Cinco

Estación Central de Guatemala, Domingo 3 de noviembre de 1929 7:15 a. m.

Un nervioso campaneo, dos agudos silbatazos, una brusca sacudida, y la pequeña locomotora emprende la marcha con pereza. Las ruedas chirrían, los vagones se estremecen. A lento tran tran, el tren abandona la estación, cruza el Puente de la Penitenciaria, endereza el rumbo hacia el Sur y, pocos minutos después, cruza al trote los llanos de Tívoli.

Dando la espalda a la locomotora, los ojos vueltos a la ventanilla y las manos descasando sobre el maletín de primeros auxilios que lleva en el regazo, Flavio Salceda observa el paso de los árboles y las casas entreveradas en la fronda. Es un escenario invariable que no le inspira ni conmueve, quizás porque está cansado de tanto ir y venir a la Costa Sur. Con todo, San Felipe continúa ejerciendo sobre él una seducción evocadora. Allí están sus mejores recuerdos, los viejos amigos, sus días de inocencia. Y quizás porque está sentado de espaldas a la locomotora, se dice que la vida solo tiene sentido cuando se mira hacia atrás.

Los viajeros del vagón charlan, fuman, se adormecen. Algunos se han movido al carro-salón para desayunar, comer un sándwich, jugar a las cartas o tomar café. La mayoría son finqueros que, como él, van a visitar sus propiedades en la costa.

Uno de los vagones transporta cajas fuertes de tamaño mediano que guardan el efectivo destinado a pagar planillas, pero Salceda ha dispuesto llevar el suyo consigo. Ha cambiado los cinco mil dólares en quetzales para anticipar a los caficultores el dinero del corte y los lleva en el maletín.

Cincuenta minutos más tarde, el tren se detiene en Amatitlán para repostar agua en un depósito de metal pintado de negro, situado al pie de la vía. Vendedoras de comida y bebidas se acercan a los vagones y algunos viajeros se bajan para estirar las piernas.

Salceda permanece en el asiento de listones de madera barnizada y observa ensimismado la lejana laguna. Nuevos pasajeros entran al vagón y colocan su equipaje y sus bártulos en las redes situadas encima de los asientos.

Por la puerta trasera entra un individuo de unos cincuenta años con una maleta de cartón y una sandía bajo el brazo. Sube la valija y la sandía a la red, se sienta en el único asiento que queda libre y enciende un puro algo deshilachado, de esos que más se apagan cuanto más se chupan.

El cigarro es apestoso y desata de inmediato las protestas en el vagón, no obstante que la mayoría de los viajeros fuma. Primero lo hacen en voz baja y luego con interjecciones más sonoras y exigentes.

Harto de alegatos, el viajero se pone de pie, se vuelve a la concurrencia y le espeta esta filípica:

—Señores, mi nombre es Lorenzo García. Soy carpintero, estoy viudo y tengo una enfermedad en los ojos que me dejará ciego en pocos meses. Me encuentro en la situación del torero cuando dice a sus peones: dejadme solo. Aquí no está prohibido fumar y el principio de una sociedad libre es que todo el mundo puede hacer aquello que no está prohibido. ¿Por qué un puro, además, ha de ser diferente a un cigarro?

Su discurso, sin embargo, solo sirve para arreciar el clamor y los reproches. El hombre parece haber tomado dos o tres copas con el desayuno, lo que enardece aún más, si cabe, a la concurrencia.

El tal Lorenzo García saca entonces un papel y un lápiz de carpintero, moja este en la punta de la lengua y se apresta a escribir unas líneas. Pero los abucheos y los enojos no cesan y aún se prolongan algunos minutos hasta que la locomotora emite un pitido. Y justo cuando el tren echa a andar, el carpintero se incorpora de su asiento y abandona a la carrera el vagón. Sale a la plataforma, desciende por la escalerilla, salta a tierra y, muy decidido, corre en dirección opuesta a la máquina.

Salceda le sigue con la mirada. El hombre trota, inseguro, se tambalea, da uno que otro traspié y al llegar al punto de enganche de un vagón con el siguiente, se arroja al espacio entre ambos.

—¡Dios mío! —exclama Salceda, poniéndose en pie.

El tren lo ha debido triturar, se dice.

Pero la impresión dura tan solo la fracción de un instante. Increíblemente, el cuerpo de Lorenzo García sale despedido del convoy y cae de mala manera a la orilla de la vía, lo que no altera su determinación en absoluto. Atolondrado, aunque muy decidido, se incorpora del suelo y corre hacia el tren con el aparente propósito de arrojarse de nuevo al espacio que se abre entre vagón y vagón.

En el ínterin, el guardavías se ha dado cuenta de las intenciones del suicida y hace sonar el gorgorito con insistencia.

