Uno

Club Americano de Guatemala

Jueves 3 de octubre de 1929

En la calurosa atmósfera del salón, la élite del país y la extranjera se mezclan con la naturalidad que lo harían la ensalada y su aderezo. Todos aguardan ansiosos la llegada del coronel Charles Lindbergh, el aeronauta más admirado entre quienes navegan los cielos estos días. Y el nerviosismo es palpable. Hasta las guirnaldas y banderas de papel de China que cuelgan entre columna y columna parecen mostrar en sus temblores esa animada impaciencia. Damas de vestidos lánguidos, busto oprimido, talle sin curvas y lazos de terciopelo al cuello en los que brilla alguna piedra preciosa, charlan con caballeros galantes y distinguidos. Algunas llevan sombrero de cofia con una graciosa pluma, enhiesta como un gladiolo. Y por momentos el recinto adquiere el aire de un cañaveral en flor.

Giran y giran los corros entregados al placer del fumando espero. El gobierno acapara reproches. En español y en inglés. Las damas, besos y halagos. Apretones de manos aquí, salutaciones allá, secreteos al oído, besos al éter, melindres, carantoñas, mimos, roces de rasos y sedas.

Un conjunto de músicos inexpresivos ameniza el periqueo interpretando a la marimba una pieza acorde con la ocasión. Se trata de El ave lira, divertimento musical que rinde homenaje a un pájaro de habilidades polifónicas cuyas alas desplegadas evocan el clásico instrumento de cuerdas y que, por su condición de ave políglota y ventrílocua, es capaz de reproducir todos los sonidos, todos los timbres, todos los tonos y todas las voces y de mezclarlas como el sonido del mar en los recodos de una caracola.

Mira a tu alrededor y dime, ¿qué ves?

Mucho humo y mucha gente.

No, en serio, ¿qué ves?

Veo gringos por todas partes.

Te falta imaginación. Lo que ves son ferrocarriles, energía eléctrica, teléfonos, telégrafos, petróleo, transporte aéreo. Y esos tipos que visten como el gran Gatsby, hablan inglés y fuman cigarrillos de lujo son sus artífices. Hombres que están cambiando Guatemala, adentrándola en la era moderna.

Todo tiene un precio, no te engañes. Estas gentes no son angelitos.

Eso ya lo sé. Pero es mejor que seguir estancados en el siglo XIX. Con esto más: nunca habríamos podido llegar al XX sin ellos.

—Yo estaba allí. Fue en el séptimo asalto. No, en el sexto. Madrilo Charol perdía el combate con Vidal Pimienta. Lo tenía ya en un rincón, a punto de caramelo. De pronto, Pimienta se saca un gancho así, de abajo para arriba, y deja a Madrilo sin aire. Y antes de que pueda cerrar la boca, le zampa un directo al mentón que lo saca del cuadrilátero. Qué cosa. Nunca vi nada parecido. La plaza se vino abajo y el Pimienta fue llevado a hombros a la Pensión Imperio.

—A propósito de plazas de toros, viene Silveti.

—¿Cuándo?

—No lo sé, pero viene. Va a torear dos corridas con ganado de la Hacienda San Mateo.

Imeldita, usted provoca en mí malos pensamientos.

Serán buenos, licenciado.

—Ayer bajó otra vez el café.

—Sí, ya sé. Siete centavos la libra.

—Y en Brasil, me dicen, se están pudriendo 14 millones de sacos que habían almacenado para sostener los precios.

—Pues Colombia tiene un problema parecido.

—No sé a dónde irá a parar esto. Hay quien dice que, de los 20 centavos la libra a que se cotiza hoy el grano, podría bajar a 8. ¿Será posible?

—Quién sabe. Pero una cosa te digo: esto se parece cada vez más al cuento de los siete años de vacas gordas y los siete de vacas flacas.

¿No es fantástico? ¡De Guatemala a Los Ángeles en tres días, por avión!

Sí, pero con quince paradas.

De todos modos, ¿cuándo nuestros abuelos habrían imaginado algo así?

—¿Vieron el anuncio en Excelsior?

—¿Cuál de todos?

—Uno que dice: «¿Quiere gozar? Venga a Entre jazmines».

—¿De veras? ¿Así nomás?

—Así nomás. Sin dirección ni teléfono.

