Tres

Ciudad de Guatemala, viernes, 5 de diciembre de 1929

La entrada de la Dirección General de Policía da a un pequeño patio con un corredor en la planta baja y otro en la alta desde donde se escuchan las voces y los ruidos de la puerta principal. La mañana de este viernes ha transcurrido, no obstante, en medio de un profundo silencio. Nada ha alterado la quietud del edificio hasta que, poco antes de las once, Bonifacio Villagrés alcanza a oír una seguidilla de gritos y palabras gruesas como hijo de la gran puta, te voy a romper la jeta, cabrón, o no te va a alcanzar la vida para pagar lo que debes.

Molesto por la bulla, el inspector se levanta de su escritorio, abandona la oficina y sale al corredor dispuesto a restablecer el orden.

—¿Qué es lo que sucede aquí? ¿A qué viene ese relajo?

Rosalío se acerca a Villagrés sonriendo y con las manos en alto.

—Un asunto menor, jefe. Nada serio. Resulta que, desde hace un tiempo, los clientes de la Aplanchaduría alemana venían reclamando al dueño su ropa, ya que no les devolvía las prendas que habían enviado a planchar. El señor denunció el caso y el comandante Landero, quien por lo visto es su amigo, ordenó investigar el asunto. Resultó que un antiguo empleado de la empresa continuaba recogiendo a domicilio la ropa, se quedaba con ella y la vendía después en el mercado. Los muchachos detuvieron al manilargo, avisaron al dueño y se acaban de encontrar aquí los dos. Al planchador se le ha subido la mostaza a la nariz y le ha zumbado al ratero un bofetón que lo ha dejado a nivel y escuadra. Y ese es el motivo de la bulla. Por lo demás, sin novedad en la guardia, jefe.

Villagrés rezonga algo entre dientes y da media vuelta de regreso a su oficina.

No es este para él un día de gozos. La investigación sobre la muerte de Elizardo se encuentra en el limbo. Después de la indignación inicial, tres semanas de nadar en seco. Ni un indicio ni una pista de Quiroz y sus secuaces. Y con el paso de los días, el repudio por la muerte de Elizardo y el deseo de hacer justicia se ha enfriado. Los diarios tienen puesto el ojo en otros asuntos y Landero le ha ido privando de los agentes auxiliares que le había asignado para investigar el crimen. El último que le queda, Rosalío, será trasladado en breve a la Quinta Demarcación.

Pero no toda la culpa es de Landero. La Policía está desbordada de trabajo. Cada día hay más robos, más asaltos, más crímenes. Demasiados diablos sueltos para tan poca agua bendita. La institución no cuenta con laboratorios, criminólogos ni métodos modernos de investigación, de ahí que su eficacia sea tan exigua.

Algo hiere a Villagrés, no obstante, mucho más que esas carencias. Y es que nadie se ha preocupado de la viuda y los hijos de Elizardo, a quienes Villagrés sostiene en medio de sus propias penurias. Lo ha tomado como penitencia. La muerte de su compadre, un hombre sin mancha y sin hiel, se ha convertido en una agobiante pesadumbre, y cada vez que recuerda su culpa y su impotencia para expiarla, se le hace un nudo en la garganta y le entran ganas de llorar.

Villagrés regresa cabizbajo a su oficina, pero antes de traspasar la puerta vuelve la alharaca al patio. Ahora no son palabrotas ni gritos, sino silbidos galantes y suspiros voluptuosos. El inspector gira sobre sí y entonces ve venir hacia él a Elvira Castillejos, armada de su habitual descaro, dejando caer a un lado y otro sus retadoras caderas y clavando su mirada vivaracha en el inspector de policía.

La muchacha bracea con suavidad y gracia, adelantando alternativamente los hombros como una bailarina de cabaret. Ataviada con un vestido blanco de florecitas azules, zapatos de terciopelo negro y medias color de rosa, Elvira Castillejos es la viva estampa de la provocación.

Villagrés cabecea con el gesto de quien se encuentra indefenso ante las fuerzas de la naturaleza y da paso a la bisbirinda quien se adentra en la oficina de Villagrés sin pedir venia con un desenfadado «¿cómo le ha ido?».

El inspector cierra la puerta y se vuelve a la muchacha.

—Lo último que debe hacer un informador de la Policía —le dice, apuntándola con el dedo— es entrar en la Dirección General como lo acabas de hacer, pidiendo guerra y con aires de fufurufa.

Lo ha dicho con el afán de poner una barrera de seriedad entre él y la pecatriz, pero Elvira Castillejos no está para reprimendas.

—Ah, bueno, si me va a tratar así, entonces mejor me voy.

—No te pongas en plan tonto, que no está la Magdalena para tafetanes —dice Villagrés con ojos de calabaza apuñalada—. Siéntate.

—Usted me dijo que viniera a hablarle si sabía algo —contesta, enfurruñada, la Castillejos— y mire cómo me recibe.

—Si sabías algo de quién.

—Primero quiero saber si me va a pagar.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De la información que tengas.

