Catorce

Salceda y Villagrés dejan atrás la ciudad, pasan bajo el puente del ferrocarril y enfilan el Bulevar 15 de Septiembre. Más allá del Parque Navidad y el tétrico edificio de la Penitenciaría, se abre una llanura arbolada que la blanca terracería parte en dos como un meridiano. Le dicen bulevar por influencia francesa, pero no pasa de ser una calzada solitaria que prolonga la Séptima avenida y concluye en el acueducto colonial. Sus moradores más conspicuos a esta hora son la oscuridad y el silencio, y solo la luz de alguna casa aislada revela signos de vida entre el espeso boscaje.

La Harley se mueve lentamente sobre esa ancha línea de tiza que raya la oscuridad hasta que, unos dos kilómetros adelante, el doctor y el inspector divisan la Plaza de España, glorieta con planta de coso taurino en cuyo centro se reconstruye una fuente de piedra del siglo XVIII dedicada al rey Carlos III de España y de la que solo está concluido el brocal.

Salceda frena unos cien metros antes, se sale de la calzada y, siguiendo instrucciones de Villagrés, se adentra en un lugar solitario, tupido de jacarandas y cipreses.

El inspector se desliza fuera del sidecar y estira los brazos y las piernas. Se ajusta el Smith & Wesson a la cintura y, tomando el maletín en sus manos, se sienta al pie de un árbol. La luna filtra sus destellos por entre el ramaje del bosque y el runrún de los grillos es tan intenso que, por momentos, el inspector cree tenerlos a todos metidos en la cabeza.

Acomodado en el árbol, Villagrés cierra los ojos, suspira y rezonga la letra de un tango malario y sentimental:

Silencio en la noche, ya todo está en calma, el músculo duerme, la ambición trabaja...

Salceda, quien ha ocultado la moto tras unos matorrales, se acerca al inspector y se sienta junto a él con la aprensiva sensación de que mil ojos les observan.

—¿Usted sueña cuando duerme, doctor?

—Como todo el mundo, supongo.

—¿Sueños feos o bonitos?

—Depende de lo que haya cenado.

Villagrés ríe.

—¿Y usted cree que los sueños signifiquen algo?

—Se dice que son una manifestación de nuestras obsesiones y de nuestros miedos, pero no me consta. ¿Por qué lo pregunta?

—Anoche tuve uno muy raro. Me había terminado de afeitar y me incliné para lavarme la cara. Tomé la toalla a tientas y me sequé. Luego me miré en el espejo.

—¿Y?

—Vi frente a mí a otro hombre. Viera qué feo.

—¿El susto o el hombre?

—El susto, el susto. ¿Sabe lo que es mirarse al espejo, moverse y hacer gestos y ver que quien está enfrente es otra persona?

—¿Y quién era el que tenía enfrente? ¿Lo conocía usted?

—Era un hombre más joven que yo, un desconocido que parecía feliz.

—¿Sería por haberse lavado la cara?

—A saber.

Hace viento y hace frío. La temperatura es en las afueras de la ciudad dos o tres grados más baja que en el centro.

Salceda se frota las manos, aunque sabe que el frío que siente no se debe al airecillo que sopla, sino al corre corre que se trae su adrenalina.

—¿Qué piensa hacer con Quiroz cuando lo detenga?

La pregunta de Salceda lleva acentos de preocupación. Villagrés ha respondido con vaguedades cuando le ha inquirido sobre su plan para detener al traficante. Confíe en mí, deje eso de mi cuenta, no se inquiete, han sido sus palabras cuando han tocado el asunto.

—Todavía no lo sé —responde Villagrés—. Quizás se lo lleve a mi jefe con todo y el maletín. Sería el único modo de que me creyese. Pero aún no lo tengo decidido. Mi jefe no es trigo limpio y podría querer sacar jugo a este negocio.

—¿Y si trae armas de fuego?

—¿Quién, mi jefe?

—No, Quiroz.

—Lo dudo. Se lo dije el otro día en El Palomar: los hombres como él solo utilizan armas blancas y en algunos casos las manos, como hacen Los caballeros del Si-Fan, la secta que dirige el doctor Fu Manchú.

—Yo no me fiaría demasiado de lo que se ve en las películas.

—Así al menos ha asesinado Quiroz.

Villagrés hace una pausa y agrega en tono amistoso:

—Además, le tengo a usted para cubrirme las espaldas.

—¿Y si no viene?

—Vendrá. Si es todo lo codicioso que pienso, y hay pocos hombres como él que no lo sean, no querrá perderse el trato. Es demasiado bueno para que lo eche a perder. Además, parece impaciente. Apenas regateó el precio, lo que es raro. Y noté que tenía prisa. Todo eso dice mucho sobre cómo debe de sentirse.

Salceda señala al maletín que Villagrés tiene entre las piernas.

—¿Trajo todas las latas?

—Y los seis mil que le pidió a usted.

—No le creo.

—Hace bien. Solo hay un billete de cien dólares. ¿Ha oído hablar del timo de la estampita?