—Qué descaro, ¿no?

Madame Dorothée ha de estar preocupada. Con el escándalo del otro día, los clientes no se atreven a regresar.

—Los clientes volverán como las golondrinas a Capistrano. Pero eso de anunciarse en la prensa no me parece. Hacer vida escondida aquí es difícil y madame debería ser más discreta.

¡Qué avión, hermano, qué aparato!

—¿El de Chinto?

No, el de Lindbergh. Fui a verlo esta mañana al campo de aviación. Había más de cien personas y no menos de veinte o treinta automóviles. Qué impresión. No puedo imaginar cómo algo así puede sostenerse en el aire.

¿Es un Ryan?

No. Es un Sikorsky 38-A, modelo anfibio, con dos motores de 400 caballos. Enormes.

Los caballos.

No, hombre, los motores. Van montados sobre una cabina donde caben diez pasajeros. Mil doscientos kilómetros de autonomía, a casi 200 por hora, radio para comunicarse de aire a tierra, asientos de lujo. En fin, el desiderátum.

Pues el avión será muy veloz, pero Lindbergh se está retrasando.

Tiene una agenda apretada. Ha venido con su esposa y con Juan Terry Trippe, el presidente de Pan Am. Quieren promocionar el vuelo que la compañía ha inaugurado entre Miami y Panamá, vía Guatemala y El Salvador. A las once se entrevistaba con el presidente Chacón y después iba a depositar una corona de flores con su tarjeta y su firma en la tumba de Chinto Rodríguez.

Lindo detalle. Pero, ¿qué dicen los de la Pickwick de esta competencia que se les viene?

Están como la gran patria. Dicen que Trippe pretende monopolizar el servicio postal entre Guatemala, México y Los Ángeles, y dejar fuera a la Pickwick.

¿Y cuánto le va a pedir el presidente Chacón a Pan Am por el monopolio?

—Es difícil que la inauguren este 12 de octubre. Aún le falta bastante. Lo dejarán para otra fecha. Pero la fuente está quedando preciosa y el lugar se llamará Plaza de España.

—Conozco el sitio. Es una laguneta insalubre donde abundan los jejenes y los bichos.

—Ya no. Han drenado el lugar y ahora se ve impecable.

—Con una fuente colonial me dices.

—Sí, la que estaba el siglo pasado en la Plaza de Armas. Los rotarios la encontraron arrumbada en un predio. Tienes que ir a verla.

—Ah, pues sí. Iré un día de estos.

Ya se sabe el nombre de las tres primeras candidatas para el concurso de belleza de la Miami Bathing Suit.

¿Ah sí? ¿Y quiénes son?

La Carmencita Irigoyen, la Elisita Sinibaldi y la Amelia Altolaguirre.

Dudo que vayan muy lejos. Su Santidad Benedicto XV ha pedido a las autoridades que prohiban a las mujeres usar calzonetas de punto de media.

Sí, pero, a la Miami Bathing Suit, lo que diga el Papa les viene del Norte.

—Eso, Roni, es solo parte de la campaña perversa que se ha desatado contra el Gobierno. Y de no conocerle a usted como le conozco, diría que es parte de ella.

—Señor ministro, por favor, yo no he querido...

—Guatemala no está inmersa en ninguna crisis política ni tiene dificultades económicas. Punto. Y el Ejército jamás será parte de ninguna conspiración contra el señor presidente. El Ejército está unido y es leal a la constitución. No sé quién anda inventando esas patrañas.

—Entonces, ¿por qué ha habido tanto movimiento de oficiales de alta graduación en Casa Presidencial ayer y hoy?

—Vamos a ver, Roni, ¿quién es, según la constitución, el Jefe del Ejército?

—El señor presidente.

—¿Y qué quiere, que dirija el Ejército a distancia? Los comandantes van a la Casa Presidencial porque allí está su jefe. Y no hay más, Roni. No hay más.

—Pues yo le digo que cuando el río suena...

