Cinco
Laberinto de La Aurora,
Sábado 5 de octubre de 1929, 8:40 a.m.
El automóvil del licenciado Cabañas pasa bajo los arcos del Acueducto de Pinula, a las afueras de la ciudad, y se detiene frente al parque de La Aurora, espacio arbolado próximo al campo de aviación del mismo nombre. Cabañas se apea con celeridad del vehículo y se dirige al laberinto del parque, próximo a las instalaciones del zoológico.
De algo más de cincuenta años, raya al medio, belfo prominente, mandíbula redonda, ojos pequeños y elevada estatura, Cabañas se mueve con agilidad, pero en su rostro sofocado hay signos de preocupación, pues, solo de pensar que el hombre muerto en la cama donde tantas veces se había refocilado con Florinda podría haber sido él, rejonea sin piedad las inmediaciones de su ombligo.
La muy zorra, va diciendo por lo bajo. Debía de tener más de un amante. Y él, como la mayoría de los cornudos, había sido el último en saberlo. Tenía que haber cortado esa relación hace meses. Desde que madame Dorothée comenzó a ofrecer un servicio personalizado a clientes más distinguidos para evitar que los vieran llegar a Entre jazmines, visitaba a Florinda muy poco. Era más discreto y más barato que tener una sucursal, con el agregado de que, a medida que se iba haciendo viejo, le gustaban más las jovencitas que mujeres rotundas y experimentadas como Florinda. Aunque quién sabe. Ya había pasado por eso una vez y las jovencitas terminaron por aburrirle.
Lo que le preocupa ahora es que alguien lo relacione con el escabroso crimen del callejón. Su posición social, su respetabilidad, su buen nombre, sus negocios, estarían en peligro si llegara a conocerse su aventura. Con razón suelen decir que si un hombre tiene dos mujeres, es que ha perdido el alma, pero si tiene dos casas, es que ha perdido la cabeza.
Le consuela, no obstante, pensar lo cuidadoso que había sido en su apasionada relación con Florinda, no obstante haberla empezado como un cohete y concluido como un canchinflín. Visitaba a la pastelera a horas discretas, cuando la ciudad se cubría de sombras, y nunca había dejado huellas de su paso por el callejón. El contrato de alquiler de la casa estaba firmado por Florinda y los desembolsos mensuales se los hacía en efectivo. Sería difícil, por tanto, que alguien lo relacionara con ella. Pero el susto no se lo quita del cuerpo y aún tiembla como araña de Corpus cuando recuerda el sangriento crimen.
Frente a la entrada del laberinto, Cabañas divisa un Pippet en una de cuyas portezuelas se apoya un hombre con un habano en los labios. Hay otro sentado al volante. El abogado desvía la mirada y se adentra en el paseo, un área de veredas flanqueadas por elevados arbustos.
No hay lugar más reservado para concertar una reunión entre dos personas que no quieren ser vistas juntas en público. Lo enclaustrado del entorno hacen de él un lugar propicio para el encuentro sigiloso, la meditación personal o incluso entregar el alma. De hecho, hace solo unos días, un joven intentó suicidarse aquí abriéndose las venas con una gillette.
Cuando llega a la greca de zigzags, Cabañas acorta el paso con esa pizca de aprensión que se suscita al entrar en lugares que no se conocen y donde uno puede perderse o, peor aún, no salir. Pero pronto repara que el dédalo de La Aurora no es solo un lugar para enamorados y discípulos de Werther. También lo utiliza algún caballero, vestido como un confirmado, parecido al que descubre a la vuelta de un recodo.
El hombre está sentado en una banca, lee con displicencia el Diario de Guatemala y parece disfrutar la mañana y el canto de las aves que habitan en la arboleda.
Cabañas se acerca al caballero y se sienta a su lado en silencio.
