Uno

Extracto de Missions abroad (Memorias de Bruce McCallister), Hellespont Books. Dallas, 1962

«...No es fácil ser diplomático. La gente y la opinión nos denosta con el mismo vigor que nos exalta, nos llaman expertos en el arte de hablar sin decir nada o se nos equipara a los cangrejos, que cuando vienen, parece que van, y cuando van, parece que vienen. Extraños a una cultura y a un país de los que somos huéspedes temporales, los funcionarios del servicio exterior solemos vivir inmersos en una constante esquizofrenia, si se entiende por tal la incómoda disociación entre lo que uno normalmente piensa, dice y hace, y lo que está obligado a pensar, decir y hacer. A fin de cuentas, la diplomacia es el oficio de la ocultación y el disimulo, de los modos y las formas, del guante blanco y los pies de plomo.

»Estas y otras limitaciones del oficio suelen concurrir a la hora de entablar relaciones personales en el país al cual se nos destina. Buen número de ellas son efímeras y superficiales, si bien necesarias por razones obvias, y no negaré que uno está obligado a frecuentarlas más que otras con personas por las cuales uno siente genuino afecto. No obstante, hay algunas que devienen tan entrañables que no solo infligen un emotivo desgarrón a la hora de abandonar nuestra provisional latitud, sino que, con la distancia y los años, se tornan parte de nuestro personal catálogo de nostalgias.

»Tal fue el caso de un amigo, cuyo nombre no considero prudente mencionar, pero con cuya amistad me honré durante los años que viví en Guatemala. Este hombre, a quien no puedo evocar sin profunda admiración y simpatía, hizo cambiar mi percepción del país, de sus gentes y de la propia condición humana, merced a la devastadora y trágica experiencia que casualmente viví junto a él.

»Era noviembre de 1929 y Arthur Geissler seguía siendo el ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Guatemala. Llevaba allí siete años y yo le había sustituido varias veces como Encargado de Negocios. De facciones angulosas y toscas, Arthur era también banquero, asegurador y masón. Había nacido en Alemania y, no siendo diplomático de carrera, le atraía más la soda del juego político que trabajos más prosaicos o exigentes. De ahí que, en cuanto supo que se había producido la erupción del Santa María, me ordenó desplazarme a San Felipe, pueblecito cercano al volcán, a fin de determinar cuáles eran las necesidades más inmediatas de la población afectada, así como los daños sufridos por las familias americanas que vivían en la zona del desastre. Estar en primera línea de la ayuda humanitaria ha sido siempre piedra de toque en nuestra política exterior. El único problema, y el más grave, era transportar esa ayuda con el apremio que se requería.

»Partí hacia San Felipe la madrugada del lunes 4 acompañado por Isauro López, mi chofer. El viaje fue largo y complicado debido al mal estado de las carreteras, razón por la que no llegamos al lugar si no hasta pasado el mediodía.

»Sitiado por una polvareda fantasmal, el pueblo era la viva réplica del Éxodo. La gente huía del lugar con sus bártulos a cuestas, en mulas o en carretas de bueyes. Tres ríos de fuego descendían de las cumbres y los vecinos temían que alguno de aquellos torrentes, de unos tres kilómetros de largo por metro y medio de alto, sobre los cuales flotaban decenas de cuerpos ennegrecidos, se desviara hacia San Felipe y arrasara la población.

»A poco de llegar empezó a llover. Un temporal de última hora procedente del Pacífico azotaba la Costa Sur de Guatemala. A los truenos que salían de la Tierra, respondían los que bajaban del Cielo. El viento apresuraba la lluvia y lo zarandeaba todo con fuerza brutal. Más de una techumbre vi volar arrancada de cuajo por las ráfagas. Traqueteaban las puertas, chirriaban las láminas de zinc, silbaban, sobrecogedores, los cables de energía eléctrica. La tempestad se había situado justo encima de nosotros y la ceniza que caía del volcán se había vuelto una pomada grisácea y nauseabunda que abrasaba la piel.