En uno de los corros situados a un lado del salón, Flavio Salceda y su esposa charlan con un grupo de amigos. El último en incorporarse ha sido Tránsito Gómez, un diletante apodado Milpas Altas por su elevada estatura y su estirado cogote. Hombre de cabello repeinado, mostacho fino y lazo de pajarita, Milpas Altas ha leído a Carl Schmitt, ideólogo del partido nazi, simpatiza con el fascio italiano y siempre que se reúne con amigos les saluda a la romana, brazo en alto y palma de la mano extendida, al tiempo que recita, medio en serio, medio en broma:

—Contra el desorden de la democracia corrupta, el orden de la autocracia inteligente.

Hoy, sin embargo, lo ha hecho con un lema distinto, pero igualmente esperanzador:

—El capitalismo y la democracia se agotan. The end is near.

—Babosadas.

—¿Babosadas? Los socialistas llegan al poder en Francia. El fascismo se consolida en Italia. El comunismo domina la vida en Rusia. Los nazis acechan el poder en Alemania y hasta el propio Lindbergh simpatiza con ellos. La democracia no tiene porvenir, querido.

—Pues yo pienso que, mientras Estados Unidos pueda garantizar el orden mundial, aquí no se va a mover ni una hoja.

Un recién llegado, Daniel Ramírez, se incorpora al corro acompañado de su esposa Magda y en tono confidencial anuncia:

—¿Ya saben que apareció el dinero?

—¿Qué dinero?

—El que iba en el avión.

—Milagro sería —exclama Milpas Altas.

—Y de la Virgen de los Dolores, que por algo se llama el callejón así. Un cristiano arrepentido confesó su pecado al padre Montenegro, párroco del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, ha devuelto íntegramente la plata y, hace como una hora, el sacerdote se la ha entregado a la esposa del presidente. Según parece, el pecador le ha declarado al padre Montenegro que desde que robó los cinco mil pesos «había sentido sobre su cabeza una montaña».

—¡Qué lindo! —exclama Milpas Altas, entre burlón y melifluo.

—¿No me crees?

—Te creo, pero no lo creo. El Gobierno se ha inventado la historia de la devolución del dinero para tapar el ojo al macho y salvar la cara. ¿No comprendes? Vivimos en un estado laico que no reconoce el Derecho Canónico ni esa argucia del secreto de confesión. Un juez debería obligar a ese curita a decir quién se llevó la plata y meter al ladrón en el bote. Pero como aquí las leyes y la carabina de Ambrosio son lo mismo, no pasa nada. Solo se busca al asunto una salida política. Aparece un alma pura, la autoestima del pueblo se eleva, el cura de Guadalupe queda como San Francisco de Asís y la señora del presidente, como Santa Rita de Casia. Luego no digan que no se lo advertí. Este es un sistema decrépito. Siento la cercanía del abismo —concluye entre mordaz y burlón.

Magda, la recién llegada, se vuelve a una de las damas del corro y le comenta al oído:

—Pues yo no estoy de acuerdo con Milpitas. A mí me parece un gesto admirable que el tipo haya devuelto el dinero.

—Lo que ocurre es que Milpitas es agnóstico y los agnósticos no tienen conciencia moral —dice la otra.

—Todos tenemos conciencia moral, Dorita, pero su rigor no es el mismo para todos. La igualdad en las conciencias no existe, como no existe tampoco en el talento o la belleza.

—Viniste muy doctoral.

—Es puro sentido común. Si todos tuviéramos la conciencia moral del que devolvió la plata, todos seríamos unos santos, ¿no crees? No habría violencia, ni delitos, ni injusticias. El señor de «la montaña en su cabeza» ha de ser muy sensible a la culpa. Por eso devolvió el dinero. Otro se lo hubiera guardado y habría dormido esta noche tan tranquilo.

—Qué inteligente eres, Magda.

—Menos de lo que piensas, Dorita.

A diferencia de sus amigos y conocidos, Salceda se siente como un pájaro en una habitación. No presta atención al palique ni siente curiosidad por la visita de Lindbergh. Ha sido invitado a la recepción por ser uno de los dos médicos que atiende a los funcionarios de la legación de Estados Unidos, pero maldita la gana que tenía de hacerlo. La invasión de su casa ha provocado en Alma y en él una paranoia agotadora. Y al insomnio de él se ha unido ahora el de ella. Permanecen horas en la oscuridad de su alcoba, sin decirse palabra, tomados de la mano y mirando al techo. Pero ciertas obligaciones sociales resultan ineludibles y han decidido venir al cocktail para escapar de la obsesión unas horas.

