Uno

El hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz lleva una vida soterrada, semejante a la del Fantasma de la Ópera, personaje de una película muda que ha visto en dos ocasiones. Habita una pequeña casa del cantón Jocotenango, de paredes encaladas, patio con geranios encendidos y un búcaro color celeste donde lloriquea el agua. Vive sin ostentación, es frugal en el comer y no prueba las bebidas alcohólicas. Su único solaz erótico se lo depara un jazmín de madame Dorothée, que se llama Elvira Castillejos por quien siente una pasión desmesurada. El circo no le seduce y detesta los payasos, pero algunos domingos asiste al Hipódromo del Sur, donde apuesta a las carreras de caballos sumas poco llamativas y, una vez al mes, acude a los combates de boxeo que se celebran en el coso La Reforma.

No obstante esta vida discreta, que pareciera estar asociada a una personalidad apacible, el hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz se descentra fácilmente cuando la contrariedad le abruma. El cambio que experimenta es parecido al de las personas que toleran mal el alcohol. Su personalidad se desordena, no es capaz de sujetar sus emociones y, de resultas, el caballero de apariencia respetable se torna una gárgola gótica que solo puede calmar su ira arrojando dagas a un tablero. Concluida la primera ronda, las arranca, vuelve sobre sus pasos y las lanza otra vez una a una con renovado furor hasta que sus enojos arrían banderas.

Pero esta noche es diferente a otras. Tras arrojar los aceros, el hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz se ha desplomado en una mecedora de mimbre aquejado por un inesperado y vivísimo dolor en la muñeca. Y ahí se encuentra ahora, inmóvil, encogido sobre sí, con los ojos y los labios apretados y tragando la saliva que el dolor le hace brotar a borbotones. Una antigua luxación le ha venido a recordar que las heridas tienen memoria y que pueden activarse cuando uno creía haberse olvidado de ellas.

El hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz se mira las manos. Son finas y delicadas. Sus palmas hace tiempo que no muestran callos ni durezas, como en los días que tendían rieles de ferrocarril entre Las Cruces y Ayutla, pero sus dedos, tan duros como alicates, son capaces de hundir en segundos la primera vértebra cervical de un ser humano y, tras una rápida torsión, romperle el cuello.

Conoce bien ese arte. Lo aprendió en la escuela del Qing Bang, la temible sociedad secreta china de oscuros orígenes medievales que adoptó a Quiroz, lo educó, le enseñó a matar en silencio y lo convirtió en un lin kuel, nombre que en la antigua China se daba a los guerreros de la noche, avezados asesinos enviados a aterrorizar, torturar y crear el caos allí donde el emperador lo ordenaba.

Todavía dolorido, Gabriel Quiroz abre una pitillera de plata y enciende un Lucky Strike. El resplandor ilumina su rostro de facciones delicadas y lampiñas como las de un kouros griego. Nadie diría que tiene sangre oriental ni que su verdadero nombre es Kwang Zhou. Un azar genético le dotó con las facciones de un blanco, debido a la relación de su padre, originario de la provincia china de Guangdong, con una mujer costarricense.

Ser Gabriel Quiroz, empero, sin dejar de ser Kwang Zhou, no es sencillo. Y esta dualidad de su persona es otro de los motivos por los que el hombre de negocios de modales suaves, que se viste como un maniquí y camina con la elegancia de Fred Astaire, se transforma de repente en una bestia. La fobia contra su raza le hiere como espuelas en los costados, pues los blancos tiene el estúpido prejuicio de que la inteligencia del chino solo alcanza para clavar durmientes de ferrocarril, abrir tiendas de baratijas o vender wantan y chop suey, algo que si Gabriel Quiroz puede llevar con paciencia, le resulta insoportable a Kwang Zhou.