—Seré breve, señor Quiroz —le dice en tono pausado y sin mirarle a los ojos—. Luciano quiere su dinero y lo quiere ya. Dice que él no tiene la culpa de que el avión se haya estrellado. Lo único que sabe es que le dio a usted una plata y que él no tiene la mercancía.
Gabriel Quiroz dobla con parsimonia el diario y dice, también en voz baja:
—Qué desagradable, ¿no?
—¿A qué se refiere?
—Al asesinato de la pastelera y su amante. No sé de dónde saca la gente tanta crueldad.
—Sí, es terrible— dice Cabañas, llevándose dos dedos a una ceja.
—¿Me decía?
—Le hablaba de la reclamación del señor Luciano.
—Ah, sí. Vea usted, señor Cabañas. Las organizaciones como las del señor Luciano y la mía no serían lo que son si no cumplieran sus compromisos. Tenemos palabra. Y es gracias a este código no escrito que somos quienes somos y hemos llegado a donde estamos. Me sorprende, pues, que el señor Luciano se muestre tan impaciente.
Quiroz introduce la mano derecha en el interior de su chaqueta y extrae con discreción un sobre que inserta en el diario.
—Aquí tiene el dinero que el señor Luciano pagó por el maletín —dice, entregando el diario a Cabañas.
Sorprendido por tan inesperada respuesta, Cabañas abre el periódico, toma uno de los billetes en las manos y lo tensa un par de veces, haciéndolo restallar con la destreza que lo haría un cajero.
—No vaya a creer que no me fío de usted, es que nunca había visto uno de estos —dice, observando con curiosidad el billete de mil dólares con la imagen del presidente Cleveland.
—Se usan para realizar transacciones elevadas —le aclara Quiroz—. El señor Luciano ha de tener buenas relaciones con algún banco de Nueva York y utiliza estos billetes para reducir el bulto.
Cabañas cuenta el dinero y, al cabo de la operación, murmura con algún embarazo:
—Aquí solo hay quince mil y, hasta donde yo sé, Regonese le pagó a usted veintiún mil.
El comentario de Cabañas altera el agradable rostro de Quiroz.
—Yo negocié el maletín por quince mil y eso fue lo que me entregó Regonese.
—Pues el dato que me dio él a mí fue que le pagó a usted veintiuno, dieciséis en billetes de mil, y cinco, en billetes de cien.
—Eso es falso. Lo que Regonese me dio es lo que le acabo de entregar, quince mil. Y en su cadáver solo había setenta dólares. Qué hizo con el resto, lo ignoro.
—O sea que faltan cincuenta billetes de cien y uno de mil.
—Usted lo ha dicho. Y nada me extrañaría que Regonese le hubiese birlado ese dinero a Luciano.
—¿Está usted seguro de sus hombres? Porque fueron ellos quienes sacaron el cadáver de la casa abandonada, ¿o no es así? —dice el abogado con impertinencia.
Cabañas es más racional que inteligente, pues, si lo fuera, sabría que una pregunta de esa índole no se le puede hacer a un hombre como Gabriel Quiroz. Aunque no es la primera vez que esto sucede. Cabañas y Quiroz se necesitan. Hay una gran dependencia entre ambos que, no obstante, genera una fuerte tensión cuando hablan de negocios. Cabañas es la viva imagen del abogado que defiende al malhechor a sabiendas de que es culpable. Pero no a cualquier malhechor, sino al opulento, al que paga más que nadie por servicios que un abogado honorable sería incapaz de prestar. Envuelto en la bandera de la justicia, defiende al rufián de altos vuelos aduciendo que es su deber como valedor del derecho que toda persona tiene a una defensa justa, por más que sus oficios se limiten a confundir a los jueces y a enmarañar los procesos con artimañas y astucias, juegos del derecho positivo que Cabañas suele ensamblar con admirable destreza.
