Diez

Bonifacio Villagrés tiene los ojos como el dos de oros. A su lado, tabaleando los labios, Casilda resopla perdida en el sueño de los justos. En el cuarto de al lado, uno de los niños ronca con la boca abierta. A la vuelta de la esquina, una marimba de tres arrulla a una novia. Sobre su cabeza, en el tapanco, hay un maletín que guarda veinte mil sueños de opio. Y si a todo eso se suma el recuerdo de Elvira Castillejos, la muchachita de la que Tintán Tentón le había hablado, el inspector tiene motivos de sobra para tener encoladas las pestañas con las cejas.

Elvira Castillejos había resultado ser una adolescente desinhibida y de discurso atropellado, de esas que no parecen meditar sus respuestas. Toda ella gestos y tics, no había dejado de hacerse efímeros tirabuzones con los dedos ni de echar de vez en cuando la cabeza hacia atrás en un gesto de majeza.

De ojos vivaces y negros como cuentas de azabache, la Castillejos poseía un magnetismo arrobador. Y al final de cada escorzo, se quedaba mirando a Villagrés como si lo retara a dar el primer paso o le dijera estoy dispuesta, todo lo que tiene que hacer es alargar la mano.

El inspector es fiel a Casilda y tiene la convicción de que mujer de todos es mujer de nadie, pero la muchachita era tentadora como el flan de huevo y conocía las artes de la seducción mejor que Jezabel, la mujer más vituperada de las Escrituras. De ahí que, mientras la escuchaba, no hubiese dejado de pensar cómo una criatura así, sin más experiencia que haber aprendido a despertar el deseo de los hombres, podía traer de coronilla a personas de pie tan bien sentado como las que integraban la clientela de Entre jazmines.

Villagrés se había presentado ese día en la dirección proporcionada por Tintán Tentón, una casa modesta del Callejón de la Soledad, frente a un lavadero público, con la excusa de revisar la cartilla de profilaxia venérea que se extendía a las mujeres de vida airada. La muchacha no la tenía y Villagrés le apercibió a la Castillejos que la prostitución clandestina era un grave delito —tres meses como mínimo en el bote— y que tenía que acompañarle a la Primera Demarcación. Ella había aducido que un inspector del Servicio de Investigación no tenía autoridad para detenerla, pues aquel era un asunto de la Policía Nacional de Sanidad.

—La sanitaria depende de nosotros y bastará una orden mía para que te lleven al botellón. Pero si es así como lo quieres, así se hará —le había dicho Villagrés, saliéndose de la vivienda y emprendiendo el camino de regreso a la Dirección General de Policía.

La Castillejos le había perseguido varias cuadras, ora con reclamos, ora con súplicas, alegando que le estaba quitando el pan a ella, a su madre y a sus dos hermanos pequeños. Pero Villagrés no se había dignado siquiera mirarla. Tenía a la muchachita por la nariz y solo necesitaba tirar de ella.

El lloriqueo, a todas luces falso, pues Villagrés sabía que la piruja no lloraba lágrimas de verdad, sino bilis fingida por un ojo y agüita de calahuala por el otro, se había prolongado hasta la Plazuela de San Sebastián, espacio remetido en una esquina de la Sexta avenida, rodeado por un murete de calicanto y sombreado por gravileas. Allí la Castillejos había echado mano a un brazo de Villagrés y plantándose ceñuda ante él le había dicho con el mayor descaro:

—Vea, señor policía. Yo no soy ninguna salve para andarle gimiendo y llorando. Así que dígame qué es lo que busca y no se ande con más vueltas. ¿Qué quiere a cambio de la cartilla? ¿Jugar conmigo un ratito?

La muchacha parecía finalmente estar dispuesta a transar, así que Villagrés, dejándose de hacerse el policía irreductible y severo, contestó:

—No quiero jugar contigo ni siquiera el tiempo en que te persignas. Pero me olvidaré del asunto de la cartilla sanitaria si me contestas unas preguntas.

—¿Preguntas sobre qué?

—Sobre un tipo que casi te despacha al otro barrio.

—No sé de qué me habla.

—Sí lo sabes —le espetó Villagrés, más con gesto de padre que de agente de la ley y el orden.

En tono empalagoso y ñoño, más cerca del «vení acá» que del «déjeme tranquila», Elvira Castillejos le había contestado:

—Uy, pero que vidrio es usted. Con lo buena gente que me pareció el día que le conocí.

—¿Y de cuándo nos conocemos tú y yo, dulzura?

—Del día que llegó a Entre jazmines, cuando unos muchachitos se encerraron en el comedor de madame Dorothée.

—¿Tú eras una de las que estaban con ella?

—Sí, mi corazón.

—Yo no soy tu corazón. Yo solo quiero que me digas quién fue y dónde vive el tipo que casi te asesina.

