Doce
Bonifacio Villagrés sube la cuesta de la Once calle con aires de señorón. La mirada serena, el porte natural, el braceo corto, el inspector interpreta a la letra los consejos de McCallister, no obstante sentirse incómodo, pues sospecha que le mira todo el mundo.
Las pocas personas que se fijan en él, sin embargo, solo ven a un flemático caballero de los que suelen asistir después de almuerzo a la tertulia del Granada, salón de té y café bar. Lo que no es mucho consuelo, pues Villagrés sabe que no se dirige a ninguna tertulia, sino a la gruta del dragón, y no sabe si podrá dominarlo. Sus únicas armas son el maletín y su dialéctica, arte en el que no es precisamente un virtuoso. Tampoco el de la actuación. Todo cuanto sabe del histrionismo y el engaño lo ha aprendido de los grandes maestros que visitaron alguna vez el país y que dejaron aquí su huella durante la racha de estafas que duró casi dos años.
Tal fue el caso del evasivo Alfredo Hart, a quien conoció únicamente por sus obras. O el del astuto Ismael Cué de Frade, un mexicano especializado en el fraude bancario. O el de Karl Augusto von Boulow, hijo de padre español y madre alemana, capaz de darle la vuelta al propio Santo Tomás, el apóstol desconfiado.
Pero es al colombiano Carlos Jarriá a quien Villagrés recuerda con más respeto. Había hablado con él varias veces en la penitenciaría y hasta llegó a concederle una inesperada confianza. Aquel gran estafador, metido a la trata de blancas y al contrabando de drogas, era un tipo extravertido y simpático que no tuvo inconveniente en compartir algunos de los secretos de su arte.
—Desengáñese, inspector, el oficio más antiguo del mundo no es el putaísmo, sino el timo. Existe desde los tiempos del Paraíso Terrenal —le dijo un día silbando las eses—. Dios no hizo al hombre a su imagen y semejanza. Lo hizo majadero, codicioso y crédulo. Por eso, cuando la serpiente lo tentó, cayó como un pajarito. Los timadores no hacemos nada diferente a lo que hacen los políticos, los predicadores o los charlatanes de plazuela: engatusar a los bobos para sacarles la plata. Si la gente no fuese tan crédula, tan majadera y tan codiciosa (y todos, créame, participamos de esas virtudes en mayor o menor grado, todos, se lo aseguro), el timador no existiría. Es, además, tan sencillo. Fíjese, por ejemplo, en la promesa de la serpiente. «Y seréis como dioses», les dijo a Adán y Eva. Y viene este par de pendejos y se lo creen. Algo parecido hacemos nosotros, aunque la promesa es distinta. «Invierta unos centavos conmigo», le decimos al incauto, y tendrá una fortuna instantánea. ¡Y viene el muy bobo y se lo cree! ¿No es algo maravilloso? El timador no es un ladrón. Es una persona a quien la gente paga por hacer con él un negocio ilícito. Nuestras únicas sapiencias son actuar, mentir y despertar la codicia ajena. Si sabe hacer estas tres cosas, tiene su futuro asegurado. Pero, ¡ay! nada es seguro en la vida —concluía Jarriá, riendo y mostrando las muñecas esposadas—. Ya ve, hasta los que nos creemos listos hacemos majaderías.
En la esquina de la Sexta avenida con la Once calle, hay un hombre que vende periódicos. Villagrés observa al doctor Salceda cruzar la calle y detenerse a adquirir un ejemplar.
Cuando el inspector llega al punto de encuentro, Salceda dice sin mirarle:
—Entró en el salón hace diez minutos. Es él, con seguridad, no un compinche.
Villagrés no sabría decir si es el viento u otra causa, pero a Salceda parece temblarle el periódico en las manos.
—¿Todo bien, doctor? ¿Ocurre algo malo?
—Temo que ese maldito le descubra. Cuando un militar o un policía se quitan el uniforme, se les nota.
—¿También a mí?
—Sí, inspector. También a usted.
—Qué buena noticia —dice Villagrés, al tiempo que paga el diario que ha tomado de un montón que hay en el suelo—. Por un momento llegué a creer que parecía un señor de verdad.