El letrado es además hombre de influencia en las altas esferas del país. Socio de tres círculos emblemáticos, como lo son el Club Guatemala, el Alemán y el Americano, Cabañas tiene amigos en la Asamblea Nacional, se habla de vos a vos con tres ministros y es miembro prominente de la Cofradía del Señor Sepultado. Modelo de lo que Quiroz y el Qing Bang desean, arquetipo de la mutación moral imprescindible para que el virus del dinero fácil se propague, y el país se convierta en un chiquero, Cabañas es el agente ejemplar de ese orden paralelo, más poderoso que el legal y con el que la tríada china sueña.
A Quiroz, sin embargo, le molestan en extremo esos aires de moralidad y altura de miras con que Cabañas se presenta ante él. Yo solo soy un mediador, alguien que utiliza la cordura para que ambas organizaciones, la de usted y la de Luciano, se entiendan —le dijo en cierta ocasión, como si fuese Quiroz el obtuso—. Ese es mi papel en este negocio, además de recurrir al sistema legal para proteger a mis clientes.
—Usted no es mediador de nadie. Ni un conciliador, ni un santo —le había respondido Quiroz, de mal modo—. En este negocio no hay nadie sin mancha. Usted está de nuestro lado, del de Luciano y el mío, no del lado de la ley. Así que déjese de pamplinas. Y no quiera hacerse el virginal ante mí, porque está de mierda hasta la frente. Nosotros sabemos que usted sabe. Conoce nuestros secretos. Es un cangrejo más de esta olla. Y hay algo que quiero advertirle: el día que quiera salir de ella, no vamos a colgarnos de usted, sino que yo mismo le voy a cortar las patas y la cabeza. Que no se le olvide, licenciado.
Quiroz está convencido de que Cabañas no es consciente de los riesgos que este tipo de negocio entraña. Pero, al margen de esta ingenuidad del abogado, la antipatía que Cabañas siente por él es justamente correspondida. Al letrado le contraría y disgusta la personalidad de Quiroz. Hay en él una esquina violenta y oscura que le intimida, a pesar de su dandismo y su buena presencia. Quiroz es, además, prepotente y ambicioso. Eso por decir lo menos. De ahí que Cabañas no haya logrado explicarse por qué el Qing Bang le ha puesto al frente de una operación tan delicada como esta.
Más allá de la hostilidad y los rechazos, hay algo sin embargo que les une: un futuro que promete hacerles muy ricos. Y esa es la razón de que, si bien la temperatura de sus conversaciones y encuentros clandestinos alcanza a veces niveles desagradables, pensando en lo que podrían perder, echen con frecuencia agua a sus respectivos ardores.
—En este negocio nadie está seguro de nada ni de nadie, licenciado —retoma el hilo Quiroz, luego de contar hasta diez—. Y no puedo decir que mi gente es del todo honrada ni que no se robó el dinero que Regonese le birló, por lo visto, a Luciano. Pero, después de meditarlo cuidadosamente, me temo que haya ocurrido algo distinto a lo que usted sospecha. Regonese abandonó el avión con el dinero y se refugió en la casa abandonada. Allí permaneció todo el día, hasta que mis hombres fueron a buscarlo. En el ínterin, alguien entró en la casa y le robó el dinero que llevaba.
—El dinero y el maletín —corrige Cabañas.
—Lo del maletín es asunto aparte. No confundamos las bacinicas, licenciado.
—Había policías en el callejón —replica el abogado, en tono de señorona incrédula.
—Pero no en la Novena calle, por donde entraron mis hombres. Así que quien se levantó la plata tuvo que ser el vecino de al lado, un doctor de apellido Salceda.
Cabañas se desacomoda en el asiento y se vuelve hacia Quiroz.
—Está usted cortando varas. El doctor Salceda es un hombre de reputación intachable.
—Lo que usted diga, licenciado. Pero le aseguro que ese señor me va a devolver la plata que se robó, así tenga que colgarlo de un ciprés. Hemos registrado su casa sin éxito, pero estoy convencido de que lo tiene oculto en otra parte o lo ha depositado en algún banco.