La Castillejos hace una pausa dramática con la que acaso quisiera representar a la mujer arrepentida de haberse asociado al hombre inadecuado. En el interior de su cabecita solo existe el dinero y las mil y una maneras de sacárselo a los hombres. Villagrés no parece sin embargo una persona de las que abren la mano y cierran los ojos, pero, ya que ha venido hasta aquí, lo mejor será hacer de la necesidad virtud.

—Va pues, inspector —dice dejando escapar un resignado suspiro—. Desde unos días para acá, madame Dorothée me ha estado pastoriando y queriendo hablar conmigo. Pero yo me había hecho la sorda, porque no quería caer dos veces en el mismo pozo. Por bruta, si lo vuelvo a hacer. Me va muy bien como estoy.

—Pero la señora dio contigo.

—Creía habérmela quitado de la espalda, cuando ayer, caminando por la Quinta, se detiene un carruaje a la par mía. Volteo y veo a la madame haciéndome gestos con esa cara de madrina buena que pone cuando anda a la caza de pollitas. Me dijo que subiera al carruaje, que me quería hablar. Y yo que no y ella que sí, hasta que por último me convenció. No tenía nada que perder y andaba con los pieses hinchados y la lengua de corbata de tanto trotear la calle. Así que me subí al landó. Cómo está chula, me dijo. Y yo que le contesto, pues muy bien. «¿Está molesta conmigo?», me dice. No, ¿por qué?, le digo yo. «Pues porque le he estado enviando mandados y no se ha dignado contestarme ninguno. ¿Qué le he hecho yo, bonita, después de todo lo que la he querido y la he enseñado?». La doña es una chorcha bien hecha, así que para qué responder. Mejor comer y callar. La vida le ha enseñado a una a tirar del cebo sin picar en el anzuelo, pero seguí escuchando a la doña, por saber qué pretendía. «No sea tonta, Elvirita», me dijo. «Aproveche su edad y sus encantos mientras ese lindo cuerpo que tiene siga en flor. La juventud dura poco y, si no le saca ahora el jugo, más tarde tendrá que arrastrarse para comer». Como si una no lo supiera. Pero bueno, en vista de que yo no le hablaba, me acabó por confesar que quería hacer un trato conmigo, aunque no para volver a Entre jazmines. Su negocio había decaído en los últimos dos meses y quería llevar sus servicios por otros derroteros. Como ella tiene los contactos, por un lado, y a nosotras, por otro, todo lo que había qué hacer era juntarnos donde quisiera el cliente, en lugar de un sitio fijo. Ella me avisaría de la hora y me llevaría con el interesado, siempre un caballero fino y con plata. Veinticinco pesos por servicio y el negocio al fifty-fifty. La señora es rementirosa, por más que gaste palabritas de buena crianza, pero como una es materia dispuesta y mis conectes no son de la misma categoría que los suyos, pensé que no estaría mal el trato.

—¿Y qué tiene todo eso que ver conmigo?

—No sea impaciente y escuche. Entonces viene la señora y me dice que por qué no empezar de una vez el negocio, y que tenía un cliente a quien yo le caía como zapote maduro. Eso sí que no, le dije. Yo no soy ninguna vieja que ande por ahí ofreciendo sus favores, yo soy una mujer joven que, además, conoce este oficio por todas las...

—Elvirita, no te enredes.

—Si no me enredo, inspector. Es que la señora me puso como la gran flauta.

—Sigue, sigue.

—El asunto es que eso del cliente y el zapote, me puso en guardia, porque yo a todos les caigo bien. A otras no les pasa lo mismo, pero a mí sí. Solo tengo que mirar al cliente y empezar a quitarme la ropa —dice la Castillejos, al tiempo que simula el intento de abrirse el vestido —para que el julano se ponga como un caballo de carreras.

Villagrés está tentado de decirle que él ya la había visto desnuda, solo que en fotografía, y que no era para tanto, pero opta por no interrumpir y dejar que la muchachita se exprese.

—La señora me dijo que el cliente pagaría el doble por el servicio. Y ahí sí me entraron las sospechas, mire, pues hay poca gente en este país que pague cincuenta pesos por echarse un talco, pior estando como está la economía.

—Qué sabrás tú de esas cosas.

—Lo suficiente, mi chulo, para darme cuenta de que la cosa está fregada. Así que le dije, ¿no me estará usted mandando uno de esos sus clientes raritos? Y la vieja, que las coge al vuelo, pero las mata callando, volvió los ojos a la calle y se quedó así un rato, medio enfadada y sin hablar. Como no abría la boca, le dije que, si íbamos a hacer un trato, tenía que mandarme clientes que hicieran el rucu-rucu normal, mojando el pincel como todo el mundo, y no tipos de sangre pesada, de esos que te dan reata y te dejan desencuadernada varios días, como me dejó alguna vez aquel tipo de Jocotenango.

—El mango de Manila.

—Ese mero.

Villagrés se endereza en su asiento y se acoda en la mesa con la expresión del niño fascinado por el cuento que escucha antes de dormir.

—Ahora sí que le interesa, ¿verdad? —dice ella con picardía, al notar el cambio en el inspector.

—Me interesa, pero no sé a dónde quieres llegar.