»Uno de los fugitivos de la caótica procesión me contó que, de El Palmar, la aldea más afectada por ser la más próxima al cráter, estaban siendo trasladados numerosos heridos a Los Encuentros, estación recién construida del nuevo Ferrocarril de Los Altos. Dos doctores de apellidos Amado y Bernard atendían allí a los afectados, pero su esfuerzo era insuficiente. Había, además, familias atrapadas en la isla de tierra que flanqueaban los ríos Nimá y Tambor, imposibles de cruzar debido a los constantes flujos de lodo y a la elevadísima temperatura de sus aguas.

»En San Felipe faltaba de todo, pues, si bien estaban en camino, los auxilios del gobierno y la Cruz Roja no habían llegado aún. Cincuenta zapadores del Ejército desenterraban muertos dos kilómetros más arriba en medio de un calor asfixiante y faltaban toda clase de auxilios: cobijas, agua, alimentos, medicinas, tiendas de campaña.

»Protegidos por enormes hojas de banano, iniciamos con Isauro el ascenso a los pueblos más próximos a la catástrofe. Apenas habíamos caminado una milla, cuando encontramos un pequeño beneficio de café. La gente se arremolinaba a la entrada y buen número de campesinos depositaba allí a los heridos que habían logrado rescatar de la lava.

»El almacén del beneficio se componía de dos partes: una, cubierta con techo de palma, y otra, más moderna, protegida por lámina acanalada. La primera, que era donde aparentemente se guardaba el café en grano, estaba destruida. El volcán escupía enormes proyectiles de fuego que penetraban en los frágiles techos de los ranchos y los calcinaba en minutos. Uno de ellos había caído sobre la techumbre y lo había convertido en un solar de bultos carbonizados. El segundo no tenía daño alguno y su dueño, que era doctor, la había habilitado como hospital de urgencia.

»A mi edad —tengo ya setenta y tres años, el trayecto de mi vida se ha cumplido y mis pasiones se han agotado—, no puedo hacerme ilusiones sobre la naturaleza humana. He vivido lo suficiente como para saber que el hombre no tiene compostura. Pero guardo una admiración sin límites por esa minoría anónima, callada y heroica, que se sacrifica por los demás sin alardes ni ánimo de lucro, y de la que con honores forma parte aquel doctor cuya figura plena de dignidad y espíritu de sacrificio veo todavía hoy alzarse entre el marasmo, los gritos de dolor y el sufrimiento de las personas tendidas en el piso del almacén.

»El lugar era una carnicería. O quizá fuera mejor decir un leprocomio. La arena y la ceniza habían quemado las piernas y los brazos de los heridos, y quienes con peor fortuna habían sido impactados en la cara tenían los rostros desfigurados y con expresiones semejantes a las de esos horribles retratos que pinta hoy Francis Bacon. Muchos padecían problemas respiratorios. Tosían sin cesar, arrojaban oscuros esputos o tenían los ojos hinchados. Pero también pude ver cuerpos intactos, asfixiados por los gases venenosos, con un semblante tan natural que parecían dormir.

»Caminé por entre aquella humanidad doliente tirada en el suelo y me acerqué al doctor para ofrecerle nuestra ayuda. Sorprendido por mi presencia, me agradeció con efusión mi ofrecimiento. Necesitaba de todo, me dijo, pues solo podía enfriar las quemaduras y pedir a la gente que no se las tocaran hasta tanto llegase la ayuda prometida. Atendía a los heridos con las únicas medicinas que tenía a mano, agua y miel, las cuales extendía sobre las heridas para evitar infecciones que podrían elevar el número de muertos.

»Yo no sabía qué hacer. Las comunicaciones con la capital estaban cortadas y solo podía ofrecerle al doctor mis brazos, mi buena voluntad y el vehículo en el que Isauro y yo habíamos viajado a San Felipe.

»Cuando se lo dije, el doctor vio abiertas las puertas del Cielo. Un vehículo era todo lo que necesitaba para evacuar heridos. Y de inmediato, pusimos manos a la obra.