Villagrés dobla la esquina y entra en el Salón Granada donde es recibido con un fuerte tufo a tabaco y a café disperso entre los compases de Mano a mano, tango que en tono melancólico y dulzón interpretan un piano y un violín.
La música espolea al inspector quien cruza el salón con gran aplomo. Los clientes que ocupan las mesas son gente pulcra y bien vestida, habituales del café seguramente, por el desenfado de sus gestos y sus voces y por la familiaridad con que tratan a los camareros, en especial un grupo de contertulios que parecen desmenuzar con vehemencia los entresijos de la cosa pública.
En una mesa, a un lado de la barra a la cual se arriman ocho taburetes, Villagrés distingue a un hombre algo más joven que él, de sano aspecto, facciones agraciadas y cabello cortado a lo flat top. El inspector se endereza y se detiene. El extraño repara en la cinta negra de la solapa y le hace un discreto saludo con la mano.
—Buenas tardes, señor —dice Villagrés, alzando unos centímetros el maletín y diciendo el primer nombre que se le ocurre—. Mi nombre es Pedro Gardel.
—El «vecino del Callejón», supongo —dice Quiroz con sorna—. ¿Es usted pariente del cantante?
Quiroz no se ha movido de su asiento ni ha hecho intención de darle la mano, así que Villagrés ase una silla por el respaldo y dice:
—¿Puedo sentarme?
—Por favor.
Villagrés observa detenidamente al traficante y solo entonces detecta una lejana oblicuidad en sus ojos. Viste con elegante descuido un traje color trigo maduro y sus largos dedos sostienen un cigarrillo con el displicente y refinado estilo que exhibía Ronald Colman en El abanico de Lady Windermere.
Puro artista de cine, como había dicho la Castillejos. Su expresión es tan dulce que nadie habría podido imaginar que hubiese asesinado de manera tan salvaje a Elizardo, torturado despiadadamente a los amantes del Callejón y acogotado a un anciano. ¿Por qué será que hay personas —se pregunta Villagrés— que nacen inmunes a los mordiscos de la conciencia y otras, con faltas menores, son zaheridos sin piedad como almas del Purgatorio? ¿En qué lugar del cuerpo residía la culpa? ¿Sería posible operarse y extirparla como el apéndice?
—No soy el «vecino del Callejón» —le dice a Quiroz, colocando el maletín al pie de la silla—, soy su representante.
—La nota decía otra cosa —dice Quiroz con sequedad.
—Mi cliente tuvo un compromiso a última hora. Una reunión como esta, solo que más importante.
—¿Cómo que más importante?
—Debe entender que usted no es el único comprador.
—¿No?
—Hay otros interesados.
—¿Quiénes?
—Eso lo ignoro, señor. Yo solo soy un intermediario. Pero vayamos al grano, ¿es esto lo que busca?
Villagrés ha levantado el maletín del suelo y lo ha colocado encima de la pequeña mesa del café.
—Está algo maltratado, pero yo diría que sí —dice Quiroz, haciendo ademán de querer tomarlo en sus manos.
—Un momento, un momentito. Vamos por partes, señor...
—Quiroz, me apellido Quiroz.
—Muy bien, señor Quiroz. Mi cliente supone que lo que usted busca no es el maletín, sino su contenido.
Villagrés ha dicho estas palabras en tono de mercader de las mil y una noches, lo que ofende a Quiroz, quien por el gesto parece decir, no sea payaso, ¡por supuesto que lo que me interesa es el contenido!
—Déjeme preguntarle algo antes, señor Gardel. ¿Cómo averiguó su cliente que yo buscaba un maletín? ¿De qué me conoce?
—No estaríamos aquí usted y yo si mi cliente no le conociera.
—Déjese de evasivas y conteste —dice el traficante, endureciendo el gesto.
Villagrés hace un ademán ambiguo, saca un lápiz del bolsillo interior de la chaqueta, abre el diario que lleva en las manos y anota algo en su interior. Sabe que esta conversación no es un juego, sino el preámbulo de un combate a vida o muerte, y que quien está frente a él es un homicida, pero no puede evitar divertirse poniéndole alfileres en el trasero.
La pausa ha roto el hilo de la conversación y Quiroz se encrespa.
—¿Qué es lo que hace?