—Qué suerte de encontrarte aquí. Quería hablar contigo. ¿Me permite, Alma, que le robe al gran hombre unos minutos?

De improviso, alguien le ha sacado de sus cábalas, lo ha tomado por un brazo y lo ha empezado a apartar suavemente del corro.

—No sé qué decirle, Ernesto. Usted me inspira poca confianza —dice ella con fingida seriedad.

—Le doy mi palabra de que se lo devuelvo en un minuto. Intacto y sin averías.

Ernesto Alarcón, médico personal del presidente de la República, es amigo de Salceda desde los días de la universidad. Algo más joven que él, tiene un bien cimentado prestigio como internista. Y a la par de Mora, Wunderlich, Estrada, Santa Cruz y el propio Salceda, conforma el sexteto de doctores más reconocidos del país.

—Necesito hablar contigo, Flavio...

Pero Alarcón no puede terminar la frase. La marimba ha interrumpido El ave lira y se ha lanzado a interpretar una fanfarria.

El salón estalla en aplausos, las damas se ponen de puntillas. Dos infantes de marina abren paso a un pequeño grupo en el que destaca la esbelta y sonriente figura de Charles Lindbergh. Debe de medir uno noventa y acaba de cumplir 27 años, pero sus facciones conservan la expresión de un boy scout. Viene acompañado de su esposa, del señor Arthur H. Geissler, ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Guatemala, quien acaba de regresar al país, del cónsul Bruce McCallister y del señor Juan Terry Trippe, presidente de Pan American Airways.

El grupo alcanza el fondo del salón y se sube a una tarima repleta de hortensias y rosas. La música se detiene y el embajador Geissler toma la palabra. Saluda a sus colegas del cuerpo diplomático, a Trippe, al Águila Solitaria, a los norteamericanos residentes en Guatemala, a los amigos guatemaltecos, y empieza su discurso en estos términos:

—Quiero dar la bienvenida a las líneas aéreas que siguen rompiendo las cadenas de la distancia y el tiempo en beneficio de Guatemala. El desarrollo de la aviación volverá obsoletos los mares y los ríos. Muy pronto, volar no será una arriesgada aventura y los guatemaltecos podrán viajar al exterior con la seguridad y la comodidad propias de su sala familiar.

El discurso no dura más de diez minutos y los invitados lo agradecen con más aplausos. Acto seguido, rompen filas.

La fauna de los corros se vuelve a engranar y el coronel Herlindo Solórzano se dirige rápidamente al encuentro de Bruce McCallister, a quien no ve desde el accidente del Ryan.

—Quería hacerle una pregunta, señor cónsul, y disculpe que la ocasión no sea la más adecuada. Este asunto del faltante del dinero me ha tenido muy ocupado.

—Pero ya está resuelto, según entiendo.

—Se ve que las noticias vuelan —replica con ironía Solórzano—. Pues sí, a Dios gracias, anoche devolvieron los cinco paquetes.

—Me alegro mucho, coronel. Felicitaciones. Y dígame, ¿cuál es la pregunta?

—¿Ha tenido usted noticia de la desaparición en Guatemala de un norteamericano llamado Nunzio Regonese?

McCallister aguanta el tirón con cara de palo. No parece haber malicia en la pregunta de Solórzano, pero, por si las moscas, se hace el sueco.

—¿Nunzio Regonese? No, coronel. De haber tenido noticia de un caso así, me habría puesto en contacto con usted. ¿Está seguro de que era ciudadano de Estados Unidos? ¿Tienen algún documento de identidad, algún registro de su ingreso al país?

—Sí, señor McCallister. Mostró el pasaporte al entrar y sabemos que no ha salido de Guatemala. Cuando menos no hay constancia en las fronteras. Pero encontramos un detalle en el cadáver que permite sospechar que se trata de la misma persona.

—Entonces, ¿hay un cadáver?

—Así es. Apareció desnudo en la finca El Zapote el mismo día de la caída del avión. Tenía la caja torácica aplastada y un tobillo desgonzado. Uno de mis inspectores especula que Regonese viajaba en el Ryan.

McCallister disimula la inesperada revelación con un gesto de suficiencia.

—Eso no es posible, coronel. Usted lo vio, yo soy testigo: en el avión iban solo cuatro personas.

