Trece

Ciudad de Guatemala, 7 de diciembre de 1929 5:45 p. m.

La ciudad se alista para el ritual del fuego. Hay un ambiente festivo en las calles que anticipa la tradicional fiesta de las llamas. La víspera de la Inmaculada es un tiempo de catarsis, de purificación y cambio. En cantones y arrabales los vecinos sacan a las puertas de las casas ropa vieja, sillas rotas, canastos desfondados, y allí donde la pobreza es mayor, las piras se forman con ramas rotas, chiriviscos y hojarasca. Corren de aquí para allá carretas con viruta y cañizo. Frente a los zaguanes, la gente se afana en hacer más altos y voluminosos los montones cuya cima rematan con alguna máscara rellena de pajón o un sombrero de petate. Y de un barranco a otro y del Calvario al Zapote, todos aguardan, inquietos, la llegada de las seis, cuando las hogueras se enciendan y el fuego expulse al diablo de las casas y las almas.

Maletín en mano, sorteando las carreras y el bullicio, Villagrés dirige miradas furtivas a la actividad que se ha desatado en las calles poco antes de ponerse el Sol. No tiene tiempo para detenerse a observar el tole tole, pero sí repara que el movimiento se va calmando a medida que se interna en el centro de la ciudad. Ni el comercio ni las clases adineradas son tan proclives a estos desfogues como los vecinos de los cantones y los barrios.

Cuando llega a la casa de Salceda, se disculpa.

—Lamento llegar tarde, doctor. Estuve hasta ahora en un taller y el mecánico se tardó más de lo esperado.

—Estábamos inquietos. ¿Cómo le fue? ¿Logró convencerlo?

—Supongo que sí. Es difícil fingir ser un pendejo sin pasarse de la raya. Espero no haberlo hecho mal.

—¿Y qué le hace pensar que le creyó?

—El arte de un enganchador, me dijo una vez un pícaro, es que la víctima se crea más lista que el victimario. Nadie con dos dedos de frente hubiera creído que una persona normal pudiera vender el opio al precio que le ofrecí. Tenía que ser un estúpido. La codicia hizo el resto. A propósito, ¿han recibido alguna llamada de él?

—No hasta el momento —tercia Alma de Salceda.

—Buenas noticias, entonces. De momento, hemos alejado el peligro. La prioridad de Quiroz es ahora el maletín. Así que, tranquila, señora. Su problema está temporalmente resuelto. Ahora debo solventar el mío. Si lo consigo, el suyo quedará también solucionado. Y para siempre.

—Tengo la Harley lista —dice Salceda —Podemos irnos cuando usted disponga. ¿A qué hora le citó?

—Tengo que llamarle para fijar el lugar y la hora. Pero... ¿aún quiere venir conmigo, doctor?

Salceda dirige a Villagrés una mirada de amistoso reproche. Uno y otro conocen la historia completa del Ryan y de los secretos que escondía. Ambos cargan con sendas faltas, difíciles de plasmar en los códigos, como robar un dinero sin dueño legal o quedarse con un maletín que nadie deseaba. Solo sus conciencias siguen heridas y es probable que, aunque lleguen a sanar, no se borren las cicatrices. Y es eso lo que les acerca y les hace verse como seres semejantes, aun siendo tan distintos.

—Por supuesto que quiero ir con usted —dice Salceda.

—Le repito, es peligroso.

—Ya hemos hablado de eso, inspector. Quiero estar con usted. Se lo decía hace un rato a mi esposa. El que ese canalla no nos haya molestado en las últimas horas no significa que no lo vaya a hacer en el futuro. Nos seguiría amenazando y chantajeando. No nos dejaría en paz.

—Eso es correcto, doctor.

—La vida nos exige hacer cosas que nunca imaginamos, pero a veces no queda otra alternativa.

Salceda abre la bata que usa en su consultorio y le muestra a Villagrés el arma que lleva al cinto, una Walther PP, semiautomática, de cachas negras y modelo reciente.

—¿Sabe usarla? —le pregunta Villagrés.

—Aprendí a tirar de joven. Por diversión. Es algo parecido a montar en bicicleta: nunca se olvida.

