Diez

Dirección General de Policía, 7 de diciembre de 1929 10:35 a. m.

El pecho de Bonifacio Villagrés es un horno de panadería. Todo en su interior abrasa y arde. Tiene por seguro que ha dejado de ser el hombre que un día fue, el policía sereno y estoico que absorbía con calma los mazazos del delito, y de manera inconsciente traslada ese estado de ánimo a la máquina de escribir. Con cada teclazo estremece la mesa auxiliar donde reposa aquella y, aunque el escrito va saliendo nítido y sin tacha, hay letras como la j o la l, cuyas agudas y aceradas aristas, casi perforando el papel, dejan a su paso las huellas de una rabia difícil de disimular. Cada día le sacan más de quicio la sangre, la crueldad y, sobre todo la fiera, la bestia humana, sea blanca, china o de Belice, hable inglés o hable himalayo, esa alimaña nacida para vivir contra el prójimo, que mata por dinero o por impulso y luego se solaza en la comida, la bebida o el regazo de una mujerzuela, como si nada hubiese ocurrido.

Villagrés está caliente, pero el informe ha de ser frío. Y a bajarle la temperatura contribuye el intenso aporreo que se trae con la máquina de escribir en cuyo carro hay una cuartilla con dos copias y un texto que va de esta guisa:

INFORME SOBRE UN CADÁVER HALLADO EN LA QUINCE CALLE Y AVENIDA DEL FERROCARRIL

Guatemala, 7 de diciembre de 1929 Señor Comisario de la Primera Demarcación de la Policía Nacional de Guatemala Presente

Respetuosamente nos dirigimos a usted para informarle que el día de hoy, a las 6:45 horas, el inspector Bonifacio Villagrés y el agente Rosalío Alvarado acudimos a la dirección arriba indicada, luego de una denuncia recibida en la Dirección General, según la cual, en la esquina de la calle y avenida citadas, se encontraba el cadáver de una persona inclinada sobre el timón de un Ford, modelo antiguo, con placas número 1179.

En presencia del señor juez de paz, comprobamos que se trataba de un hombre mayor, como de un metro sesenta y cinco de estatura, pelo canoso, ojos café (uno natural, otro de vidrio), nariz abultada, boca y labios regulares y barba de varios días. Vestía camisa celeste, saco gris con rayas blancas, pantalón de lona y calcetines azul marino.

Luego de registrar sus ropas, encontramos que se trataba de Maximiliano Bermejo, nacido en esta ciudad capital, de sesenta y nueve años y propietario de una tienda de pájaros llamada La jaula de oro.

El cadáver presentaba señales de estrangulación, parecidas a las halladas tres semanas atrás en el doble crimen del Callejón de Dolores.

Bajo el piso del asiento del conductor hallamos una caja de zapatos con recortes de tela y papel periódico que acolchonaban dos artefactos de explosión retardada, idénticos a los que el inspector Villagrés encontró en un predio del Calvario, en enero del año en curso, pocos días después del atentado contra el señor presidente de la República.

Dada la peligrosidad y los posibles alcances políticos del hallazgo, nos constituimos de inmediato en La jaula de oro, acompañados por el señor juez de paz. Una vez allí, forzamos la puerta e hicimos un registro del almacén y la casa, y en su interior encontramos doce candelas de dinamita de tamaño reglamentario, así como otros...

Villagrés deja de teclear y se queda unos momentos mirando a la ventana. Un apremio irrefrenable, semejante al impulso del cleptómano, le había llevado a cometer un acto ilícito mientras registraban la pajarería. Estaba muy alterado por el crimen del anciano y sentía tanta repulsa por el hecho como la que había experimentado ante los carbonizados restos de Elizardo. Y en ese instante se le había ocurrido pensar que si la justicia no cumplía con su deber, alguien debía hacerlo, y que si la ley del más fuerte se imponía a las leyes de los hombres y la tierra, algo había que hacer con el más fuerte.

Necesita, no obstante, borrar las huellas del escamoteo en la pajarería y aclararlo en el informe. Entonces, con gesto decidido, se levanta del asiento, abre la puerta de su oficina y grita:

—¡Rosalío!

El agente se acerca por el corredor con un trotecito.

—Mande, jefe.

—¿Recuerdas cuántas bombas de un cartucho decomisamos en La jaula de oro?

—No muy bien, jefe. ¿Serían siete?

—Yo tengo en la memoria seis. Piénsalo bien. Vas a tener que poner tu firma en este informe, junto a la mía.