—Eso pensé yo también, pero no hay constancia de ese dato. El transporte aéreo es algo nuevo para nosotros. No tenemos aún reglamentos adecuados y no es obligatorio que las personas se registren cuando viajan en vuelo local. Si a última hora un pasajero se suma al vuelo o viaja en sustitución de otro, tampoco está obligado a proporcionar información. La hipótesis del inspector que lleva el caso es que, si iba una quinta persona en el Ryan, pudo salvar la vida lo mismo que el ingeniero Montano Novella.

—Una hipótesis arriesgada, ¿no cree?

—Así pienso. Pero es posible que Regonese se haya arrastrado fuera del avión y refugiado después en la casa abandonada que colinda con la vivienda del cónsul de México. Eso explicaría que la portezuela del Ryan estuviese abierta y sin señales de haber sido forzada por fuera. Yo mismo la revisé, ¿recuerda?

—Claro que sí, coronel.

—Lo que nos preocupa, señor McCallister, es por qué Regonese escapó del avión y si tenía algo qué ocultar.

—Ese inspector de que me habla... perdone, pero se me ha ido el nombre.

—No se le puede haber ido, porque no se lo he dado —sonríe Solórzano—. Se llama Bonifacio Villagrés.

—Tiene una imaginación desbordante, ¿no cree?

Solórzano no responde. Se limita a enarcar las cejas y a fruncir los labios como si acabara de chupar un limón.

—Con todo y eso —continúa McCallister—, si esto que me cuenta es verdad, hay motivos para preocuparse. Y le agradezco la información.

—Por si le sirve, mi inspector asegura que Regonese era casado.

—Me va a perdonar, coronel, pero ¿cómo puede saber el nombre y el estado civil de un cadáver del que ni siquiera puede asegurar que sea el del tal Regonese? ¿Llevaba acaso un anillo?

—No. Encontramos a Regonese desnudo y sin nada encima.

—Pues sigo sin entender.

—El anillo lo llevaba en el brazo —explica Solórzano, volviendo a fruncir la boca y a alzar las cejas.

La insospechada noticia deja a McCallister desconcertado.

—El forense descubrió un tatuaje en el bíceps del brazo izquierdo que decía Nunzio y Anna, New York, 20-XI-1928 —le aclara Solórzano—. Y entre los nombres de ambos había un corazón traspasado por una flecha.

—Ya veo. Ahora dígame, coronel, ¿han hablado ustedes con el ingeniero Montano? Tal vez él pueda decirle si es verdad que en el Ryan iba un quinto pasajero.

—El ingeniero Montano se encuentra en una condición muy delicada y los médicos no nos permiten hablar con él.

—Le agradecería entonces una copia del informe del forense para enviarla a Washington. Tal vez allí sepan algo al respecto.

—Cuente con ello, señor McCallister. No creo que el asunto tenga más transcendencia. Salvo por la malicia de mi inspector. Por cierto, ¿sabe lo que significa la palabra nunzio?

—No.

—Yo tampoco lo sabía. Significa algo así como enviado o mensajero. Y mi inspector, que como usted bien dice, es muy imaginativo, se sospecha que el tal Nunzio fue enviado a Guatemala con intenciones poco santas. En cualquier caso, si usted tuviese alguna información sobre él, le agradecería que me la remitiera.

Ernesto Alarcón ha llevado suavemente a Salceda junto a la frondosa palma que emerge de un macetón color vino tinto y allí entabla con él una conversación en voz baja.

—Quería hablarte del presidente —le dice a Salceda.

—¿De su salud o de sus problemas políticos?

—De las dos cosas. Está muy alterado desde enero. Por el alzamiento de los coroneles, ya sabes. Súmale a eso el atentado con dinamita, la guerra con Honduras, el insoluble déficit del Gobierno y tendrás el cuadro completo. Los liberales progresistas, con Ubico a la cabeza, se están reagrupando y Chacón teme que estén maquinando algo contra él. El hombre padece, además, nefritis crónica, presión alta, problemas urinarios, fiebre. Tiene algunos lapsus cuando habla, escasos y breves, debo decir, pero a fin de cuentas lapsus. Y fallos en la memoria de corto plazo. Yo me temo que cualquier día le venga un derrame o una parálisis renal. Por eso necesita una supervisión constante. Le veo casi todos los días, pero no me hace mucho caso. El problema es que salgo mañana para Belice y Miami.

