Dos

—Un inspector pregunta por usted. ¿Qué le digo, doctor? —inquiere Albertina Burgos desde la puerta del despacho.

Flavio Salceda alza la mirada de los cablegramas que le acaba de enviar su administrador Felícito Ochoa. Desde el cierre de la Bolsa de Santos y el derrumbe de Wall Street, Salceda ocupa más tiempo revisando cotizaciones y números que atendiendo a sus pacientes. Y no es que sea un lector habitual de noticias financieras. No comprende muy bien su lenguaje ni la propensión de sus redactores a emitir malos augurios o a predecir catástrofes económicas. Pero la ansiedad le ha llevado a pedir a Ochoa que le envíe cada mañana al consultorio los cables que llegan a la oficina.

Molesto por la interrupción, Salceda pregunta a Albertina:

—¿Un inspector de policía?

—Sí, doctor.

—¿Le ha dicho qué quiere?

—No, pero asegura que usted le conoce y que solo le quitará unos minutos. Se apellida Villagrés.

Salceda se pasa la mano por la nuca y con gesto de resignación le dice a su asistenta:

—Hágalo pasar.

Bonifacio Villagrés aparece en la puerta con la gorra de plato bajo el brazo.

—Buenas tardes, doctor Salceda —le dice, tendiéndole la mano.

—Tiempo sin verle, inspector. Tome asiento, se lo ruego. ¿En qué anda ocupado ahora?

—En los asuntos de siempre, pero pasaba por aquí y me dije: voy a ver si el doctor está bien cuidado.

Salceda alza una ceja.

—Dos de mis hombres vigilan la casa de usted día y noche —le aclara Villagrés— y, como por aparte me han encargado el doble crimen de la vecindad, mi jefe me ha pedido que de vez en cuando eche una ojeada.

—Muchas gracias, inspector. Pero todo ha estado normal por aquí.

—Pues no crea.

—Quiero decir, después del doble crimen.

—De eso justamente quería hablarle.

—¿Acaso se han perdido otros cinco mil pesos?

—No, doctor.

Villagrés se desabotona un bolsillo del uniforme y extrae un pasaporte que muestra a Salceda.

—¿Conoce usted a este hombre?

Salceda examina el documento con aparente frialdad: la misma que le haría sentir en su rostro una ráfaga de viento helado. Ha tenido ese pasaporte ya en sus manos y sabe que el hombre de la fotografía es el muerto a quien sustrajo el dinero en la casa de la vecindad.

—Perdone —dice, con el fin de tomarse un respiro y ganar tiempo—. Soy un mal anfitrión. ¿Puedo ofrecerle una taza de café?

—No, muchas gracias, doctor.

—Mi esposa lo hace muy bueno —insiste Salceda.

—Tengo prisa. No puedo estar mucho tiempo.

Salceda asiente con un movimiento de cabeza.

—Nunca había visto a este tipo —dice al fin—. Tampoco había oído su nombre. ¿De quién se trata?

—Es el quinto pasajero del Ryan.

—¡El quinto pasajero del Ryan! —exclama con algún sarcasmo—. Disculpe, inspector, pero la curiosidad me pierde. ¿Cómo logró averiguarlo? ¿Se lo confesó el ingeniero Montano o lo descubrió usted por su cuenta?

Villagrés adopta una expresión adusta y contesta con voz grave:

—El ingeniero Montano no recuerda nada. La conmoción cerebral afectó su memoria de corto plazo y todavía no la ha recobrado.

—Ah, caray —reacciona Salceda, más serio.

—Recordará que cuando entramos juntos a la casa en ruinas, hallamos unas manchas de sangre.

—Lo recuerdo, sí. ¿Y ha logrado corroborar que eran de un ser humano?

—No. Lo que he corroborado es que el propietario de ese pasaporte viajaba en el Ryan, que logró escapar herido del avión y que unos traficantes de drogas heroicas sacaron su cadáver de la casa de al lado. Ahora bien, solo horas después del siniestro, usted recibió la visita de un individuo preguntando por una encomienda que se había perdido. Incluso me dio su nombre: Gabriel Quiroz.

—También recuerdo eso. Me dejó su dirección. Por aquí debo tenerla en algún lado.

