Trece
Restaurante Afragola, Brooklyn, New York
Meyer Lansky y Lucky Luciano han hecho una pausa a la espera de que el camarero coloque frente a ellos sendos platos de tagliata, una carne cortada en pequeños y delgados filetes, rociada con aceite de oliva y salpicada con hojitas de romero.
Afragola es una trattoria de cocina familiar. Tiene un menú limitado, pero goza de notoriedad merecida por tres sencillas razones: su foccacia recién horneada, una tagliata que puede cortarse con el tenedor y un brunello joven, de contornos violáceos y destellos escarlata que, a la luz del mediodía, más que vino parece una puesta de sol.
Los dos gángsters son amigos desde la infancia y pese a que sus personalidades son tan distintas como podrían serlo las de un dálmata y un bulldog, han logrado conformar una sociedad casi perfecta. Nadie se puede explicar cómo un judío polaco, acostumbrado a una vida austera y frugal, y un católico siciliano, lúbrico y amante de todos los lujos que el dinero puede comprar, han llegado a tener una relación tan sólida.
El polaco tiene 27 años y un rostro fácil para la caricatura: belfo prominente, nariz voluminosa, cabello enmontado y una leve sombra gris bajo los ojos. Tras facciones tan poco agraciadas y un acento que transforma cuanto dice en una tocata y fuga de consonantes, se oculta el cerebro financiero más lúcido del hampa neoyorquina. Se le conoce por el apodo de Little Man, su especialidad es el lavado de dinero ilícito y se dice de él que, si se hubiese dedicado a negocios legales, podría haber llegado a chairman de la General Motors.
El siciliano acaba de cumplir 32 años y tiene el párpado derecho semicaído, una tara de la guerra entre pandillas. Fuera de ese nimio pormenor, nadie diría de él que es un desalmado asesino que utiliza como armas favoritas el bate de béisbol y el punzón de hielo. Con su elegante traje de casimir, nítida camisa blanca, zapatos de corte italiano y una perla en la corbata de seda, más parece un residente de Park Avenue.
Luciano es mundano y desenvuelto. Lansky, desmañado y tosco. Pero ni siquiera en el corazón de Wall Street sería fácil hallar dos talentos de sinergia comparable. Calculador y ordenado el polaco, audaz e imaginativo el siciliano, ambos aspiran a dirigir el inframundo criminal de Nueva York.
Lansky desdobla una servilleta a cuadros rojos y blancos y prende una de las puntas en el cuello de la camisa. La visita al Cementerio de Union Field le ha abierto el apetito. A decir verdad, todo lo que tiene que ver con la muerte le abre el apetito. Así que, cuando el camarero se va, toma el tenedor y se arroja sobre los pequeños filetes salpicados de romero.
Más atildado y pulcro que su socio, Luciano maneja los cubiertos como si fueran pinceles y corta la tagliata en pedazos aún más pequeños.
—Ese tu chofer, ¿cómo se llama? —le pregunta a Lansky.
—Pawel Grabowsky.
—Siempre se me olvida el nombre. ¿Es de fiar?
—Su padre nació en Bobrowiec, cerca de donde yo nací, de familia responsable. ¿Por qué lo preguntas?
—Tuve una sospecha mientras veníamos. Por eso dejé de hablar.
—Pongo la mano en el fuego por él. ¿Qué es lo que querías decirme?
—Que una comisión de los tongs vino a verme hace unos días.
—No me fío de esa gente —dentellea Lansky con la boca llena.
—Me informaron que los laboratorios de Shanghái y de Tianjin operan a todo gas desde que el gobierno chino les permite producir y exportar narcóticos.
—Te engañas, Charlie. O los tongs te han engañado a ti. El gobierno chino prohibe esas actividades.
—Las prohibe, es verdad, pero el presidente Chiang Kaishek mira para otro lado. Le debe demasiado a las tríadas. ¿Sabes lo que es una tríada?
—No.
—Una organización parecida a la nuestra y a la de los tongs de Chinatown. Son importantes para Chiang Kaishek. Le dieron apoyo en la guerra contra los comunistas, hace tres años, en plena unificación de China. Chiang Kaishek se alió a una tríada de tríadas, llamada el Green Gang, creo que ellos le dicen Qing Bang, la cual dirige un tal Tu Yuehshen.