—¿Así, de repente?

—Tengo la oportunidad de viajar en el avión de Lindbergh.

Las palabras de Alarcón, aunque en voz baja, están cargadas de una energía inusual y de una excitación que pocas veces Salceda ha detectado en su amigo.

—Una casualidad, una lotería —prosigue Alarcón—. El presidente quería hacerme un obsequio, agradecido por mis desvelos, y se lo pidió a Tripp, el presidente de Pan Am, hace un ratito en Casa Presidencial. Y Tripp aceptó de inmediato. Para quedar bien con Chacón, excuso decirte. Así que decidí aceptar el obsequio y hacer un breve viaje de estudios sobre bacteriología que tenía planeado hace tiempo. Estaré fuera tres semanas.

—Dichosote. Pero dime, ¿no te da miedo volar, después de lo que le ha ocurrido a Chinto?

—¿Con Lindbergh en los mandos? Por favor. Mi preocupación no es el miedo, sino quién atenderá al presidente en mi ausencia.

—No me gusta nada ese tono.

—¿Qué le pasa a mi tono?

—Que me sospecho por dónde vienes.

—¿Ah sí?

—No se te habrá ocurrido pedirme que sea yo tu sustituto.

—A mí, no. Se le ha ocurrido al señor presidente.

—Eso no es verdad.

—Por Dios que sí. Fue él quien me pidió que te hablara.

—¿Cómo va a pedirte eso, si ni siquiera me conoce?

—Eres demasiado modesto. Todo el mundo te considera uno de los mejores internistas del país.

—¿Y por qué yo y no otro?

—Porque el presidente no se fía de nadie. A ti en cambio te tiene fe.

—Eso es muy conmovedor.

—De todos los nombres que salieron a relucir, tú eras el único que no tenías vínculos políticos. Y estando como están las cosas, el presidente prefiere una persona neutral. Solo hay una condición: la confidencialidad de su estado de salud. Cualquier agravamiento de Chacón podría desatar el caos.

—No tienes que recordarme esas cosas.

—Perdona. Creo que la cercanía con el presidente me ha contagiado la paranoia que se vive en el gobierno. Misterios, chismes, sospechas. Siempre hay gente alrededor de ti que quiere saber más de lo debido y uno debe comportarse como los tres monos sabios.

—En cualquier caso, me es imposible aceptar. Debo bajar en estos días a la Costa Sur para resolver asuntos personales. No puedo comprometerme, lo siento.

—Lo que no puedes hacer es responder con un no al señor presidente.

—Me estás chantajeando, Ernesto. Quieres meterme en un lío donde yo no quiero entrar. Pero te repito, no puedo. Estoy muy apurado con mis cosas.

—Muy bien. Buscaré a otro que me sustituya. Pero el rechazo no va a gustarle nada a Chacón.

—Eso tampoco lo puedo creer.

—En una situación como la actual, quien no está con él está en su contra. Se ha vuelto muy susceptible y le podría irritar el desaire.

Salceda guarda silencio. Piensa que quizás no debiera meterse en líos, pero también es verdad que tiene un grave problema personal. Echa una mirada alrededor y sus ojos se detienen en Alma, quien le sonríe de lejos. Salceda se ensimisma un instante en su esposa. Siempre que la ve al lado de otras mujeres, le parece la más distinguida, la más bonita, la más deseable.

—Bien, Flavio, ¿qué me dices? —insiste Alarcón.

—¿Cuándo regresas a Guatemala? —replica Salceda, a quien le acaba de asaltar una idea repentina.

—En los últimos días de este mes.

—Muy bien, acepto, pero con una condición.

—La que tú digas.

La marimba interrumpe de nuevo la conversación, redoblando la fanfarria con que saludó la llegada de los visitantes. Lindbergh y su cortejo se retiran entre aplausos y saludos. Y sin darse un respiro, los músicos atacan un ruidoso foxtrot. El cocktail danzante ha dado comienzo. Las guirnaldas se estremecen, las banderas centellean. Y las damas de vestidos lánguidos se dejan ceñir por sonrientes caballeros que las toman en volandas y ejecutan elegantes correcorres a lo largo y a lo ancho del salón.