El maquinista detiene el tren.

Salceda saca la cabeza por la ventanilla y comprueba que el carpintero ha desaparecido, o lo que es lo mismo, que su intento de suicidio ha sido coronado por el éxito.

Con el maletín de primeros auxilios en la mano, corre a la plataforma y se apea del vagón.

Unos metros adelante descubre que dos vendedores de fruta han sacado al suicida de la vía y lo han depositado en la grama. El hombre tiene golpes y lesiones visibles.

Salceda le despoja de la camisa, le examina el torso y los brazos y descubre que tiene el hombro luxado y la espalda desollada en la zona de los omóplatos. Fuera de eso, aún sigue vivo, si bien su rostro está congestionado y apenas puede respirar.

—Se está ahogando —dice alguien en el corro que se ha formado en torno al suicida.

Salceda abre el maletín y saca unas pinzas. Se vuelve al herido, le abre las mandíbulas y escarba angustiado en la cavidad bucal hasta que finalmente consigue extraer una especie de crisálida negruzca envuelta en babas.

Hay un dejo de sorpresa en la exclamación que profieren viajeros y vendedores. Pues lo que Salceda acaba de sacar de la boca del carpintero es el puro que había encendido en el vagón.

El suicida carraspea y tose con estrépito hasta que finalmente su respiración se normaliza.

—¿Se encuentra bien? —inquiere Salceda.

El carpintero asiente con los párpado. Hay en sus ojos una tristeza indescriptible. Y de improviso, rompe a llorar. Su pecho se estremece como si albergara en su interior un ser inquieto y avieso y sus gemidos imponen un profundo silencio en el corro de vendedores y aguateras y en los viajeros asomados a las ventanillas del tren.

Tirado sobre la grama, cerca de la cabeza del suicida, Salceda alcanza a ver un papel doblado. E imaginando que es el mismo que el carpintero había escrito antes de apearse del vagón, lo toma, lo desdobla y lo lee.

La vida es para mí una carga que no puedo soportar. Me es imposible vivir comprobando cada mañana que la luz huye de mis ojos y que me estoy quedando ciego. A nadie le importará mi muerte. Aquí termina mi viaje. Me mato y no se culpe a ninguno por ello. Lorenzo García.

—¡Eso, para que vean que el tabaco es más dañino que le pase a uno un tren por encima! —dice una aguatera, soltando una risotada procaz.

Salceda se vuelve hacia ella y su gesto severo congela la carcajada, así como las risas de quienes han seguido la gracia a la mujer.

—Ánimo, Lorenzo —murmura Salceda, colocando una mano en la frente del suicida—. No se deje derrotar. Siga luchando.

Dos prolongados pitidos anuncian la reanudación del viaje. El tren echa a andar lentamente. Salceda se pone de pie y se dirige al último vagón. De un salto se sube al estribo y alcanza el balconcillo desde el cual ve cómo se va reduciendo el tamaño de las personas que se arremolinan en torno al carpintero.

Salceda ha visto la muerte de cerca muchas veces y ha logrado derrotarla en infinidad de ocasiones, pero nunca había tenido una experiencia tan penosa. En el vagón, nadie se había conmovido ante un pobre hombre condenado a la ceguera y, en el corro, habían hecho un chiste cruel de su última aventura.

La manada expulsa siempre al animal enfermo o herido, se dice Salceda. Es una entidad egoísta y mezquina que rara vez muestra misericordia por la persona que cae sin fuerzas a la orilla del camino. Tiene la prueba ante él. En el interior del vagón, la calma ha regresado a los viajeros que dormitan, comen y fuman, como si nada hubiese ocurrido. Ninguno parece afectado por el incidente, pese a que entre todos han estado a punto de provocar la muerte de un ser humano. Solo el azar o la fortuna de que un médico viajara en el tren había impedido que el carpintero entregara allí mismo el alma.

Deprimido por la experiencia, Salceda mece la cabeza con pesar. La misericordia es un sentimiento que habita en muy contadas personas. La manada, rica o pobre, de humanos o de vacunos, no es compasiva. Hay algo perverso en la especie que le impide salvar al individuo. Ante el animal herido, derrotado o enfermo la manada vocifera siempre: crucifícale.

El tren devora un extenso humedal poblado de yerbas y cañas, y ahuyenta con sus pitidos una parvada de palomas. Emboca luego el cañón de Palín, la angosta puerta natural que entre volcanes y cerros se abre a la Costa Sur. El aire es ahora más cálido y Salceda decide quedarse un rato en el balconcillo del último vagón.