—Son casi las seis. Es hora de irnos. Señora —dice volviéndose a Alma—, sé que está preocupada, pero le prometo, le juro, que nunca más volverá a oír hablar de ese hijo de su madre y que le devolveré a su marido sano y salvo.

—Dios le oiga, inspector. Y muchas gracias por todo. Mi esposo y yo le debemos la vida.

—No me agradezca nada, señora. Soy yo quien está en deuda con ustedes. ¿Me presta un momentito su teléfono? Debo hacer una llamada para dar las últimas instrucciones a ese maldito.

Mientras Villagrés marca el número de la pensión Gardenia, Salceda se dirige al zaguán y destapa la motocicleta. Abre luego el portón y la saca a la calle.

El aire ha empezado a oler a chamusquina y a traperío quemado.

—Ten mucho cuidado, mi amor —dice Alma abrazándose a Salceda.

—Eso haré. Estate tranquila.

Villagrés aparece tras ellos y se mete en el sidecar con el maletín en las manos.

Salceda arranca la moto y pregunta:

—¿Hacia dónde, inspector?

—Hacia el Sur, si me hace la campaña.

La ciudad arde por los cuatro costados. Las llamas, aparatosas e impredecibles, se elevan al cielo entre chisporroteos y chasquidos. Miles de fuegos, pequeños y grandes, soberbios y humildes, vacilantes y atrevidos, colorean Guatemala. Apenas hay visibilidad, debido al humo, y la Harley Davidson transita por entre la enrojecida niebla como una salamandra espectral. En los solares baldíos o abandonados tras los terremotos, los pirómanos se mueven alrededor de las fogatas cual oscuras sombras de una danza medieval. Por doquier se ven rostros iluminados y brillantes, como pastores ante el portal de Belén, que observan fascinados las hogueras. Niños y jóvenes huyen, divertidos, de los inesperados azotes de las llamas. El gentío corre, salta, ríe, tose. Algunos llevan en la mano un octavo de aguardiente del que arrojan de vez en cuando un chorro a la hoguera y gritan exaltados al ver cómo se aviva el fogarón. Otros lo reagrupan con escobas y palos para que no se disperse o entran y salen de las casas con nuevos materiales para quemar. Todos miman, cuidan, acarician el fuego. No quieren verlo morir. El fuego y la vida: tan opuestos y, a la vez, tan parecidos.

Bruce McCallister Fragmento de Missions abroad

«...Aquel diciembre de 1929 trajo cinco lunes, cinco martes y cinco domingos, capricho del almanaque que arúspices y profetas se apresuraron a declarar de mal augurio. No hacía falta, sin embargo, ser el oráculo de Delfos para predecir aquellos días el futuro. El desastre se veía venir sin necesidad de presagios y todo parecía encauzarse hacia la boca del mismo embudo: la gran depresión económica, la crisis de la democracia, el advenimiento de las grandes dictaduras, una nueva guerra mundial. Había demasiados indicios, demasiadas señales de que Guatemala y el mundo se venían a pique y de que un ciclo político se cerraba y otro nuevo se abría.

»Sin embargo, y pese a mi incredulidad en idus de Marzo y auspicios por el estilo, hubo una profecía que me sorprendió sobre las otras y que, si traigo a colación en estos recuerdos, es por la enigmática relación que tuvo con el caso Regonese.

»Sucedió el 7 de diciembre por la tarde, cuando se encendieron los fuegos y Guatemala se sumergía en un rito secular que allí llaman «la quema del diablo», bárbara costumbre que dejaba la ciudad ahumada, maloliente y sucia por varios días. Acababa de resolver un asunto consular que Arthur Geissler me había pedido con urgencia y estaba a punto de entregar el documento a Isauro López, mi chofer, cuando escuché un oscuro rumor, algo parecido a un intenso y creciente cuchicheo que subía de la calle.

»Dejé la estilográfica sobre la mesa y me dirigí al balcón, seguido de Isauro quien, también curioso, quiso saber qué ocurría.

»Un centenar de mujeres, todas con candelas en las manos, se habían dado cita en el Callejón de Dolores alrededor de una adolescente vestida con una túnica blanca hasta los pies y que ornaba sus cabellos con una diadema de flores.