—Solo de nombre.

—El timador se hace pasar por un retrasado mental que ofrece billetes de cien a diez centavos, preguntando a la víctima si le compra una estampita. La víctima adquiere una y, cuando comprueba que los billetes son reales, le pide al retrasado que se los venda todos. El timador le entrega el paquete de estampitas por una suma importante y se esfuma. Cuando la víctima va a ver, se encuentra con un sobre lleno de recortes de periódicos.

—Y eso es lo que hay en el maletín

—Exactamente, un billete de cien dólares y recortes de papel. Por eso es que Quiroz no le ha llamado en todo el día. Piensa que el dinero que iba en el avión, el que le pidió a usted en la nota, se encuentra en el fondo del maletín.

Salceda dirige la mirada a los arbustos pensando que sus escrúpulos de conciencia quizás hayan estado por encima de la gravedad de su falta. La culpa es el sentimiento más insidioso, el más tenaz, el más agotador que puede experimentar una persona y, tal vez por ello, su juez interior podría haber pensado que la infracción era mayor de lo que habría dictado un juez común. Pero mucho más difícil que perdonarse a sí mismo era haber subestimado la inteligencia y la honradez del inspector y este es el momento en que aún no sabe cómo excusarse por ello.

—¿Y qué quiere que haga yo, mientras usted le arresta?

—Seguir mis instrucciones.

—Pero usted no me ha dado ninguna.

Villagrés evade la réplica. Se ha llevado un dedo a los labios y le pide a Salceda silencio. Un automóvil se acerca con lentitud anormal y los faros apagados, haciendo crujir la gravilla y los guijarros de la calzada. Pasa delante del lugar desde el que acechan Villagrés y Salceda, entra en la glorieta y continúa su marcha hacia la fuente en construcción. Allí gira muy despacio en torno a esta última y regresa. Toma de nuevo el bulevar y se detiene a unos veinte o treinta metros de donde están Villagrés y Salceda. Segundos más tarde, los faros del vehículo se encienden y apagan dos veces.

Villagrés saca una linterna del maletín y se pone de pie.

—Quédese aquí —le dice al doctor— y salga armado cuando le haga una señal con la linterna. Pero no se mueva de aquí hasta que yo le avise. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Ahora deséeme suerte.

Villagrés echa a andar hacia la cuneta de la calzada.

Salceda saca la Walther semiautomática y con un rápido movimiento desliza la corredera y mete la primera bala en la recámara. Luego observa que, desde la cuneta, Villagrés dirige la linterna al automóvil y que la enciende y la apaga dos veces.

Los faros del vehículo repiten la señal y, acto seguido, una de sus portezuelas se abre dando paso a un hombre con sombrero que Salceda identifica como Gabriel Quiroz, a quien siguen otros dos hombres.

—¡Acérquese más, pero usted solo! —le grita el inspector al traficante.

Villagrés ha sacado el Smith & Wesson y permite avanzar a Quiroz quien se dirige hacia él con aire displicente.

Cuando lo tiene más cerca, el inspector enciende la linterna y le enfoca. Comprueba que efectivamente es Quiroz y vuelve a gritar:

—¡Quédese donde está y ponga el dinero en el suelo!

Quiroz hace lo que Villagrés le ordena.

—¡Ahora retroceda diez pasos!

—Señor Gardel, por favor, dejémonos de teatro.

—¡Retroceda, le digo!

Seguramente pensando que el estúpido de Gardel puede resultar peligroso con un arma de fuego en la mano, Quiroz retrocede hacia el automóvil.

Villagrés sale rápidamente de la cuneta y se acerca hasta donde está el sobre. Lo recoge, lo examina y confirma que tiene el dinero. Luego coloca el maletín en el mismo lugar, lo abre y se aleja unos pasos.

En el momento en que Villagrés depositaba el maletín en el suelo, Salceda ha escuchado una especie de clic, parecido al del obturador de una cámara fotográfica. No es un ruido muy común, pero piensa que quizás lo haya ocasionado una de las cerraduras que el propio inspector ha hecho saltar para abrirlo y poner el contenido ante los ojos de Quiroz.

Salceda tiene los labios secos y la boca pastosa. Es evidente que Villagrés ha mantenido la distancia con Quiroz para evitar una agresión inesperada, pero no deja de preguntarse cuándo lo irá a detener.

—¿Todo en orden? —pregunta el inspector.

Quiroz examina las latas etiquetadas, las cuenta, pincha una de ellas con una navaja, extrae una muestra del material, lo prueba y asiente finalmente con un gesto.

—¡Ahora váyase de aquí! —le grita Villagrés.

Salceda no entiende lo que sucede. El arresto no ha tenido lugar y los movimientos de Villagrés, que hasta el momento habían sido pausados y medidos, comienzan a ser rápidos y nerviosos. Salceda se pregunta por qué habrá actuado así, por qué no le hace con la linterna la señal convenida y por qué no ha detenido a Quiroz, teniéndolo a su merced.