Le conforta pensar que, a un lado el pesimismo y la vergüenza, el incidente le haya dejado también un inesperado obsequio. Y es la fuerte emoción que ha sentido consolando al carpintero. Todo médico se deshumaniza un tanto cuando el dolor, la enfermedad y la muerte se vuelven rutina. Y a él le había sucedido algo así en algún momento de su vida profesional. No podía recordar cuándo, pero, del mismo modo que las canas reemplazan el cabello oscuro, una piedad casi maquinal había ido reemplazando a su piedad más humana. Por un capricho del azar, sin embargo, algo había cambiado este día. Salvar la vida a un hombre y ofrecerle esperanza no había sido un acto maquinal. Lo había hecho de corazón, profundamente compadecido, notando que volvía a sentir su compasión más genuina, aquella que le había llevado a ser médico con el fin de socorrer y aliviar los sufrimientos de los hombres.

Aeródromo de La Aurora, mismo día, 11:35 de la mañana

El comandante Dan Robertson, piloto de la Pan American Airways, acelera el Ford 4-AT, moderno trimotor de catorce pasajeros, equipado con telegrafía a bordo. El avión, cuyo destino es la ciudad de México, con paradas en Tapachula y Coatzacoalcos, se despereza con ruidosos escalofríos y, cuando las aspas se tornan un brillo circular, comienza a deslizarse por la grama del aeródromo.

La carrera es prolongada, tanto que los viajeros tienen la sensación de que lo que va a despegar no es un avión, sino un descomunal albatros, el ave más elegante a la hora de surcar los aires, pero el más torpe y desmañado para elevarse hacia ellos. Y entre los pasajeros no falta quien divague en torno a la creciente sospecha de si el aparato no irá con exceso de carga y si lo más sensato hubiera sido posponer el viaje para otro día, pues la esperanza de que el avechucho se levante de la grama se torna segundo a segundo más incierta.

Fuera de la cabina, todo se ve muy esponjoso y seguro, pero los pasajeros, poco acostumbrados a este novísimo tipo de transporte, no dejan de especular en qué momento se terminará la pista y, lo que es peor, dónde terminará estrellándose el albatros sin haber alzado el vuelo.

Cuando los controles del tablero de navegación indican la velocidad y las revoluciones debidas, Robertson empuja con suavidad la palanca de elevación, al tiempo que murmura:

—Arriba, muchacho, arriba.

El morro del 4-AT se alza del suelo y en la cabina de pasajeros hay un suspiro de alivio, así como una hilarante sensación de vértigo. El aparato se eleva con rapidez por encima de los barrancos situados al Sur de la ciudad y, minutos más tarde, sobrevuela Amatitlán, desde donde se desvía hacia el cañón de Palín y el volcán de Agua.

La mañana es lúcida y limpia. Solo hay algunas nubes por el lado de poniente y una boina gris sobre el volcán. El sol reverbera en la cabina y los pasajeros observan ensimismados el fantástico paisaje que se extiende a sus pies: el intenso azul de la laguna, la densa arboleda de los cerros, la cercanía del cráter y, algo más adelante, el brumoso llano de la Costa Sur. A impulsos del viento, el avión da saltos repentinos o parece patinar hacia los lados como lo haría un zancudo sobre la superficie del agua.

Robertson suele cruzar la sierra volcánica de Guatemala en el cañón de Palín para, desde allí, continuar rumbo a Chiapas por la costa del Pacífico. Los volcanes, algunos de los cuales puede ver desde la cabina, son su referencia. Sobre todo el Santa María, un coloso cuya cima se alza a tres mil setecientos metros de altitud. Sus cercanías están pobladas de café y de sus faldas brotan ríos y fuentes de aguas minerales que, según los habitantes de la zona, son mejores que las de Vichy. Tras una imponente erupción en 1902, el volcán ha permanecido tranquilo, salvo por algunos retumbos. De hecho, Robertson utiliza la blanquísima columna de vapor que emerge de su cráter como un faro que confirma la lectura de la brújula del avión. Hoy, sin embargo, al rectificar el rumbo hacia Chiapas, no puede localizar esa referencia. La espumosa columna se ha transformado en una densa y amenazadora nube de color plomizo. Y cuando el Ford 4-AT rebasa el volcán apagado de Santo Tomás y se acerca más al Santa María, el nubarrón, que parece desplazarse a gran velocidad hacia el Pacífico, es ya un luctuoso velo que emboza los rayos del Sol.

La azafata se acerca por el estrecho pasillo del aeroplano y toca el hombro de Robertson. El piloto aparta el auricular derecho y, entre el fuerte ruido de los motores, escucha a la azafata decir:

—Los pasajeros están algo nerviosos. ¿Qué les digo?

—Que se tranquilicen. Vamos a desviarnos de la ruta. Viajaremos a Chiapas sobre el mar.

—El fenómeno es algo raro. No es del cráter principal de donde sale la humareda.