Rosalío se pasa una mano por el cuello. Ni es un policía brillante ni tiene buena memoria, pero confía en su jefe. Así que, luego de unos segundos, dando la impresión de haber hecho una reflexión profunda, dice muy seguro de sí:

—Tiene razón, jefe, eran seis.

—Gracias, Rosalío. Ahí te llamo para que firmes.

Villagrés regresa a la máquina de escribir y relee las últimas líneas del informe.

—Vamos a ver ...doce candelas de dinamita de tamaño reglamentario, así como otros... Muy bien, aquí es, allá vamos: ...así como otros seis artefactos de explosión retardada, semejantes a los encontrados en el vehículo de Maximiliano Bermejo. Estas bombas de tipo artesanal se preparan con una parte de aserrín empapado en tres partes de nitroglicerina y una pequeña cantidad de carbonato de sodio. En su interior llevan inserto un filamento de cobre conectado a un detonador, una pila diminuta y un interruptor del tamaño del botón de una camisa. El tiempo que transcurre desde que se oprime el interruptor hasta que la bomba estalla es de unos treinta o treinta y cinco segundos. Su aspecto externo es el de un enorme cigarro puro, de unas doce pulgadas de largo por una y media de diámetro, y su capacidad destructiva es tal que puede volar una casa, como el señor comisario pudo comprobar personalmente el pasado enero, cuando hicimos estallar cerca de La Pedrera uno de los artefactos encontrados en el predio del Calvario.

Los sonoros clac clac de la Remington le recuerdan que así debieron de sonar las cervicales de las víctimas de Quiroz, lo que le calienta aún más la cabeza y le obliga a detenerse.

La culpa es la servidumbre del hombre honrado, un costal de piedras a la espalda, la bola encadenada al pie, se dice recordando a su compadre muerto. Y toda la vida tendrá que apechar con ese lastre. Pero esta no es hora de quejas, por más que la culpa le pese, sino de hacer lo que la conciencia le demanda. Y reafirmado en esta disposición, ataca de nuevo el teclado y golpeándolo aún con más furia, termina el informe con estas escuetas palabras:

Es todo cuanto tenemos que informarle, protestando ante usted nuestra subordinación y respeto.

Bonifacio Villagrés Rosalío Alvarado

El inspector alarga el brazo al teléfono y marca un número.

—¿Doctor Salceda?

—Sí, inspector.

—Le llamo para advertirle que Quiroz ha vuelto a asesinar. A las víctimas que le conté se ha unido ahora un hombre de apellido Bermejo.

—¿Bermejo? ¿Max Bermejo?

—¿Le conocía usted?

—Era mi paciente. ¿Cómo murió?

—Estrangulado.

—¿Se sabe el motivo?

—Sospechamos que Bermejo estaba implicado en una conspiración contra el gobierno, pero, por qué fue asesinado, eso no lo sabemos.

Hay un largo silencio al otro lado de la línea.

—¿Doctor? ¿Me escucha? ¿Está bien?

—Si inspector, estoy bien. Pero acabo de recordar algo que podría explicar el crimen.

Y durante unos minutos, Villagrés escucha por boca de Salceda la historia de Max Bermejo, la fatídica explosión en Las Cruces, la muerte accidental del padre de Quiroz y la huida de este, luego de explosionar un cartucho de dinamita en el barracón donde el artificiero dormía.

—Quiroz ha de ser el chino blanco del que me habló Bermejo. Y el crimen se debe probablemente a una venganza.

—¿Envió el mensaje que le dije a la pensión Gardenia?

—Sí, inspector.

—Muy bien. Llegaré al Salón Granada a las dos, como quedamos. Debo estar seguro de que es Quiroz con quien hablo y hasta que usted no me lo confirme, no entro. Ahí le ruego que no le pierda ojo a todo el que entre y salga del café.

—Descuide, inspector.

Bonifacio Villagrés cuelga el teléfono y vuelve de nuevo los ojos a la ventana. La ley se ha instituido para inhibir la acción de los indeseables, se dice, pero la justicia es más débil que los bajos instintos de los hombres y no hay quien pueda devolverle la vida a las víctimas de los asesinos. Por acuerdo general dejamos el castigo en manos de los jueces, pero cuando estos, por incompetencia, cobardía, corrupción u otras causas, no son capaces de hacer justicia, ¿qué nos queda a los demás para alcanzarla? ¿Y qué satisfacción dar a los agraviados, a los inocentes y a los muertos?

Tenía razón el doctor. En ocasiones, la única manera de acercarse en Guatemala a la justicia, era alejarse de los jueces.