—¿Dónde aprendiste a hablar en chino? —ríe Meyer a boca de costal, dejando ver en sus fauces una especie de croqueta a medio moler, mezcla de tagliata y de foccacia—. Nunca oí hablar de ese fulano.
—Tu Yuehshen es algo así como el padrino de Shanghai. Para evitar conflictos y huelgas, Chiang Kaishek dispuso aniquilar la oposición comunista e hizo un pacto con Yuehshen. El Green Gang debía eliminar a los dirigentes sindicales a cambio del monopolio del opio y la prostitución. Y así se hizo. Más de cinco mil comunistas fueron asesinados por las tríadas de Yuehshen y, desde entonces, Chiang Kaishek gobierna sin problemas laborales.
—¿Y el padrino?
—Tiene ahora cinco bancos y preside la Cámara de Comercio. Pero necesita vender la droga que procesa en sus laboratorios. Y el mercado más grande y lucrativo es este, el nuestro. Los tongs lo saben también. Por eso han acudido a nosotros.
Lansky deja de masticar. Su prominente belfo se ha hinchado y su voluminosa nariz aletea con desazón.
—California está muy lejos, Charlie, y el acceso de narcóticos por la costa del Pacífico es cada vez más difícil. Con México ocurre algo semejante. Tijuana y Mexicali son lugares muy vigilados.
—Todo eso lo sabe Yuehshen. Así que se les ha ocurrido abrir la ruta de la que te hablé hace un rato. La droga viajaría de Shanghai a Panamá, como te dije. Desde allí sería transportada al Golfo de Fonseca, algo más al norte, en pequeños barcos de cabotaje. El lugar es ideal. Consiste en una entrada de agua que comparten tres países: Nicaragua, Honduras y El Salvador. Tiene mucho recoveco, pequeñas islas, áreas despobladas, puntos ciegos. La mercancía sería desembarcada allí de noche y enviada por tierra a Guatemala.
—Demasiados países, demasiadas fronteras —masculla Lansky, sin mirar a Luciano.
—El trayecto es más corto que si la droga viniera de Turquía o Afganistán. Y los controles, más débiles. Las fronteras de estas republiquitas son, además, un coladero. Los gobiernos carecen de control sobre ellas y algunas están incluso sin fijar. De hecho, ha habido una guerra este año entre Guatemala y Honduras por ese motivo.
—¿Y el transporte a Nueva York?
—Utilizaríamos la misma infraestructura que usamos para importar el ron de Cuba: barcos norteamericanos que cargan legalmente en La Habana y completan su flete con bananos y café en Guatemala y Honduras. Los narcóticos vendrían camuflados. Una vez en Nueva York, será fácil sacarlos de los muelles.
—Habrá que pagar al sindicato, a la Policía, a la Guardia Costera.
—Eso ya lo hacemos ahora, pero los narcóticos son veinte veces más rentables que el alcohol.
—¿Y quién se ocupará de la logística?
—Ya te lo dije. El Green Gang tiene un hombre en Guatemala que coordina las operaciones.
—Charlie, los chinos no son de fiar. Es preferible lidiar con la gente de Marsella.
—¿Qué podemos perder? Mira, en cambio, el beneficio. En Chinatown pagan hoy lo que les pidas por su veneno.
—¿Y por qué no lo importan ellos, nuestros «amigos» los tongs?
—Porque ni ellos ni el Green Gang tienen en la costa atlántica y el Caribe la organización ni los contactos que nosotros tenemos. Han abierto, eso sí, el trayecto entre Shanghai a Panamá y están tanteando el tramo que va de Panamá a Guatemala. Y ahí es donde entramos tú y yo. Para eso he mandado a Regonese, para que explore la situación y nos traiga una muestra de la mercancía. ¿Por qué pones esa cara?
Lansky ha detenido la molienda de la tagliata y en su rostro hay un barrunto de inquietud.
—No lo sé, Charlie. Hay algo en todo esto que no me gusta. Dime una cosa. ¿Cuánto va a costarnos la prueba, la muestra o como quieras llamarla?
—Será una inversión menor.
—Cuánto.
—Alrededor de veinte mil dólares, más los gastos de Regonese.
—No es alpiste para el canario.
—Puede que se quede en menos, si Regonese negocia como es debido el paquete que nos va a traer.
—¿Y si no regresa? Con veinte mil dólares en la bolsa, la tentación de largarse a Sudamérica es muy grande.
—Está casado, tiene que volver.