—Tomo notas.
—¿Para qué?
—Para informar a mi cliente.
—¿Y quién es su cliente?
—Vea, señor. Yo he venido a negociar con usted. Así que no me pregunte quién es mi representado ni por qué sabe que usted anda detrás de unas latas de comida china. Lo que importa es saber si es este el maletín que busca.
—Naturalmente que eso es lo que me importa, pero, hasta donde yo sé, ese maletín estaba en manos de dos policías. ¿Cómo puedo estar seguro de que usted no es un agente encubierto?
Villagrés mueve la cabeza en señal de conceder el punto y, adoptando una expresión bonachona, responde:
—Tiene razón. Pero puede estar tranquilo, pues fue cabalmente un policía quien se lo vendió a mi cliente.
—Eso no me tranquiliza en absoluto. ¿Por quién me toma usted, por un idiota?
Villagrés echa una mirada al paquete de cigarrillos que Quiroz tiene sobre la mesa. Su marca es la misma que identificó Elizardo entre las colillas de la casa de Jocotenango. Y eso le escuece al extremo de desviar su improvisado histrionismo y de perder casi la cabeza.
—En ese caso, señor, tiene usted dos opciones.
—¿Cuáles?
—Una, creerme. La otra, no creerme. Si no me cree, yo me voy con mi maletín y aquí no ha pasado nada —dice, imitando la actitud de Elvirita Castillejos.
Y esto dicho, el corazón de Villagrés emprende un desbocado galope. El envite ha sido prematuro. Quizás hubiese sido mejor esperar y seguir tanteando al bastardo, pero también quiere estar seguro de que Quiroz le cree o cuando menos que está dispuesto a correr el riesgo de creerle.
—¿A qué se dedica, señor Gardel?
La pregunta pilla al inspector con el paso cambiado, pero su réplica es tan rápida como intuitiva.
—Exporto miel envasada.
En el café se ha hecho el silencio. El piano y el violín se han tomado un descanso. Y de repente, los muros del Salón Granada, sus pinturas, sus maderas y sus flores se estremecen con una carcajada general. Alguien ha contado un chiste. La tertulia de unas mesas adelante parece haberse desviado a temas menos serios que el de la política y Quiroz encuentra en el estallido la oportunidad para hacerse una reflexión.
El tipo exporta miel y se llama Pedro Gardel. En otras palabras, es un perfecto idiota, un zascandil con cara de piojo resucitado que pretende hacerse pasar por lo que no es, viniendo aquí vestido de señor, como si no se le viera de lejos la pinta de igualado, y encima se hace rogar como si fuera John Rockefeller. Sin embargo, necesita averiguar qué hay de cierto en la historia que le ha contado. Y sin perder los estribos. Así que, mal que le pese, y aunque no soporta a los payasos, debe aceptar el juego que el otro le propone, no obstante que todo cuanto le apetece hacer es romperle el hocico.
—Su cliente, me envió una etiqueta de dumplings con la nota —le dice—. Pero, como comprenderá, eso no basta. Necesito una prueba más sólida de que, además del maletín, también tiene el contenido.
—Por supuesto, señor Quiroz.
El tal Gardel se inclina sobre el maletín y lo coloca encima de la mesa. Lo gira de manera que las cerraduras queden mirando hacia Quiroz, afloja el cincho de lona que lo sujeta por su centro y vuelve a dejarse caer en el respaldo de la silla con gesto de suficiencia.
Quiroz hace saltar los pestillos. Parecen estar dañados, de ahí el cincho de lona.
—Debieron de averiarse en la caída del avión —se justifica Gardel—. O tal vez los policías los descerrajaron.
Quiroz levanta la tapa del maletín como quien abre el cofre de un tesoro y en su interior, recostado sobre un colchón de tela satinada, encuentra un tarro de miel.
—¿Y esto qué es?
—¿No pensaría usted que iba a andar por la calle con toda la mercancía? Abra el tarro y pruebe lo que contiene.
Quiroz obedece y prueba. En efecto, es opio. Su opio. Fermentado y tostado. Y este es, con seguridad, el maletín de Regonese. La tela satinada del fondo son los dos vestidos que el italiano había comprado a su esposa y luego acomodado en su interior para amortiguar el movimiento de las latas. Él mismo se lo había visto hacer.