»Las devotas rezaban en voz baja, en tanto la jovencita, inmóvil y silenciosa, tenía la mirada fija en el lugar donde presuntamente había habido una hornacina con la imagen de la Virgen de los Dolores. Dos mujeres de mediana edad custodiaban a la niña unos pasos atrás de ella. Y por la elevada emotividad con que el cortejo expresaba sus plegarias, deduje que esperaban allí una epifanía o un milagro.

»Isauro susurró en mis oídos:

»—¡Es la santa!

»Mis cejas debieron de transformarse en sendos acentos circunflejos, pues, sin mediar palabra, Isauro procedió a explicarme que se trataba de una profetisa de Conguaco, pueblecito al Oriente del país que tenía por patrona a la Inmaculada Concepción y quien se comunicaba con la niña desde un jícaro.

»Según Isauro, la pequeña había profetizado la destructiva temporada de lluvias, la plaga de langosta y la erupción del Santa María. Y en su último mensaje, la Virgen le había anticipado que, en la víspera de la Inmaculada, justo el 7 de diciembre, le haría importantes revelaciones, las cuales, por su transcendencia, no tendrían lugar en Conguaco, sino en la capital de la República.

»La noticia había alterado durante la semana a miles de fieles, pero, tal vez ocupados esa noche en sacar el diablo de sus hogares, no se habían allegado al callejón en el número que se esperaba.

»De pronto se hizo el silencio y la adolescente comenzó a hablar con vocecita infantil en una lengua desconocida para mí y que, según Isauro, se llamaba populuca. La multitud de mujeres cayó de hinojos, haciéndose de cruces y dándose golpes de pecho. Entonces pude escuchar a la niña que, cambiando de lengua y en perfecto español, decía con toda claridad:

»—Nuestras penas, ¡ay, Dios!, no han concluido. Marte amenaza con su fuerza bélica y, cuando lo haga, grande será la efusión de sangre. El sublevado no conocerá su cetro y huirá a España. La República infeliz y miserable será tomada por un nuevo magistrado, el cual tendrá más fama que ninguno. Y con él vendrá un período doloroso, con siete años de vacas oprimidas y otros siete de vacas vapuleadas.

»La pequeña sibila se interrumpió y, pecho por tierra, comenzó a llorar. Se sucedieron gritos aislados, algún ataque de histeria y el lugar se pobló otra vez de plegarias y deprecaciones.

»Debo confesar que todo aquello me parecía muy artificial y que, no obstante que ciertas investigaciones actuales sugieren alguna evidencia sobre si este tipo de visiones pueden anticipar sucesos reales, no estaba yo muy convencido de lo que me parecía a todas luces un montaje a mitad de camino entre el ocultismo y el vudú. Las palabras de la niña me eran familiares, así como el ritmo de la salmodia, y si no experimenté en ese momento una sensación de déjàvu, sí tuve la certeza de haberlas leído o escuchado antes.

»Mis dudas sobre la autenticidad del acto se tornaron, sin embargo, convicciones cuando las dos mujeres que custodiaban a la niña se empezaron a mover entre la multitud con sendas bolsas en las manos, pidiendo dinero a las devotas. En cambio me parecieron genuinas las últimas palabras de la joven vidente, quien, incorporándose de pronto del suelo, alzó la mirada a lo alto y con un vozarrón oscuro y ronco que parecía salir de un exorcizado exclamó:

»—¡El fuego ahuyenta al Maligno y lleva todo a su fin! ¡Oh Virgen Santa! ¡El carro de Elías, el carro de Elías!

»Todos miramos a lo alto como respondiendo a una llamada venida del cielo. Desde el balcón de mi oficina se podía ver el humo y los resplandores que aquí y allá provocaban los fuegos que envolvían la ciudad, pero en el cielo no había ningún carro y, aparentemente, las seguidoras de la santa no entendieron lo que la niña había querido decir.

»Ni yo tampoco. Supuse que, sumida como estaba en un intenso trance, dijo lo primero que se le ocurrió, o que había sido inducida por las dos mujeres que la custodiaban a citar el pasaje bíblico en que el profeta Elías se alzaba a los cielos subido a una cuadriga en llamas, suposiciones que solo duraron hasta el día siguiente cuando leí los diarios y comprendí que, en el futuro, debía de ser más cuidadoso a la hora de juzgar vaticinios y presagios».