Las leyes de Colombia, Cuba, México, Honduras, Estados Unidos, El Salvador y otros países de América, prohiben la entrada de chinos «por sus rechazables hábitos que les impiden adaptarse a un ambiente de orden y trabajo y dan pie a la degeneración biológica, la holganza y el vicio», como arguyen los grupos radicales antichinos esparcidos por el continente. Y aunque Guatemala es una excepción, pues los chinos pueden entrar libremente al país, si demuestran a las autoridades fronterizas y marítimas que traen cien dólares en la bolsa, tampoco aquí son amables con ellos. Lo que no impide que la gente de posibles confíe sus hijos a mujeres chinas, llamen chinas a las niñeras y el verbo chinear se haya convertido en sinónimo de cuidar personas con esmero y paciencia.

Hasta el interior del patio donde Kwang Zhou fuma y medita llegan los ruidos de la noche: alguna discusión crispada, el llanto de un bebé, la batalla de un perro enzarzado con el eco de su propia ira. No es algo que le impida dormir. Lo que le mantiene insomne es la incertidumbre de saber a manos de quién habrá ido a parar el maletín que busca y si el que lo tiene habrá descubierto ya su contenido.

Un súbito golpe de viento invade el corredor de la casa y un cierzo húmedo y frío estremece su cuerpo enjuto. Aún duda si ir a buscar una prenda de abrigo, cuando escucha el familiar ruido de un motor a la puerta de la vivienda. El hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz salta como un títere de muelle liberado de su caja, abandona la mecedora y corre a abrir la puerta de la calle.

Tres hombres asoman en el vano y quien parece el principal de ellos, un tipo de pómulos abultados, ojos muy juntos, apariencia bovina y piel picada de viruelas, no espera a que Kwang Zhou pregunte.

—Tenía razón, jefe —dice—. El gringo estaba allí, en el interior de la casa en ruinas.

—¿Vivo?

—No, jefe. Por desgracia, estaba muerto.

—¿Y era Regonese?

—Sin ninguna duda. Aquí está su pasaporte.

Kwang Zhou hojea el documento y su voz exasperada se deja ir contra el jefe de sus sicarios, cuyo nombre de pila es Sérbulo, aunque todos le conocen por Repello.

—¿Cómo no iba a ser Regonese, si yo mismo le fui a dejar al aeródromo esta mañana y le vi subir al avión y no perdí de vista el aparato hasta que despegó? ¡Tenía que estar ahí, por más que la policía haya dicho que solo ha encontrado cuatro cuerpos! ¿Registraron su ropa?

—Hasta los forros.

—¿Y qué llevaba encima?

—Nada importante: unas gafas de sol, esta billetera con setenta dólares, su licencia de conducir extendida en Nueva York y la foto de una mujer. En el pantalón encontramos varias monedas, chicles y una navajita.

—¿Y qué hay del maletín?

—No encontramos rastro de él en la casa. Tampoco en el patio del doctor Salceda.

—¿Qué hiciste con el cadáver?

—Lo que usted me dijo. Lo sacamos de la casa para que la policía no lo encontrara allí y les diera por hacer averiguaciones. Limpiamos el lugar, tiramos al muerto a un barranco y quemamos sus ropas.

—¿Les vio alguien entrar?

—No, nadie.

—¿Y salir?

—No que yo sepa.

Las cejas de Kwang Zhou se acercan en un frunce de contrariedad. Ni el Qing Bang ni los clientes de Nueva York que habían pagado la mercadería se iban a creer que Regonese había escapado del aeroplano y buscado refugio en una casa abandonada. El hecho era tan inverosímil que tomarían su desaparición como una coartada suya para quedarse con el maletín y la plata de la transacción. Y no era así, por todos los demonios, no era así. Ni la prensa ni la policía habían mencionado un quinto pasajero, pero Regonese iba en el Ryan. Y si uno de los pasajeros había salvado la vida, ¿por qué no habría podido salvarla él también?

El problema de Kwang Zhou es que no puede probarlo. Y decir ahora que la pérdida del maletín se había debido al infortunio era tan sospechoso como explicar al Qing Bang que Kwang Zhou había hecho desaparecer el cadáver de Regonese a fin de que la operación no corriera peligro de ser descubierta por la policía local. Nadie se lo iba a creer. Y ese es el aprieto en que se encuentra ahora, pues en negocios como el suyo no hay clemencia. Ni despidos por cometer un error.