—Como puede observar, mi cliente no solo le remite la etiqueta. También le envía una muestra del contenido.
Quiroz asiente en silencio, pero no entrega a Gardel ni el maletín ni el tarro. Aprovechando que este no puede ver lo que hace, pues la tapa abierta del maletín se lo impide, con ademán apenas perceptible aparta la tela satinada unos centímetros y su mirada se detienen en una costura que no es tal, sino un bolsillo oculto bajo una pestaña y disimulado en el forro de cuero, característica de estos peculiares maletines diseñados para transportar valores. Quiroz recuerda este detalle de cuando Regonese metió las latas en él y le mostró para qué servía.
Sus largos y hábiles dedos se mueven hacia el bolsillo y lo entreabre. Solo ha necesitado una fracción de segundo, pero ha sido suficiente para ver en el interior un fajo de billetes de cien dólares.
Sin mover una ceja, Quiroz vuelve a colocar el tarro en la ropa satinada y gira el maletín hacia el tal Gardel, quien rápidamente lo cierra.
—¿Convencido? —le pregunta este.
Quiroz prefiere no contestar. Sus neuronas son un rebaño de cabras sin dueño. No tiene ninguna duda, los cinco mil dólares que Regonese le había birlado a Lucky Luciano, y de los cuales le había hablado Cabañas, están ahí. Y el billete de mil dólares que faltaba, seguramente también. Lo que significaba que el doctorcito no se había robado el dinero. Mejor que mejor. Un problema que se quitaba de encima. Era evidente además que ni el cachimbiro, ni la pechugona, ni ninguno de los dos policías se habían percatado de que el maletín tenía ese bolsillo oculto, con lo cual podía matar dos pájaros de un tiro.
—Convencido —le dice a Gardel—. Solo falta que me diga cuánto quiere su cliente por las veinticinco latas.
—Veintidós.
—Veinticinco, eran veinticinco.
El tal Gardel se acerca a la mesa, vuelve a abrir el diario y garrapatea algo en su interior. Esto exaspera a Quiroz quien está a punto de arrebatarle el periódico de un manotazo y arrojarlo fuera de la mesa.
—¿Por qué tiene que escribir cosas cuando le hablo? —exclama, desabrido.
—Porque tengo mala memoria, señor. Ahora, con respecto a las latas. Esa que tiene ahí sería la veintidós y puede quedarse con ella como una muestra de buena voluntad de mi cliente. Las otras tres han desaparecido.
—¡Dirá que su cliente se las ha robado!
—Eso sí me molesta, señor. Porque mi cliente es una persona honrada que nunca le ha robado nada a nadie.
—Eran veinticinco latas —bufa Quiroz, dirigiendo al inspector una mirada tensa y hostil.
—Si usted se siente bien diciendo eso, no tengo inconveniente en darle la razón —le responde Villagrés con educación exquisita—. Pero mi cliente dijo veintidós y a eso me atengo. Así que, si no está de acuerdo, me llevo el maletín y mucho gusto en haberle conocido.
—Tenga mucho cuidado, amigo. Está jugando con fuego. Quiero hacer este negocio con usted, pero no trate de arrinconarme o le aseguro que, si se levanta de esa silla, no pasa de la puerta del salón.
En el rostro de Quiroz ha aparecido la tensión del psicópata y la mirada del asesino. Pero, el tal Gardel no parece inmutarse por ello. Sencillamente echa mano del lápiz y se pone a garabatear otra nota en el interior del periódico.
Quiroz traga saliva y enciende un Lucky strike. Con los idiotas es difícil entenderse. Y este lo es sin remedio. Un idiota blanco, además.
Tiene que calmarse, sin embargo, debe esforzarse en no ser Kwang Zhou y ser más Gabriel Quiroz, el refinado y cordial hombre de negocios. No puede tomar el camino de la presión y la amenaza. El tal Gardel no lo entendería. De manera que, por ahora, no le queda más remedio que seguirle la corriente como a los locos o a los niños.
—Muy bien, de acuerdo, veintidós latas —dice en tono más reposado y haciendo un enorme, aunque imperceptible, esfuerzo para no perder la compostura—. ¿Cuánto quiere por ellas su cliente?