—¿A dónde va a ser? Al tipo de Jocotenango. Pues al oír que yo lo mencionaba, la señora se volvió hacia mí muy seria y preguntó: «¿Quién le dijo que era él?». Y ahí se acabó el amor, mire usted. Ahí sí no. Le dije que se olvidara de mí. «Ese hombre la necesita como el aire que respira», me explicó. «Tiene una fijación con usted. ¿Sabe lo que es una fijación? Bueno no importa. El asunto es que está loco por sus caricias y sus besos. Y además ha cambiado, Elvirita. Por Dios que sí. Está más que chulo, rechulo. Y tiene un aire más distinguido. Como será que, aún a mi edad, con todo lo que conozco de los hombres, me deja toda encendida. Solo tendría que tocarme para arrojarme sobre él». Pues no sabe lo que gana con ello, le dije, porque el muy hijo de su madre es un sádico. «No diga eso, Elvirita», me contestó la doña. «Qué mujer con dos dedos de frente no quisiera echarse a un hombre así». Pues yo prefiero no tenerlo, fíjese, le dije, y que el vampireso ese, si quiere echarse a alguien, que se eche a su reverenda suegra. Pero madame tiene una insistencia y unos modos difíciles de rechazar. Es zalamera cuando se lo propone y tentadora como la serpiente del paraíso. Así que viene y me susurra: «El caballero me ha pedido que le diga que está arrepentido de haberle hecho a usted lo que le hacía y que todo será ahora diferente. Que la ama con desesperación y que solo quiere estar con usted. Y mire, Elvirita, yo sé cuándo la pasión de un hombre es abrasadora y cuándo está en posición de darlo todo por una mujer. Sería tonto de su parte perder la ocasión de hacerse con un capitalito». Pues que se abrase él solito, le contesté. Ese malnacido es como las mujeres, tiene sus períodos. Y Dios guarde que te toque uno de sus días malos. Así que muchas gracias, madame, quiero bajarme de esta cosa y dígale de mi parte a ese julano que se vaya a freír chongos.

—Y le dijiste que no.

Elvira Castillejos adopta un aire de niña desvalida que no convence a Villagrés, pues sospecha que la muchachita lo utiliza como reclamo para atraer a clientes de inclinación paternal.

—Le dije que no, pues —murmura con voz resignada e inocente—. Me costó, no vaya a creer, porque al fin y al cabo pisto es pisto. Pero sí, le dije que no.

—Hiciste bien. Ese tipo es un enfermo.

—No se engañe, no está enfermo. Sabe muy bien lo que hace. Su único problema es que, una vez se pone bravo, ya no sabe cómo detenerse.

—¿Y esta es la información que querías darme?

—¿Le parece poco?

—No me parece poco, pero tampoco me sirve de mucho. ¿Te dijo madame dónde vive el fulano?

—No.

—Pues arregla un cita con él y averigua dónde vive.

—Babosa sería, si lo hiciera.

—Entonces no hay negocio, Elvirita. Con lo que me acabas de contar no puedo detenerlo. No tengo pruebas, solo sospechas. Cualquier abogado lo sacaría del bote en 24 horas, a no ser que tú te constituyeras en formal acusadora.

—¿Yo acusadora? Ni hablar.

—Entonces no hay negocio.

—¿Quiere decir que no me va a pagar y que por gusto vine con usted?

Villagrés se encoge de hombros.

—Se da por lo que se recibe, pero tú no me estás dando nada.

—Y usted no tiene ni madre.

—Mucho cuidado, Elvirita. Mira donde estás y a quien le hablas.

—Usted lo que quiere es que ese desgraciado me mande al otro potrero —dice la Castillejos, levantándose de la silla—. Pues no, chulo. Yo tengo una madre y dos hermanos pequeños que cuidar y si les falto, ¿de qué van a comer? Mándele usted a su tía, si quiere, que bellezas no le faltan. Al julano, quiero decir, que a la tía de usted ni la conozco.

Y esto diciendo, Elvira Castillejos abre la puerta de un tirón y desaparece tras ella con la barbilla en alto.

El portazo deja a Villagrés con las manos cruzadas y girando los pulgares. Es el primer indicio de que Gabriel Quiroz está en la ciudad, pero eso no es suficiente. Para detenerlo, necesita localizarlo y conseguir pruebas, y Elvirita Castillejos, cuyo paso por la puerta principal revelan los silbidos y suspiros de los agentes, no parece estar por la labor.

Dos timbrazos del teléfono le sobresaltan.

—Un doctor Salceda quiere hablarle —dice la voz en el auricular.

—Páselo.

—¿El inspector Villagrés?

—Buenos días, doctor.

—Quisiera que me diera unos minutos de su tiempo. ¿Puede?

—Por supuesto, doctor.

—Se trata de un asunto privado y no quisiera hablarlo con usted ahí, en la Dirección General. ¿Me acepta una taza de café? Usted elige el sitio.

—Como guste, doctor. Aquí cerca, sobre la Séptima, hay un comedor agradable. Se llama El Palomar de Tobar.

—Lo he visto alguna vez. ¿Estará bien dentro de una hora?

—Ahí le espero, doctor.