Trece

Al tercer día de vigilar la casa, Villagrés decidió irrumpir en ella sin permiso judicial. La habían acechado por turnos, Elizardo, Rosalío y él, vestidos de mendigos y vendedores de ollas. Pero nadie había entrado o salido de la pequeña vivienda situada en una angosta calle del cantón Jocotenango, antiguo pueblo de indios que, andando el tiempo, se había acabado por integrar al conjunto urbano. Horas hubo en que Villagrés sospechó que la Castillejos le había tomado el pelo. Por eso, cuando se hartó de esperar, le ordenó a Elizardo violentar la cerradura.

Entraron los tres arma en mano, cubriéndose las espaldas y tomando precauciones. Revisaron rápidamente los cuartos, la cocina, los dos patios y el tejado. Pero en la vivienda no había nadie. De sus tres habitaciones, una hacía las veces de comedor, otra albergaba una cama, un armario y una mesita de noche, y la tercera estaba vacía. Por lo tanto, dedujo Villagrés, aquella era una casa de paso y allí solo había vivido una persona. La cama estaba por hacer, el armario no tenía perchas y, al final del corredor, colgaba un tablero astillado con numerosas incisiones.

—Alguien se entretenía aquí tirando cuchillos al blanco —comentó Rosalío.

—Y fumaba tabaco del fino —agregó Elizardo, mostrando la colilla de un Lucky Strike.

En un rincón del segundo patio, encontraron una caja de cartón. Villagrés la volteó y, tomando un palo de escoba, comenzó a separar su contenido: bolsas de papel manila con mondas de naranja, pedazos de pan duro, un par de calcetines rotos por el calcañar, una camisa arrugada, cinco o seis periódicos viejos, una botella de gaseosa con boliche, varias hojas de afeitar oxidadas, dos cajas vacías de un analgésico para el dolor muscular, una toalla percudida y varios tiques de entrada al coso La Reforma.

Los periódicos estaban en buen estado y Villagrés trató de pasar sus páginas con el palo que blandía. Alzó el último por el doblez central e hizo la intención de arrojarlo contra la pared. Tal era la cólera que abrigaba.

Antes de hacerlo, sin embargo, sucedió algo imprevisto. De entre sus páginas se deslizó una pequeña libreta de pastas azules.

Villagrés la tomó en sus manos. Era un pasaporte de Estados Unidos. Lo abrió por la página donde estaba la foto de su dueño, un hombre de abundantes cabellos oscuros y frente escasa que miraba con gesto aburrido. Algo más abajo, en palabras escritas a máquina, se leía su nombre: Nunzio Regonese.

El inspector experimentó un respingo. Solo había visto una vez a aquel hombre, pero en aquella ocasión era un cadáver desnudo con el rostro transfigurado por el dolor.

Hojeó el pasaporte. Entre sus páginas había una licencia de conducir del Estado de Nueva York y en la última, una foto aún más chocante: la de una mujer desnuda.

Villagrés sabía de un fotógrafo que se especializaba en retratar mujeres en poses voluptuosas, pero nunca imaginó que Elvira Castillejos —pues de ella era la foto— se hubiese prestado a tal cosa.

—¿Algo importante? —preguntó Elizardo.

—Quizás lo sea, no sé. Pasan los años, compadre, y se repite lo que usted y yo sabemos desde que somos policías. No hay delincuente perfecto ni criminal que no cometa un descuido. O varios. Siempre dejan algún cabo suelto. El tipo debió de meter esto entre un periódico y se olvidó que lo había guardado ahí.

—Nos suele pasar a muchos. Escondemos las cosas tan bien que se nos olvida dónde las ponemos.

—A saber. Tal vez tuvo que salir corriendo. ¿Encontraron algo que pueda servirnos?

—No, jefe.

—Entonces nos vamos. Aquí no hay nada más qué hacer y yo tengo más sueño que Abraham, que en paz descanse.

Villagrés aspira con placer el aire de la mañana. De improviso, se había abierto una luz en el callejón. Si el julano, como le decía la Castillejos a Quiroz, tenía el pasaporte de Regonese, es que había una relación entre ellos. Pero solo dos personas conocían el rostro del traficante. Una era Elvira Castillejos. La otra, el doctor Salceda. Entre ambos podían hacer un retrato hablado de Quiroz, aunque, para ser sinceros, los retratos hablados servían de bien poco. Primero porque el dibujante de la Policía era malo, y segundo, porque Quiroz podría haber cambiado la apariencia y el pelaje. En cualquier caso, si no había abandonado el país, aún era posible encontrarlo. Lo que no sería sencillo. Al igual que los estafadores y timadores de alto copete, el julano se movía como un blanco móvil, sin detenerse en ningún lugar mucho tiempo. Tintán Tentón habría dicho de él que no se sentía ni se veía, pero estaba.

El problema era saber dónde.