Villagrés replica con fenicia modestia:
—Mi cliente le ofrece un precio atractivo de modo que las dos partes ganen. Así es como se hacen los buenos negocios, ¿no cree?
—Así es —responde Quiroz, paciente.
—Magnífico. Ya sabía yo que entre personas inteligentes como nosotros era fácil llegar a un entendimiento. ¿Qué le parecen cien dólares?
—¿Por el maletín?
—¿Me quiere tomar el pelo? Por cada lata.
Quiroz se lleva los dedos de ambas manos a las sienes. No hay duda, el tipo es un majadero, aunque no tanto como su cliente o su socio o lo que sea. Ninguno de los dos sabe el precio actual del opio, pero debe contenerse y calcular.
Los ingresos, primero. Veintidós latas a mil o mil doscientos dólares cada una, vienen a ser unos veinticinco mil, los cuales pagará Luciano.
Ahora los gastos. Quince mil para el Qing Bang, según estaba convenido, más los seis mil que había repuesto a Cabañas, veintiún mil dólares.
Quedarían cuatro mil limpios, más los seis mil ocultos en el maletín. Se puede embolsar, por tanto, diez mil dólares, sin que ni Luciano ni el Qing Bang los echen de menos. Y por ese negocio, el tarado de Gardel pide dos mil doscientos dólares.
—No le gustó lo que dije —le interrumpe Gardel.
—No.
—Me lo suponía.
—Es un precio muy elevado.
—Entiendo.
—No obstante, estoy dispuesto a cerrar el trato. Pero antes dígame una cosa, ¿qué gana usted en todo esto?
—Ese es un asunto entre mi cliente y yo.
—Ah —responde Quiroz con un soplo de sarcasmo.
—Así están las cosas.
—Su cliente me decía en su nota que podría entregar la mercancía hoy mismo.
—Estamos preparados. Yo mismo me encargaré de hacerlo.
—¿Dónde y a qué hora?
—Eso fíjese que no se lo puedo decir. Pero yo me comunicaré con usted una hora antes de la entrega para fijar los detalles. ¿De acuerdo?
—¿Solo una hora? Algo apretado lo veo.
—¿Usted confía en mí, señor Quiroz?
Quiroz se indigna por dentro. ¿Quién se puede fiar de un mentecato que cree estar negociando el tratado de Versalles? Y más con esa planta de nuevo rico y ese sombrero, que le cae como a un Cristo una chistera, por más que pretenda imitar la pose y la apostura de Gardel.
—Por supuesto que confío en usted —le dice, sosteniendo a Villagrés la mirada.
—Entonces no se preocupe. Le aseguro que esta noche dormirá con su maletín el mejor de los sueños.
Por primera vez, en el tiempo que ha durado la entrevista, a Quiroz le ha parecido notar un matiz sombrío en las palabras de Gardel, pero piensa que quizás solo haya sido un modo de hacerse el interesante.
Gardel toma el maletín y se levanta de la mesa. El trato está cerrado, pero Quiroz, ya más distendido, quiere despedirse con un gesto amable, justo en el momento en que el pianista y el violinista regresan al estrado e interpretan su versión de Esta noche me emborracho, tango pegadizo y malevo que a Villagrés le trae ecos de la calle Necochea, lugar en el que nunca ha estado, pero que sueña un día visitar.
—Por cierto, no me dijo si era usted pariente de Gardel —comenta Quiroz.
—Sí, lo soy, aunque lejano. Un pariente suyo de Toulouse llegó a Guatemala hace muchos años y procreó aquí una familia. De ahí vengo yo.
—Pero Gardel es uruguayo, no francés.
—Nadie está seguro de su lugar de nacimiento. Ni siquiera mi abuelo. Pero me sé todos sus tangos de memoria. Incluso ese que tocan ahora. ¿Lo ha escuchado alguna vez? ¿No? Este encuentro me ha hecho tanto mal —canturrea muy bajito, acercándose a un oído de Quiroz y mostrando una sonrisa pánfila—, que si lo pienso más/ termino envenenao...
Lo dicho, remata para sí Quiroz: un tipo más tonto que una puerta giratoria.