—¿Cómo? ¿Se ha atrevido a entrar en su casa? Se lo advierto —dice muy serio Cabañas—, no se sobrepase. Salceda es el médico personal del presidente de la República.
—¿Cómo lo sabe?
—Este es un pueblo pequeño. Aquí nos conocemos todos. Mejor dicho, el círculo de los que sabemos estas cosas es reducido.
—A ver si le he entendido bien, licenciado. ¿Me pide que me olvide del maletín y de los seis mil dólares que faltan, dinero que, además del que le acabo de entregar, voy a tener que poner de mi bolsillo para tranquilizar a Luciano?
—Le pido que sea prudente. No tiene ninguna certeza de que sea el doctor quien se robó el dinero. Tal vez alguno de los que entraron en la casa antes de que llegara la Policía se lo sustrajo a Regonese.
—El italiano no perdió el conocimiento, como le ocurrió a Montano Novella, y fue eso lo que le permitió escapar del Ryan.
—¿Y qué hay del maletín?
—Sospecho que está en manos de dos policías corruptos que no se lo entregaron a sus jefes. Tenemos identificado a uno. Sabemos que tiene una herida en la cabeza a causa del golpe del maletín, pero lo vamos a encontrar. Se lo aseguro. Fue una suerte que cayera en sus manos.
—Ya me explicará por qué fue una suerte, si no sabe quién es el policía —refunfuña Cabañas.
—Porque si el maletín hubiese llegado a instancias superiores, a estas horas sabrían lo que contiene y la operación se habría ido al cuerno.
—Eso es una simpleza. El alto mando de la Policía está aún más corrupto que los agentes de línea. Pero dígame, ¿cómo sabe que fueron dos policías?
—Este es un pueblo pequeño —masculla, mordaz, Quiroz—. Hubo testigos. Unos albañiles que vieron cómo los dos policías se quedaban con el maletín que llevaba el amante de la pastelera.
—¿Y cómo sabe usted que ese fulano era el amante de la pastelera?
—Sospecho que la mañana del accidente, ese tipo, cuyo nombre por cierto era Ciriaco Aroche, estaba con ella. Y el maletín debió de caer del avión en el patio de la casa donde habían pasado la noche juntos.
Quiroz hace una pausa y agrega en tono burlón:
—Bueno, en realidad no es una sospecha.
—¿No?
—¿Conocía a la pastelera, licenciado?
Cabañas palidece ante la pregunta de Quiroz.
—¿Yo? ¿De qué iba a conocerla?
—No sé. Tal vez de ir a comprar borrachos a la pasteleria Salzburgo. Era muy llamativa —sigue diciendo Quiroz con el mismo retintín—. Lo que me parece raro es que una empleada como ella viviera en un barrio tan selecto.
—Señor Quiroz, le ruego que no siga metiéndose en esos jardines ni revolviendo las cosas. Otro incidente parecido y aquí se murió Sansón con todos los filisteos.
De súbito, Quiroz cambia de gesto y de actitud. Lo peor de los abogados, piensa, es que pretendan dar órdenes en lugar de dar consejos.
—¡Y usted deje de decirme lo que tengo qué hacer! Es algo que me irrita muchísimo. ¡Muchísimo! ¿Me oye? Pero aún me irrita más que no comprenda la situación. En estos momentos, puede que mi cabeza tenga un precio. Y nada me extrañaría que también lo tuviera la suya.
—Me parece que exagera —sonríe Cabañas, aunque se le nota el susto.
—Está claro que no entiende. Así que se lo diré de otra forma. En este momento, tanto usted como yo somos personas sin ningún crédito, gente sospechosa.
—¿Sospechosos de qué?
Quiroz alza la vista a los árboles del laberinto. La paciencia se le está agotando.
—De todo. Incluso de haber provocado el accidente para justificar y hacer creíble el extravío del maletín y el dinero.