—Es verdad, sale de otro secundario que tiene abierto en la falda. Holy Mary! —se deja decir Robertson al ver surgir, de improviso, un colosal vómito de ceniza y arena.

El piloto y la azafata observan fascinados el ascenso, las circunvoluciones y los surcos de la gigantesca polvareda que se eleva por encima del volcán y cuyo tamaño crece y se hincha como si un descomunal ventilador soplara desde el interior del cráter.

A Robertson le han empezado a preocupar las dimensiones del fenómeno. Con todo y el acelerón que le ha impreso al aparato para apartarse de la nube, no está seguro de poder evitar que partículas de arena y ceniza penetren en los motores. De hecho, un remoto olor a azufre ha invadido ya la cabina.

Los viajeros, por su parte, aguardan en azorado silencio. Del lado del mar, el agua y el cielo se ven nítidos y azules, pero, sobre la cornisa volcánica, el firmamento se ha ido volviendo cada vez más oscuro. La nube tiene el aspecto de un enorme dragón cuya latiente y oscura garganta pareciera emerger de la boca del cráter y cuya monstruosa cabezota, de ojos menudos y fauces abiertas, se acercara rápidamente al avión con el propósito de devorarlo.

—Vamos, muchacho. Más aprisa, más aprisa —susurra Robertson al aparato.

La huida dura quince minutos, al cabo de los cuales el volcán y la nube quedan finalmente atrás. Y cuando, libre de peligro, el Ford 4-AT vuela plácidamente sobre las aguas del Pacífico, Robertson no puede dejar de pensar, con un leve escalofrío, que la erupción del llamado Cerro Santiago, hijo del Santa María, encierra un simbolismo cuyo secreto solo podrían explicar los vaticinios de cierta santa que alguien le había referido la noche antes en el bar del Gran Hotel, entre bromas y chanzas impías.

Tres mil metros abajo del aeroplano, el tren en el que viaja Flavio Salceda alcanza la estación de Santa Cruz Muluá poco después del mediodía. El olor a azufre se ha venido sintiendo desde Cuyotenango, pero es la densa nube volcánica lo que ha motivado que los viajeros se asomen a las ventanillas y salgan a las plataformas de los vagones para observar el fenómeno.

El Santa María truena una y otra vez y, a medida que el tren se aproxima a San Felipe, los cañonazos son más sonoros y sus resplandores, más intensos. Cada explosión provoca un fuerte temblor de tierra y hace brotar en la boca del coloso un burbujeo rojizo.

La erupción tiene que ser por fuerza devastadora. A través de la creciente oscuridad causada por la nube, que todo lo desdibuja y difumina, Salceda divisa los tres ríos de lava que bajan de la hirviente chimenea. San Felipe se encuentra a diecisiete kilómetros del cráter, algo más alejada que otras aldeas, como El Palmar, Sabinal o Patzulín, pero la lluvia de arena candente ha de estar cayendo ya sobre el pueblo.

Con el corazón encogido, Salceda tiene el mal presagio de que decenas de kilómetros cuadrados de cafetales estén ya irremisiblemente dañados por el abrasador granizo que desciende de las cumbres: fincas como Santa Elisa, Patrocinio, Las Ánimas y Enriqueta que él conoce, así como cafetales de viejos amigos como Terencio Lacayo, Gordon Smith, Carlos Martínez, Valero Pujol, Alejandro Calderón, Carlos Cruzado o la viuda de Canga Argüelles. Eso por no mencionar a los pequeños productores de la zona, cuyas plantaciones habrán de haber seguido un destino semejante. En cuanto a él, ¿qué otra cosa podía pensar, sino que todo estuviera destruido: el beneficio, las dos bodegas, los cuatro mil sacos de café?

Cuando el tren se detiene en la estación de San Felipe, hay una luz como de eclipse. Los colores han desaparecido de la naturaleza y todo ha adquirido un tono gris espectral: el piso del andén, la vegetación, las ropas de las personas que aguardan a los viajeros. La atmósfera, cargada de polvo, dificulta la respiración. La gente lleva pañuelos en la boca y no cesa de toser. Hay carreras alocadas, llantos, gritos. El pánico y la náusea acosa a unos seres humanos que gritan estremecidos cada vez que el volcán lanza una nueva andanada.

Salceda cruza con dificultad el caos, sale de la estación y a pocos pasos descubre a uno de sus empleados que le aguarda con dos mulas de la rienda. Vuelve entonces la mirada al volcán. La erupción se le antoja una gigantesca antorcha nacida de las entrañas de la tierra que, en vez de iluminar al mundo, lo hubiese dejado sin luz. Y abatido por la pesadilla que tiene ante sus ojos se pregunta si lo que ve, en lugar de San Felipe, no será la antesala del Infierno.