Catorce

Domingo 29 de septiembre de 1929 6:20 p. m.

La Harley de Flavio Salceda se desliza a medio gas por el Paseo de la Reforma y deja oír a su paso un majestuoso pom pom. Al lado de Salceda, en el sidecar, Alma muestra un semblante de madura plenitud. Lleva el cuello rodeado de una chalina de seda cuyas puntas flamean al viento y cada vez que Salceda gira el rostro hacia ella se imagina que lleva a su lado a la gran Isadora Duncan.

Es un momento feliz. El fin de semana en la casa de los suegros ha sido reparador. Santa Clara, un bosque casi virginal a orillas de La Reforma, es lo más cercano a un paraíso donde han empezado a emerger modernas casas de madera. El incidente del Ryan y el cadáver han pasado a un segundo plano. Y Salceda tiene ahora una perspectiva diferente. El reposo le ha devuelto su fe en la fortuna. No duda de que la contribución del hombre a la forja de su destino es ínfima, comparada con un poder ajeno y superior a la voluntad de los hombres como lo es el azar, mas, por una vez, este le ha sido propicio. Del cielo le ha caído un salvavidas con el cual piensa mantenerse a flote hasta tanto descubra tierra firme y sería tonto desdeñarlo.

La Harley se adentra en la ciudad. Hay poco tránsito en las calles. Únicamente los cines parecen estar animados. Salceda dobla en la Quinta avenida y poco después se detiene frente a su casa.

Nada más cruzar la puerta, no obstante, su mente es víctima de un alarmante espasmo. El armario donde guarda las herramientas y repuestos de la moto está abierto y su contenido en desorden.

Salceda salta de la Harley y corre al consultorio. Alma le sigue desasida y pálida. Los muebles de la sala de espera están volteados y acuchillados, pero es en el despacho donde el caos es mayor. Las gavetas del escritorio han sido arrancadas, el archivo está descerrajado y los libros de la estantería yacen esparcidos por el suelo.

Alma corre a la sala. El espectáculo es similar. Se dirige al pasillo que desemboca en el patio trasero y allí descubre un vestigio.

—Entraron por aquí —dice—. Forzaron la puerta desde fuera.

—Seguramente saltaron la pared que da al patio de la casa abandonada.

Suben a los dormitorios y la alcoba. El cuadro es aún más ignominioso. Sus objetos y bienes personales están desperdigados por el suelo. Las gavetas del trinchante han sido arrancadas y los colchones están destripados.

Salceda siente un intenso calor en el rostro. A la humillación y la rabia se le ha empezado a unir una remota sospecha.

—Menos mal que no estaba Zenobia —dice Alma—. Sabe Dios qué habrían hecho con la pobre. Hay que llamar a la policía.

—Ni lo pienses.

—¿Por qué?

—Porque no.

Alma no insiste pensando en que hacerlo solo contribuiría a empeorar el mal trago y, acto seguido, sin decirse palabra, uno y otro se lanzan a ordenar con ansiedad ropa, adornos, objetos.

Dos horas más tarde dan por cierto que no falta nada. Los bienes más queridos han ido apareciendo uno a uno. Incluso las joyas de Alma. Solo entonces, Salceda se atreve a decir:

—Esto no ha sido un robo. Ha sido un registro en toda regla.

Sus miradas se cruzan con un gesto de desolación. Alma corre hacia él, le abraza y rompe a llorar.

—Dios mío, Flavio, ¿qué buscaban aquí? ¿Qué hemos hecho tú y yo para merecer esto?

El llanto convulso de Alma mortifica a Salceda. No ha querido decir a su esposa que, más que como un registro, lo ve como una amenaza velada y que, de eso, el único culpable es él.

En algún lado había leído que cuando se sueña con la casa donde se vive, la interpretación del sueño es sencilla, pues el hogar es una imagen de la propia conciencia. Si la visión de la casa es apacible, la conciencia está ordenada y en paz. Si, la casa está revuelta, la conciencia se encuentra dislocada. Así lo había interpretado al menos cuando la alcoba se transformó en una selva impenetrable.

Pero el desarreglo que tiene ahora ante a sus ojos es real. No puede huir de él ni evitarlo, como tampoco puede eludir el dolor que le causa el llanto de su esposa. Y solo quisiera liberarse de sí mismo, dejar de ser el hombre que es y volver a ser quien era dos días antes, cuando su hogar estaba limpio y sosegado y el azar, ese bufón, no había irrumpido en ella disfrazado de Ícaro, con las alas de cera fundidas y precipitándose a tierra desde las entrañas del Sol.