Seis

Luego de observar alelado el vuelo de dos moscas que despegan y aterrizan una y otra vez en el piso, Bonifacio Villagrés concluye que los inventores del aeroplano no debieron de inspirarse en tan desmañado modo de volar. Tienen que haber sido las libélulas de cuatro alas, más gráciles y tranquilas. Las moscas además son estúpidas. A una de las que tiene en la mira no se le ha ocurrido otra cosa que abandonar el aeródromo e irse a aporrear la cabeza contra el cristal de la ventana de la sala de visitas.

Eso dice cuando menos la tabla clavada encima de la puerta, sala de visitas, aunque el cuarto no sea más grande que una celda común de la Penitenciaría, el tosco edificio que se alza a las afueras de la ciudad. La sala está dedicada a presos especiales y condenados a muerte y Villagrés ha consumido en ella los últimos quince minutos de su vida, observando los rizos de esas dos moscas mastuerzas y sofocado por un intenso olor a cal y creolina.

Algo compensa la espera. Y es que, pese a hallarse en el interior de una cárcel, Villagrés experimenta una rara sensación de libertad. Nunca hizo suyo el dicho según el cual el dinero resuelve tantos problemas como los que crea, quizás porque no lo tenía. Pensaba que solo eran hipocresías de gente de fustán con picos. Pero estaban en lo cierto. El dinero tienta a ricos y pobres por igual, sea que les mueva la necesidad o la codicia. Y cuando una u otra son satisfechas, la sensación de alivio es impagable, en especial si lo respalda un maletín que vale una fortuna.

La puerta de la sala de visitas se abre de golpe y bajo el dintel aparece un chino seguido por un policía de prisiones.

Villagrés hace un rápido examen al preso. Tiene veintitantos años, mediana estatura, ojos expresivos, se cubre la cabeza con una especie de bonete y exhibe una sonrisa majadera. El guardia le indica una silla, pero no le quita las esposas.

—Tiene quince minutos —le advierte a Villagrés.

El chino se sienta frente al inspector y este empuja suavemente hacia el reo un cartón de Delicados que ha sacado del morral.

—Soy el inspector Villagrés, del Servicio de Investigación.

—Mucho gusto —dice el otro.

—Entiendo que en agosto del año pasado asesinaste a tu pariente Antonio Chang en una mesa de juego.

Francisco Wong no responde. Está ocupado en abrir el cartón de Delicados y en tratar de encender un cigarrillo.

—También entiendo que te queda un mes de vida.

—No hago cuentas de eso —responde el chino, acentuando su boba sonrisa y expulsando humo por la nariz.

—¿Has hecho tu testamento?

—Estoy soltero y en quiebra. ¿Qué clase de testamento quiere que haga?

—Alguna familia tendrás.

—Bueno, sí. Una hermana.

—¿Casada?

—No. Es madre soltera. Tiene dos hijos.

—¿Te gustaría dejarles alguna ayuda a tus sobrinos y a ella?

—¿Y de dónde telas, si no hay arañas?

—Digamos que les dejas doscientos pesos.

—¿Pesos oro o pesos billete?

—Pesos oro, quetzales como estos.

Villagrés ha metido la mano en un bolsillo de la guerrera y ha sacado un fajo de billetes.

La sonrisa del chino se diluye. Sus labios se entreabren con apetito y sus ojos brillan como si estuviera achispado. No se podía esperar otra cosa, piensa Villagrés, de un tipo que todo cuanto ha sabido hacer en la vida ha sido jugar, beber, disparar armas de fuego y andar con fulanas.

El chino se le ha quedado, no obstante, mirando con gesto de sospecha, como si se preguntara: ¿de dónde habrá sacado un policía tanto dinero? Y Villagrés lo entiende. Él también habría tenido recelos. No ha sido fácil tomar la decisión de vender una de las latas que traía el maletín. Lo ha hecho tras una de sus peculiares reflexiones sobre el bien y el mal. Y su conclusión ha sido que, si con ese dinero conseguía descubrir al autor del doble crimen del callejón, era justo vender la lata. No hay que ser virtuosos con el mal. Sobre todo cuando se sabe que es más inteligente que el bien, y que el bien es inocente y por eso el mal se lo babosea.

El dinero que le ofrece a Wong tiene, además, un buen fin. Y por partida doble: ayudar a una madre soltera, de un lado, y obtener información sobre un homicida, de otra. El origen de la plata importa menos. El dinero no tiene padre ni madre. Nunca los había tenido y él no iba a buscárselos ahora. De modo que si el que había conseguido con la venta del opio era útil para hacer el bien, ¿qué importancia podía tener quiénes fueran sus ancestros?

—¿Y qué es lo que debo hacer para ganarme esa plata? —pregunta Francisco Wong.

