del volcán: siempre encuentra por donde fluir y todo esfuerzo por detenerlo es estéril.
Dos años de carbonero en un barco de cabotaje le habían mostrado el camino desde Panamá hasta el golfo de Fonseca, una senda repleta de escondites y recovecos sin vigilar que había llegado a conocer como la calle de Salsipuedes, la más peligrosa del barrio chino panameño, donde había empezado su carrera con el cuchillo, asaltando amas de casa. Arrieros de confianza bien pagados cargarían la mercancía en los arrimos del volcán de Conchagua y la llevarían en mulas por las trochas de una antigua ruta de contrabandistas hasta Ahuachapán, en la frontera con Guatemala. Había más de veinte rutas antiguas y otros tantos pasos clandestinos que perforaban la frontera entre Guatemala y El Salvador, pero esta era la menos conocida y frecuentada.
En las inmediaciones de Ahuachapán, los arrieros cruzarían el río Paz, al otro lado del cual les esperaría un camión de doble piso. En la cavidad inferior, irían los fardos de narcóticos. En la superior, tanques de leche, cargas de leña, redes de mangos o atadijos de escobas. Desde Ahuachapán, la mercancía sería llevada a Zacapa, camuflada en sacos de café con el sello de algún ingenio local. Y un empleado del ferrocarril abriría de noche el vagón y miraría para otro lado mientras sacos de café normal eran reemplazados por otros de narcóticos en los cuales la palabra café no llevaba acento, a fin de que los estibadores del sindicato controlado por Luciano pudieran identificarlos en los muelles de Nueva York.
Quiroz inclina la cabeza sobre el pecho. Su situación no es la más feliz que recuerda, pero no puede por menos de admirarse de la rapidez con que ha llegado a una posición como la suya, luego de la infinidad de calamidades que habían acompañado a su familia. Y pensar en ello halaga su amor propio y realza la desmedida imagen que tiene de sí mismo.
Su padre había echado el ancla en Puntarenas, Costa Rica, el año de 1895, procedente de Swatow, en la provincia china de Guangdong, luego de un trágico viaje a través del Índico y el Atlántico. Debido a su reducida población, Costa Rica necesitaba mano de obra para levantar las cosechas y construir obras públicas y su gobierno había autorizado el ingreso de un número limitado de chinos.
El padre de Quiroz era una de las tantas víctimas de los chutsaitou, coyotes a la caza de jóvenes robustos y saludables a quienes atraían a algún prostíbulo o a alguna casa de té y, bajo los efectos del opio, les hacían firmar un contrato para trabajar seis años en la Gran Luzón, la mayor de las islas Filipinas. Una vez atrapados en sus redes, los jóvenes emigrantes eran enviados a las minas del Perú o a las plantaciones de caña en Cuba, donde les esperaban doce horas diarias de trabajo agotador, un camastro, una camisa, un pantalón de manta y la comida imprescindible para no morir de hambre. Su padre había caído en uno de aquellos garlitos con solo diecisiete años de edad. Y cuando despertó al día siguiente, se encontró con otro centenar de jóvenes en la pestilente y oscura bodega de un vapor, camino del cabo de Buena Esperanza.
En las costas de Madagascar, los expatriados se amotinaron. Querían obligar al capitán a que regresara a China. Durante el tumulto, veintitrés jóvenes murieron bajo las balas o se arrojaron al mar. Los demás continuaron el viaje encadenados y no volvieron a ver la luz del sol hasta que llegaron a Puntarenas.
A pie de barco, el padre de Quiroz fue etiquetado con el número 313, identidad con la cual sería comprado y vendido en los años por venir. Y de Puntarenas fue llevado a un campamento de Cartago para trabajar en el tramo del ferrocarril que se construía entre esa ciudad y el río Reventazón. Allí pasó cuatro años, colocando durmientes y clavando raíles bajo unas condiciones de trabajo infames. Varios compañeros de viaje se suicidaron, arrojándose al impetuoso río con la esperanza de resucitar en China. Otros escaparon a la selva como cimarrones, solo para encontrar allí la muerte.