»Por espacio de cinco horas, Rosauro estuvo transportando heridos a Retalhuleu, población cercana dotada con un pequeño hospital que pronto se saturó. Entretanto, en la pequeña bodega de café, el espacio disponible se iba haciendo cada vez más escaso. El número de heridos continuaba creciendo y yo di en discurrir hasta cuándo podría soportar el doctor tanto trabajo. Tres personas le asistían, pero llevaba veinticuatro horas de pie y eso se notaba en su gesto y su presencia. Tenía los ojos irritados, la camisa emporcada de ceniza y sangre, extensas ojeras y el cabello terroso y desgreñado.

»Para todo hay un límite, excuso decir. Y cuando al cabo el doctor vio que sus esfuerzos no se correspondían con los resultados, tomó su maletín de primeros auxilios, me hizo un aparte y me dijo que no podía continuar así. Tenía más de cien heridos que necesitaban calmantes, vendas, desinfectantes y algodón hidrófilo, además de comida y otros recursos que yo no hubiera podido imaginar como, por ejemplo, orinales. Muchas de aquellas personas iban a morir si no recibían ayuda en las próximas horas, ayuda que era difícil que llegara pronto dado el estado de las carreteras y la fuerza del temporal.

»Esto dicho, el doctor abrió su maletín.

»—Tengo aquí —me confesó en voz baja— el equivalente a cinco mil dólares. Los traía conmigo para anticipárselos a mis proveedores y ayudarles en el corte de café. Me quedo con esta pequeña suma para pagar a mis empleados. Quiero que tome el resto. Vaya a Quezaltenango, a Retalhuleu, a Mazatenango, y compre lo que le he dicho. En las cantidades que encuentre. Vacíe las farmacias, si es necesario. Busque maíz, arroz, frijol, harina de trigo. Alquile un camión donde pueda y envíelo en cuanto le sea posible. ¿Su chofer es de confianza?

»—Sí —le dije.

»—Mejor todavía. Así pueden dividirse el trabajo y enviar auxilios por separado con lo primero que encuentren. Confío en usted —me dijo con una sonrisa triste.

»Durante toda esa tarde y buena parte de la noche, y con la ayuda de numerosos vecinos, Isauro y yo tocamos a las puertas de toda clase de proveedores de alimentos, ropa y medicinas. Y con más voluntad que eficacia, pienso ahora, los fuimos transportando al improvisado hospital.

»La madrugada nos sorprendió allí con las últimas provisiones que pudimos adquirir. Y cuando llegó el nuevo día, el lugar era por suerte otra cosa. Había dejado de llover y los heridos estaban en condiciones más dignas y saludables.

»El espectáculo me pareció conmovedor. Y el no haber permanecido al margen ante el sufrimiento humano me hizo feliz, a pesar del esfuerzo y la fatiga. No podíamos hacer más. El ataque de la naturaleza era devastador. Según se supo una semana más tarde, el volcán había sepultado más de dos mil seres humanos y desplazado otros cuatro mil, entre evacuados y heridos.

»Recuerdo que en algún momento de la noche, en espera de que los voluntarios del doctor descargaran los auxilios, le sugerí descansar. Él se volvió hacia mí y, con el semblante alterado por la emoción, me dijo:

»—Esta es mi tierra y estas son mis gentes, señor cónsul. A ellas me debo. No puedo dejar de atenderlas.

»Todos nos intoxicamos, nos obsesionamos, nos engreímos o nos humillamos a causa del dinero. Es muy difícil lidiar con su carencia o abundancia, bien lo sé. Pero aunque es cierto que puede incitar nuestros actos más vergonzosos, también es capaz de engendrar nuestros sentimientos más nobles. Y eso es a la postre lo que nos redime.

»¿Qué pasó aquella noche por la mente del doctor? No lo sabría decir. Pero desde entonces lo he tenido por un hombre entre los hombres. Llevado por el dolor y la misericordia, entregó a sus semejantes cuanto tenía sin esperar nada a cambio y se convirtió para mí en un genuino médico de cuerpos y almas, uno de esos seres que le permiten recobrar a uno, siquiera por una noche, la fe en la humanidad».