—¿Quién le dijo?

—Eso no importa. Háblame de él y dime qué sucedió.

Villagrés se había sentado en una banca de la placita y la adolescente, haciendo lo propio, le había pegado el muslo derecho, lo que provocó en el inspector una descarga de mil voltios, descarga que revive ahora olvidando por un momento los resoplos de Casilda, los ruidos nocturnos de los niños, los arrullos de la marimba y los veinte mil sueños de opio. Y es que, pese a ser hija del pueblo, la Castillejos tenía una sensualidad natural, delicados ademanes y unas manos muy pequeñas que movía con el gracejo de una dama, artes seguramente aprendidos de su mentora, madame Dorothée.

—No sé mucho, la verdad. Se lo juro. Era un tipo un poco raro. Casi no hablaba. Guapo, sí era. Chulísimo. Un mango de Manila, mire usted. No me explico cómo pedía mujeres a madame, pudiendo tenerlas gratis. Pero sí, era rarito.

—Explícame qué es eso de rarito.

—¿Sabe cómo hacía para venirse? —le había preguntado ella con sonrisa libidinosa.

Villagrés no pudo siquiera contestar, pues, de pronto, la saliva se le volvió mayonesa.

—Se sentaba en una mecedora de mimbre. Yo me ponía encima y me manoseaba un rato. Y ya que estábamos calientes y desnudos, me llevaba a la cama, me agarraba por el cuello y me estrujaba la garganta hasta verme enrojecida, lo justo para no morir asfixiada. Ni siquiera me penetraba porque no utilizaba el pipiriche. El tipo se venía cuando yo empezaba a patalear. Y hasta que no le venían los temblores, no me soltaba. Daba miedo, mire usted. De veras. Yo le aguanté por un tiempo porque pagaba bien, porque trabajar con madame Dorothée me convenía y porque, creo, se había enamorado de mí. Hasta el día que vi de cerca a la Huesuda.

—El día que se pasó de la raya.

—Solo sé decirle que esa noche, cuando me puso los dedos en el cuello fue horrible. Sentí una especie de calambre en toda mi corporidad, como si hubiese metido los dedos en un enchufe. Le zampé al desgraciado una patada en la bolsa de los nances y el pájaro se le bajó. Y eso le puso como la gran flauta. Me dio una paliza tan grande que no sé cómo estoy viva. Hasta echó mano de una daga. Creí que me iba a matar.

—Y desde entonces no has vuelto a Entre jazmines.

—La doña me ha enviado recados, pero yo ahí no vuelvo. Siempre me pone gente alrevesada. Tipos raros que quieren que yo les humille o que les eche gotas de cera derretida en las nalgas. O que, para excitarse, necesitan vestirse con mi ropa interior. O ponerse pañales. Extranjeros que buscan experiencias morbosas. Gente así. Vaya por ahí, la señora. Prefiero aplanar calles que volver a ese lugar.

—¿Sabes si madame Dorothée conocía al fulano?

—¿Y no le digo que solo llegaba el chofer, un tipo a quien llaman Repello?

—Dijiste extranjeros raros. ¿Hubo alguno en especial que te llamara la atención?

—El que me tocó la noche en que llegaron los niñatos aquellos a la casa de la doña. Era un tipo mero extraño. Gringo, me parece, aunque chapurreaba un idioma que se parecía al español y así pude entenderle algunas cosas.

—¿Y qué tenía de raro?

—Me pidió que le atara.

—¿De veras?

—Como lo oye. Y ya que lo tengo atado viene y me dice que le zurre la badana.

—No entiendo.

—Sí, sí, que usara su cinturón y que le diera de cinchazos.

—¿Dónde?

—En las nalgas y en los muslos.

—Ah la gran puerca.

—Qué gusto le sacan los hombres a estas cosas, nunca lo podré entender, pero yo hice lo que me pedía. Así que le até y le di unos sus buenos riendazos. Por último, se excitó. Me costó un mundo, no crea, a pesar de que a mí los hombres se me dan muy bien. No más me ven en paños menores se ponen como una moto de esas que...

—Ahórrate los detalles, Elvirita

—El caso fue que solo así me pudo valvulear una vez como es debido y otra a medias. A propósito, usted lo vio.

—Yo no vi esa cochinada.

—Digo que usted vio al julano.

—¿Cuándo?

—Cuando apareció esa mañana en el salón. Él ya se había bañado y vestido. Llevaba muy buena ropa y un sombrero de esos caros que les dicen fedoras.

—¿De qué color?

—No me acuerdo. Me dijo que tenía que tomar un avión temprano y que andaba con prisa. Al verles a ustedes, se contuvo. Como que le dio miedo. El tiempo pasaba. Y como los muchachitos no salían del comedor y ustedes no se iban, dispuso arriesgarse y escapar por la única puerta que daba a la calle. Tomó el maletín y probó a cruzar el salón, tapándose la cara con el sombrero. Fue entonces que usted le gritó.