Solo hay ejecuciones.

—Para mí —dice el sicario— que el maletín se lo levantó alguno de los que entraron en la casa antes de que llegara la policía.

—¡No seas estúpido, Repello! ¡Piensa! ¡Por una vez en tu vida, piensa! —replica, con aspereza, Kwang Zhou—. Si Regonese escapó vivo del accidente y se refugió en la casa, no lo hizo sin el maletín. Era lo que más le importaba. Y si alguno de los albañiles o carpinteros que entraron antes de que la policía hubiese visto a Regonese salir del avión, lo sabrían ya hasta las moscas. ¡Pues menudos son aquí para guardar secretos! Así que Regonese tuvo que huir inmediatamente después de que se estrelló el avión y sin que nadie lo viera.

Repello baja la mirada y sugiere con humildad:

—Se me ocurría que el maletín podía haber caído en alguno de los otros patios.

—¿Cómo así?

—El patio del cónsul colinda con otros tres. Uno, el de la casa en ruinas. Otro, el del doctor Salceda. Y el tercero, el de una casa pequeña donde vive una mujer.

—¿Sola?

—Recibe hombres de noche. Dos tipos, hasta donde sabemos. Uno parece gente de plata. El otro es un cachimbiro.

—¿Qué es eso?

—Un cholero de barrio, un quiero y no puedo.

—Yo también pienso que es probable, solo probable —se atreve a decir otro de los adláteres de Repello— que el maletín haya caído en un lugar donde aún no hemos mirado. Pero aquí, el Quina —dice señalando al tercero de los recién llegados— cree que el maletín lo tiene uno de los vecinos, el doctor Salceda.

—Y puede que tenga razón —dice Repello—. Había una escalera de mano en el patio de su casa que podía haber usado para eso y lo que el Quina propone es que entremos en su casa a registrarla cuando él no esté.

El Quina, quien tiene cara de gato, no se molesta en reforzar su argumento. Simplemente se limita a asentir.

—¿Qué quiere que hagamos, jefe? —pregunta Repello.

El hombre que dice llamarse Gabriel Quiroz mueve la cabeza con incredulidad. Enviar la muestra en un maletín, aprovechando que la aduana de Nueva York no revisaba el equipaje de mano, había sido un disparate, un desatino. Aunque vaya usted a saber. Nada es predecible en la vida. El cielo gobierna los acontecimientos del mundo sin ser visto, como escribió Confucio, y siempre ocurren sucesos que alteran y desvían los planes mejor trazados.

A escondidas y entre sombras, Kwuang Zhou había dedicado buena parte de 1929 a tender las redes y a armar la estructura de la operación más lucrativa que hubiese pasado nunca por la mesa del Qing Bang: una nueva ruta de comercio entre Panamá y Nueva York, una autopista clandestina por la que circularían desde piedras preciosas, alcohol, tabaco, heroína o inmigrantes ilegales, hasta jovencitas destinadas a los prostíbulos de Chinatown. Tenía apalabrados los hombres —mozos, arrieros, empleados del ferrocarril—, y los había organizado en células incomunicadas entre sí. Había hecho contactos con personas de alto nivel, tenía un grupo de fieles sicarios, un abogado local y una bodega para almacenar la mercancía. Lo único que no había contemplado era la intromisión del azar. Y todo el plan se había venido ahora al suelo por culpa de un piloto que se había creído golondrina.

Sin poderse contener, Kwang Zhou toma la última daga que había quedado sobre la mesa y exhalando un ronco gemido, más de alimaña que de ser humano, la arroja sobre el tablero donde la hoja se queda temblando con una vibración siniestra.

—Sí, quiero que hagas algo por mí —le dice con voz lúgubre al sicario—. Ve ahora mismo a Entre jazmines y tráeme a la Castillejos. Esta noche necesito una mujer.