No ha determinado aún la razón de tan extraña conducta cuando, de improviso, tiene una de esas vivencias en que, inexplicablemente, el cerebro tiene la premonición de que un peligro inminente y real se cierne sobre nuestra vida. Y es entonces que se produce lo inesperado. Villagrés apaga la linterna, la oscuridad vuelve a la calzada y Salceda cree escuchar, en tono bajo y rasposo, la palabra ¡payaso!

Quiroz se ha reincorporado del suelo y, en un rapidísimo movimiento, ha retrocedido su brazo derecho a la altura de su cabeza. Salceda alcanza a ver un brillo metálico, un brevísimo destello que pasa ante sus ojos como una bengala y va a clavarse en el pecho de Villagrés.

El inspector gira sobre sí, emite un ahogado gemido y trastabilla unos pasos.

Otra diminuta chispa perfora la oscuridad y se hunde en la espalda del inspector quien suelta el revólver y el sobre, da dos o tres pasos más y se desploma sobre la calzada.

Uno de los hombres que acompañan a Quiroz corre hacia Villagrés, toma el sobre con el dinero y regresa al automóvil que le espera con una portezuela abierta. Las otras se cierran al unísono y el vehículo emprende una precipitada fuga en dirección a la ciudad.

Salceda sale corriendo de entre los arbustos, se arroja a la cuneta y comienza a disparar. El pulso le tiembla y los latidos del corazón le ahogan, pero consigue mantener apretado el gatillo hasta que la última bala abandona el cargador.

El automóvil ha pasado ante sus ojos como una sombra, pero él está seguro de que alguno de los disparos ha perforado la carrocería.

Todo ha sucedido muy rápido, pese a que el tiempo se le ha hecho eterno. Desde que Quiroz tomó en sus manos el maletín solo habrán transcurrido quince o veinte segundos.

Salceda corre entonces hacia donde ha caído el inspector. Su mente está confusa. La operación ha sido un desastre. ¿Qué diablos pensaba hacer Villagrés? Todos cometemos errores, es la excusa habitual, pero este había sido el más grueso de todos. ¿Cómo creía, siendo como era, un hombre inteligente, que él solo podía llevar la operación a buen fin?

Toma en sus brazos al inspector y lo incorpora del suelo. Villagrés tiene la espalda empapada en sangre y respira con dificultad. Uno de los cuchillos ha penetrado en su torso; el otro yace en el suelo, a pocos pasos de él.

Salceda repara, no obstante, que la respiración del inspector es atípica, o cuando menos distinta a la que podría esperar un doctor. No es ni mucho menos agobiada, como la que correspondería a hombre herido que presiente su fin, ni tampoco la entrecortada y dolorida de alguien que tuviera perforado un pulmón. Villagrés inhala y exhala llevando un ritmo, una cadencia semejante a la del péndulo de un reloj de pared.

—...veintisiete, veintiocho, veintinueve... —musita, con la mirada fija en el automóvil que se aleja a toda velocidad.

Salceda alza la mirada y la dirige a la lejanía. El vehículo de Quiroz está ya a doscientos metros. Sus luces traseras se han vuelto muy pequeñas, como puntas de cigarrillos encendidos, y el ruido del motor es apenas audible.

—...treinta, treinta y uno, treinta y dos...

Llegada la cuenta a ese punto, la noche se ilumina de súbito con un descomunal fogonazo que ciega a Salceda y le obliga a esconder el rostro. Y una fracción de segundo después, la calzada se estremece con una deflagración sobrecogedora.

Enajenado y sorprendido por el impacto de la onda expansiva, Salceda experimenta la perturbadora sensación de que la tierra ha sufrido un frenazo y que la marcha del tiempo es ahora más más lenta. Así lo cree porque el automóvil, envuelto en llamas anaranjadas y rojizas, se ha empezado a elevar en el aire muy despacio, como si quisiera ascender a los cielos, arrojando lejos de sí puertas, vidrios, neumáticos y pedazos de metal. Lo hace con morosidad, si no con choya. El vehículo es un carro de fuego suspendido en la noche que levita por brujería o milagro y se esfuerza por alcanzar las copas de las jacarandas, como si quisiera escapar de este mundo en busca de los collados eternos. De su interior brotan miles de chispas alargadas, como agujas al rojo vivo, en un vistoso depliegue de luces, bengalas y triquitraques, hasta que, de improviso, una última y potente explosión eleva unos metros más el mágico carricoche.

El espectáculo y el fragor duran, no obstante, muy poco. Instantes después, la ley de la gravedad ejerce todo su poder sobre el vehículo y lo precipita sobre la calzada hecho pedazos. Y cuando al fin la noche recobra su silencio, Salceda escucha a Villagrés murmurar estas palabras, pronunciadas muy despacio y con una frialdad sobrecogedora:

—Esta va por usted, compadre... y por los otros.

Luego, el inspector entorna los párpados y su cabeza se desploma desmayada sobre el pecho.