—Darme información sobre una persona.

—¿Qué persona?

—Un chino. La comunidad de ustedes es cerrada y pequeña. Todos se conocen. Pero en este caso no me refiero a ninguno de los chinos establecidos aquí, sino a alguien que haya llegado hace poco tiempo a Guatemala y que ande metido en cierto negocio.

—¿Qué clase de negocio?

Villagrés mete una mano en un bolsillo, saca un sobre y lo abre con cuidado. Después lo mueve con suavidad, como quien zarandea un colador, y sobre la mesa aparecen unos granos acaramelados y con vetas amarillas.

—¿Sabes qué es esto?

Francisco Wong Tang, alias Tintán Tentón, vuelve a mostrar su sonrisa majadera.

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Sí lo sabes.

—No lo sé.

—En ese caso me he equivocado de persona —dice Villagrés, tomando el dinero y haciendo intención de guardarlo.

—Espere, espere.

El chino ha borrado de los labios su estúpida mueca. Cambia de postura en la silla y enciende otro cigarrillo. Aparentemente reflexiona, aunque, a los ojos de Villagrés, más que pensar, pues no cree que piense mucho, parece que duda.

—Hay rumores, pero solo rumores —dice al fin, con frases cortantes y breves—. La gente no habla claro. Tiene miedo. Pero algo hay. No es como otras veces, cuando llegaba al país una banda de fuera y se sabía. Ahora es distinto. No sé cómo explicarlo. Están por ahí. No se sienten ni se ven, pero están.

—Claro, claro. Y yo viviré hasta el día que me muera.

—Es gente muy astuta —trata de excusarse el Tentón.

—¿Son chinos?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Pero es gente peligrosa.

—¿Conociste a alguno de ellos?

—No.

—¿Entonces?

—Únicamente por referencias. Mi hermana vino a verme la semana pasada. Una vecina que vive en el Callejón de la Soledad, le contó que una hija de ella trabajaba hasta hace poco en un lugar que se llama Entre jazmines. ¿Lo conoce?

—Sí.

—Bueno, pues la muchachita llegó un día con la boca hinchada y un ojo cerrado. «¡No vuelvo, no vuelvo!», le decía llorando a su madre.

—¿Cómo se llama la muchacha?

—Elvira Castillejos.

—¿Está fichada?

—Lo ignoro, pero sí sé decirle que no es una muchachita como las que recluta la señora. Tendrá diecisiete años, nació en el barrio de la Candelaria y es hija de una prostituta a quien dicen la Remilgos. Pero la madame necesita patojas de las que llaman sufridoras, por las exigencias de algunos clientes raros, y así fue que terminó en ese lugar de lujo.

—Y no ha vuelto a Entre jazmines.

—Con quien no quiere volver es con uno de los clientes de madame Dorothée. ¿Conoce usted a la señora?

—Sí, la conozco. Pero, ¿qué tiene esa historia que ver con estos granos?

—Pues que un día que el cliente de la Elvira no tenía efectivo le dio un puñado de eso que tiene ahí —dice, señalando a los granos del sobre—. «Entrégueselo a madame», le ordenó. «Y sin faltar un gramo. Eso vale por lo menos tres visitas».

—¿Sabes si la muchachita describió cómo era el tipo?

—Describir, describir, no. Pero sí dijo que era muy atractivo, tanto que sería una mujer, si ella no supiera con certeza que era un hombre.

—¿Sabes dónde se reunían?

—No.

Villagrés toma aire. Ahora son las dos moscas las que aporrean ruidosamente el cristal de la sala de visitas.

—Muy bien, Francisco Wong. Te has ganado los doscientos pesos —dice, al tiempo que recoge los billetes y se los embolsa.

El chino pone cara de estupor.

—Me encargaré personalmente de llevarle este dinero a tu hermana y a sus hijos. No temas, soy hombre de palabra.

—Pero usted me dijo otra cosa.

—Mentí —dice Villagrés.

Su respuesta estándar. Le encanta hablar así a los maleantes, pero esta vez siente que la ha usado con excesiva crueldad. Ha de ser terrible, se dice, saber el día que vas a morir y pensar en ello cada hora, cada minuto, sintiendo en el cuello el helado soplo de la Pelona, dormirse envuelto en esa obsesión, despertar con ella al lado y reparar cada mañana que el plazo se vuelve más corto.

Villagrés toma de la mesa el sobre que contiene la droga y se lo tiende a Tintán Tentón. Luego se vuelve a la puerta y la golpea con los nudillos. Y mientras aguarda a que abran, se dice que ojalá un sueño de opio alucine al infeliz y le libre, siquiera por unas horas, de la pesadilla de la muerte.