—Sí, pero, ¿y si no lo hace?
Luciano cruza el tenedor y el cuchillo sobre el plato. Toma un sorbo de brunello, enciende un cigarrillo. Hay un ligero temblor en su párpado semicerrado.
—Nuestro negocio es como el de los bancos: se basa en la confianza. Y Regonese es un hombre de honor.
—Pues yo no apostaría que el honor de Regonese valga veinte mil dólares.
—Volverá, estoy seguro. Y si no lo hace por su honor, lo hará por la cuenta que le tiene.
Lansky no ha prestado atención al último comentario de su socio. Le ha distraído la inesperada aparición de Antonio Zappa, contador y tesorero del gang, quien se dirige con gesto preocupado a la mesa donde almuerzan ambos gángsters.
—¿Sucede algo, Tony? —inquiere Lansky.
—Llegó este cablegrama. Pensé que era importante que lo vieran.
Luciano extiende la mano, abre el cable y lo lee. Luego de una breve pausa dice a modo de explicación:
—Contraté en Guatemala a un abogado. Se apellida Cabañas y es quien nos envía el cable.
—Y qué dice para que sea tan importante.
—Que Regonese ha desaparecido.
—¡Lo sabía! —dice Lansky, arrancándose la servilleta del cuello y arrojándola sobre la mesa.
—No es lo que crees, Meyer. El avión que Regonese abordó en Guatemala se estrelló minutos después de despegar y su cuerpo no ha sido hallado. Hay un cadáver en la morgue que podría ser él, pero Cabañas no puede asegurarlo.
—¿Y la mercancía?
Luciano mueve la cabeza en silencio.
—Y nuestro dinero, ¿quién lo tiene? —insiste Lansky— ¿Los chinos?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
A Luciano le cuesta dominarse. El joven atildado y de finos modales que aspira a manejar el mundo del crimen como si fuera una corporación, y el negocio de los narcóticos como una multinacional, no está acostumbrado a imponderables de esta índole.
—Estamos jodidos, Charlie. Me parece que entre Regonese y los chinos nos han birlado veinte mil pavos.
—No tan deprisa, Meyer. Este asunto no está cerrado ni perdido. No al menos para mí. Ni al Green Bang ni a los tongs les conviene que un negocio de largo plazo y con muchos millones de por medio termine de esta manera. Me cuesta creer que hayan armado todo este tinglado para estafarnos veinte mil dólares. Es mucho lo que tienen que perder.
—¿Ah, sí? Pues, por lo pronto, los únicos que han perdido algo somos tú y yo.
—Hay formas de recobrar ese dinero.
—Nuestra pasta se ha esfumado, Charlie. ¿Es que no lo ves?
—Esto es el futuro, Meyer —dice señalando varias veces a la mesa con un dedo—. Y si eso nos va a costar veinte, me da igual. Como si nos costara cien.
Lansky aparta la vista de Luciano, la dirige a la ventana que da a la calle y, en un tono equidistante entre la frustración y el cinismo, musita:
—¿En qué estará pensando este hombre?
—Te diré lo que estoy pensando —replica Luciano, alzándose de golpe de la silla—. Pienso que la vida es todo lo que sucede a tu alrededor mientras los demás pierden el tiempo lamentándose de su suerte. Sin riesgo no hay recompensa, pero eso es algo que te cuesta admitir. Este es un tropiezo menor en una larga carrera. Estamos hablando del futuro, Meyer. Hace un rato me decías que la fortuna tiene los pies de cristal. ¿Sabes lo que decimos en Sicilia? Fortuna i forte aiuta, e i timide rifuta, la fortuna ayuda a los fuertes y desprecia a los débiles. Yo tuve suerte cuando Maranzano me dejó por muerto en una playa de la bahía de Nueva York. Pero sobreviví porque también soy fuerte. El destino de los hombres no lo desvía un suceso sin importancia como este que acaba de ocurrir.
—¿Sin importancia? ¿Crees que veinte mil dólares no tienen importancia?
—No la que tú le das. Ganamos un millón al año, ¿qué son para ti y para mí veinte mil dólares? Todo se puede negociar. Todo. Incluso lo que parece perdido. Le enviaré un mensaje a ese Cabañas. Para eso está, para poner presión y averiguar qué ha sucedido. Iré a hablar con los chinos. Alguien tiene que pagar por esto. Y no vamos a ser ni tú ni yo.