Por la memoria de Villagrés pasó entonces la visión fugaz de un tipo saliendo de detrás del cortinaje episcopal y recordó haber ordenado: «¡Elizardo, detenga a ese hombre! ¡Que nadie salga de aquí!». Evocó luego el rostro de madame Dorothée, suplicándole que dejara marchar a su cliente, así como haber permitido al extraño abandonar el burdel, creyendo que era un ricachón. Pero se trataba de Regonese, sin duda. Eran como las siete y media de la mañana y tenía el tiempo justo para llegar a La Aurora en el automóvil cuyo chofer dormitaba cuando Elizardo, Rosalío y él llegaron a Entre jazmines.

—¿Tenía alguna señal en el cuerpo, alguna cicatriz?

Entreabriendo la boca y colgando un dedo de ella, la Castillejos había contestado:

—Sí, tenía un tatuaje en un brazo con un corazón y dos nombres. No me pregunte cuáles eran porque no me fijé.

—Yo tampoco recuerdo el maletín —miente Villagrés—. ¿Era metálico o de piel?

—De metal. Lo metió bajo la cama del cuarto y no lo sacó de allí hasta que se fue.

—Vi un carro estacionado a la puerta. ¿Era de él?

—No. Era del hijo de la retostada que casi me asfixia.

—Quiere decir que se conocían.

—¿Quiénes?

—Pues el tipo que te quiso asfixiar y el extranjero que se acostó contigo.

—Yo digo que sí. Siempre que quería estar conmigo, me mandaba el auto con el chofer, el tal Repello. Le hacía el servicio y me regresaba a Entre jazmines.

—¿Sabes cómo se llamaba?

—La mayoría de los hombres usan nombres de guerra cuando están con nosotras. Ninguno usa el verdadero. Pero este ni siquiera el de guerra me dijo.

—¿Era un celeste?

—¿Cómo así?

—Un chino o medio chino.

—No era chino, era un hombre muy guapo, le digo. Puro artista de cine, mire usted.

—¿Tenía acento?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Pero sí sabrás donde vive.

—Eso no se lo voy a decir. Si el julano llegara a saber que le he dado su dirección a la Policía, me manda a enfriar. Yo no le hago ascos a nadie, pero a ese tipo sí. Ya me dejó medio sinistrada una vez y no me apetece nada, pero nadita de nada, que vuelva a hacerlo.

—Nosotros te podemos proteger.

—No me haga usted reír que tengo el labio partío.

—Te garantizo que nadie va a tocarte un pelo. Cuentas con la Policía y la justicia.

—Lo mismo es Chana que Juana.

—Sabes que te puedo obligar.

—Usted no puede obligarme a nada. Además, ya le he dicho suficiente. Júreme ahora que no me va a denunciar con los de la sanitaria.

Villagrés se considera un hombre que se lleva bien con todo el mundo, excepto con los estúpidos y los malvados. Y Elvirita Castillejos no era ninguna de las dos cosas. Algo le había revelado, además, que redondeaba sus sospechas. En el Ryan iba un quinto pasajero y en la ciudad andaba suelto un asesino dedicado al tráfico de drogas heroicas que rompía a sus víctimas el cuello.

—Yo no juro, muchachita, pero soy hombre de palabra. No te denunciaré a la sanitaria, pero necesito esa dirección. Dámela y te prometo que mañana tienes la cartilla con tu nombre, sellada y firmada. Y sin que te cueste un centavo.

—Usted lo que quiere es dictar mi sentencia de muerte.

—Déjate de embelequeras y responde.

—Es que aunque yo le dijera donde vive, lo más seguro es que ya no esté ahí. Se cambiaba de casa a cada poco. O se hospedaba en un hotel por un tiempo y enseguida se iba a otro.

—Tú dame la dirección y déjate de cuentos.

Elvira Castillejos finalmente había cedido, no sin gimoteos y mohines, y le había dado las señas de una casa en el cantón Jocotenango.

—Fíjese lo que me ha prometido —había exigido después—. La cartilla, mañana sin falta, ¿eh?

—Lo prometo. Pero antes quisiera pedirte algo. Si vuelves a ver a ese fulano, quiero que me lo digas enseguida.

—Eso asegún.

—¿Cómo que asegún?

—Asegún la paga, jefe.

—¿Te parecen quince pesos?

—Me parecen.

Y sin decir amén ni ora pro nobis, la Castillejos se había alejado en busca del Callejón de la Soledad, pavoneándose con donaire y erguida como la garza que, elegante y jactanciosa, camina sobre las aguas del estero.