Quiroz saca un llavero del bolsillo y empieza a darle vueltas.
—Pero esto es lo que ocurre cuando una misma persona maneja la plata y la mercancía. En este negocio, el dinero debe ir por una parte y la mercancía por otra. Yo pedí que nos pagaran en Nueva York. Por anticipado. Pero Luciano no quiso aceptar. Era la primera vez y lo entiendo. Por eso envió a Regonese, para que negociara conmigo la compra. La cosa ya no tiene remedio, sin embargo. Y ahora debo recobrar como sea el maletín y el dinero. Debo demostrar mi inocencia, salvar mi buen nombre. Todo estaría perdido para mí, si no lo logro. Mi porvenir, mi carrera, mi vida. ¿Lo puede entender ahora?
—Lo entiendo —admite Cabañas en un susurro.
—El dinero que le acabo de entregar le va a permitir a usted recobrar su crédito. Le acabo de salvar la vida. Vea si soy generoso. Pero yo tengo aún que rescatar la mía. Debo convencer a mi gente de que no me quedé con el maletín y justificar la devolución de los quince mil que acabo de entregarle, así como de los seis mil que faltan. Necesito tiempo para recuperar ambas cosas. ¡Así que no me diga que sea prudente! —remarca con voz rasposa.
—Solo pretendía advertirle. No puedo descartar la idea de que hayan sido sus hombres quienes hicieron la maroma. Y usted no tiene seguridad de que la hayan hecho la pastelera y su amante.
Quiroz hace un gesto de cansancio y sus delicadas facciones vuelven a adquirir un aspecto siniestro. Cabañas no parece tener conciencia del mundo en que se ha metido, un territorio peligroso donde no caben las medias tintas. Y Quiroz decide que ha llegado el momento de darle un apretón en salvas sean las partes para que se entere de una vez por todas.
—Sí tengo esa seguridad, licenciado. Claro que la tengo. La pastelera no habló, aunque chilló como una guacamaya hasta que la amordazamos. Probablemente quería encubrir a su novio. Una mujer valiente. Murió sin decir esta boca es mía. En cambio él si cantó. Y con voz más clara que la de Caruso. Antes de morir nos dijo que, en efecto, dos policías le habían quitado el maletín. Así que estoy muy seguro, licenciado. El dinero lo tiene el doctorcito, y el maletín, los dos policías.
Cabañas ha perdido el aliento y la palabra. Tiene al asesino de Florinda enfrente y habla del homicidio con la frialdad que lo haría un destazador de reses.
—Esta misma tarde uno de mis hombres le llevará los seis mil dólares que faltan para que se los acredite al señor Luciano. Pero quiero que me haga un favor.
El abogado asiente con gesto humilde. Quisiera escapar del laberinto a la carrera, pero Quiroz lo tiene acorralado como Teseo al Minotauro.
—Dígale al señor Luciano que nosotros somos personas serias y que no nos arriesgaríamos a perder un negocio millonario por unos cuantos miles de dólares. También tengo algo para usted —agrega, sacando del bolsillo un papel doblado que alarga a Cabañas—. Es un obsequio personal.
—¿Un obsequio?
—Estaba en una gaveta de la habitación de la pastelera. Es su número de teléfono.
—¿El de la pastelera? —dice Cabañas, perplejo.
—No. El de usted.
Quiroz se acerca a un oído de Cabañas.
—Para que vea lo generoso que soy —le susurra con un baile burlón en las pupilas—. Hoy le he salvado la vida dos veces. Pero no vuelva a decirme nunca lo que debo o no debo hacer. ¿Estamos? ¡Nunca!
Quiroz arquea la espalda hacia adelante y se levanta del banco. Su gesto ha vuelto a adquirir la serenidad del hombre de negocios comedido y cordial. Pero antes de abandonar el laberinto aún se toma tiempo para decirle al abogado:
—Y cómprese otra corbata. Esa que lleva puesta es horrorosa.