Eran días en que, para todos los efectos, el esclavo asiático reemplazaba en las Américas al esclavo africano. Más de medio millón de orientales habían arribado ya a las playas del continente. Pero de todas las migraciones que durante siglos contribuyeron a repoblarlo, la más sacrificada y castigada sería sin duda la china, pues sus miembros encontraban graves dificultades para adaptarse y vivir en el seno de una cultura que les rechazaba. Así y todo, millones de ellos seguían huyendo de su país en busca de un mundo que, aún siendo con ellos injusto y desalmado, valoraban más que el propio.
Cuando la construcción del ferrocarril concluyó, el padre de Quiroz se quedó sin empleo. No tenía a dónde ir. Carecía de recursos para regresar a China y las autoridades de Costa Rica prolongaban indefinidamente su solicitud de residencia. No sabían qué hacer con los chinos importados, y expulsarlos hubiera provocado incidentes que no deseaban. Una viuda le dio asilo y afecto, lo que no fue cosa difícil, presumía el padre de Quiroz, pues siempre había sido un hombre ante el cual las mujeres se hacían un ocho.
Cierto día, corrió en Costa Rica la noticia de que Estados Unidos se disponía a reiniciar la construcción del canal de Panamá, abandonado por los franceses. Y a Panamá se trasladó la familia de Kwang Zhou con la esperanza de encontrar allí mejor vida.
No la hallaron. La penuria les siguió acompañando como una siniestra sombra hasta julio de 1912. Atendiendo una solicitud de la United Fruit Co. de Guatemala, la Compañía del Canal de Panamá le vendió a aquella los contratos de 1,339 empleados, todos chinos, los cuales ya no necesitaba pues la construcción del canal tocaba a su fin. Y una vez más, la familia de Kwang Zhou se vio embarcada en un desgraciado viaje, en el cual fallecieron su madre y la menor de sus hermanas. Las dos mayores se habían quedado en Panamá como sirvientas y Kwang Zhou, con solo quince años, terminó recabando con su padre en las bananeras de Tiquisate.
Algunos meses después, los contratos de padre e hijo fueron vendidos a la International Railroads of Central America. La IRCA necesitaba personal especializado para abrir el tramo de ferrocarril entre Las Cruces y Ayutla, el cual unía Guatemala con la frontera de México. Y por un tiempo, el joven Kwang Zhou pensó que había encontrado un destino mejor.
Pero el azar guardaba para él otros planes. Un año después, una explosión mal calculada por el dinamitero de la empresa, un hombre llamado Max Bermejo, ocasionaba la muerte del padre de Kwang Zhou. Ocurrió un día de lluvia, en un tortuoso tramo de la línea. Y en esa trágica fecha, Kwang Zhou se juró que no quemaría su vida entre racimos de bananos y vías de ferrocarril. No estaba dispuesto a soportar más maltratos ni a aceptar humillaciones con la cabeza gacha. Así que, pocos días después, dejaba en su camastro el contrato de trabajo envuelto en sus heces fecales y, tras explosionar un cartucho de dinamita en el barracón donde dormía Max Bermejo, huyó del campamento ferroviario.
El oleaje es un cósmico reloj hecho de retumbos y pausas. Se rompe con estruendo en el manglar y vuelve. Revienta en el Tamarindo y se aleja. Se desparrama en la arena y retorna. La espera se vuelve un tedio insoportable. Son las tres de la madrugada y Quiroz lleva aquí desde el anochecer.
En eso, su mirada de halcón divisa un punto sobre las aguas. Se levanta de la hamaca, le arrebata los prismáticos a Repello y los vuelve hacia el Oeste. Allí descubre un pequeño vapor que se adentra sin luces en el golfo de Fonseca.
Instantes después, varios destellos emergen de la proa. Quiroz suelta los prismáticos y echa mano de una potente linterna con la que devuelve el saludo. De la sombra surgen nuevas señales.
—Ya están ahí. Bajemos a la orilla —le dice a Repello.
Descienden por una estrecha vereda abierta entre matorrales y árboles y, a la lengua del agua, Quiroz da las últimas instrucciones al esbirro.
—Regreso en los primeros días de noviembre.
—Sí, jefe.
—Sigan buscando al policía del maletín. En alguna parte ha de estar. Arreglaremos cuentas con él a mi regreso. ¿Estamos?
—Estamos, jefe.
Una lancha de remos se ha acercado a tierra y chapotea a la orilla del manglar. Quiroz se sube a la barquilla de un salto y los remeros ponen rápidamente rumbo hacia el vapor que espera a corta distancia bajo la mate claridad del plenilunio.