—No se moleste, doctor. Lo más seguro es que ya no viva ahí o el teléfono sea otro. Mucho más importante es el asunto de la encomienda. ¿Qué es lo que este hombre buscaba en concreto?

—Deseaba saber si, por casualidad, la encomienda había caído en el patio o en el techo de mi casa, pues no aparecía entre los paquetes, bolsas de correo y demás objetos recuperados por la Policía.

—¿Le dijo que clase de encomienda era?

—Sí. Un maletín.

A Villagrés se le inmovilizan las pupilas. Ahora estaba todo más claro. Si Quiroz era el mercader, Regonese debía de ser el comprador, y él, Bonifacio Villagrés, por un retorcido azar, el imprevisto beneficiario del negocio.

—Un maletín metálico, me dijo, de esos reforzados con esquinas y aristas de acero que se usan para transportar valores.

—¿Y le explicó de qué valores se trataba?

—No, pero debían de ser muy importantes, pues me ofreció una elevada suma si le daba información sobre él.

—¿Elevada, dice?

—Sí, dos mil pesos oro. Dos mil dólares.

—Qué barbaridad, ¿no?

—Eso me dije yo también.

—¿Y cómo era el señor Quiroz? ¿Joven? ¿De mediana edad? ¿Alto, bajo? ¿Moreno? ¿De piel clara? ¿Tenía alguna señal en el rostro o en las manos?

—No recuerdo bien sus facciones, aunque podría reconocerlo si lo volviera a ver. Debía de tener treinta y tantos años. Era elegante, educado, apuesto y con voz de barítono. Parecía costarricense o panameño, pero no estoy seguro, pues, a ratos, el acento se me antojaba de aquí. En Migración han de tener el registro de entrada al territorio nacional, supongo.

—Ese señor nunca entró oficialmente a Guatemala. A saber cómo y por dónde lo hizo. He revisado los registros de Migración y no encontré a nadie allí con su nombre. Pero, cuénteme, ¿detectó en él algún otro detalle que pudiera servir en la investigación?

—Noté en él cierta ansiedad. Sin duda había perdido algo muy valioso. Sabe Dios qué contenía el maletín, pero a quienquiera que lo haya encontrado le debe de haber tocado la lotería.

Al ánimo de Villagrés acude la inquietud de que el último comentario del doctor ha sido pronunciado con malicia, pero de inmediato se percata de que Salceda no va por ese rumbo al agregar con gesto preocupado:

—No se ofenda inspector, pero ¿porqué me viene a preguntar ahora todo esto? ¿Qué tiene que ver el señor Quiroz con el doble crimen de aquí al lado?

—Tengo motivos para pensar que Nunzio Regonese, el hombre del pasaporte, viajaba en el Ryan con la encomienda de Quiroz. Sospecho también que el doble asesinato se debe al mismo motivo. Y tengo la certeza de que ese Quiroz es un peligroso homicida. Vivía en Jocotenango hasta hace poco, pero se ha mudado a otro lugar o ha salido del país. En cualquier caso, vine a advertirle que usted y su esposa corren peligro. Los policías que vigilan su casa estarán aquí hasta el 3 de noviembre. La Policía anda escasa de personal y no podemos mantener aquí a los que vigilan su casa más tiempo, de modo que usted y su esposa quedarían desprotegidos.

Salceda entrelaza los dedos de las manos y dice con la expresión de un San Antonio:

—Nada tengo qué temer, inspector.

—Tómelo como guste. Pero usted nos pidió ayuda y yo he venido a prevenirle. Hay un asesino suelto en la ciudad, un sicópata compulsivo. Y sé que puede matar otra vez.

—No todos los asesinos son sicópatas compulsivos —refuta, envarado, Salceda.

—De eso creo saber más que usted, doctor. ¿Sabe qué es lo que define a un delincuente así?

Salceda no tiene una respuesta y, en su lugar, hace un gesto ambiguo. El inspector lo está arrinconando, pero el orgullo le impide aceptar la realidad que Villagrés le describe.

—Que se desequilibra con facilidad, que no sabe ni puede controlar sus emociones. Se comporta como un adolescente caprichudo, reacciona de modo infantil y es cruel cuando no tiene lo que quiere. Créame, un hombre así es un tipo destrabado con el que no se puede razonar cuando se enoja. Asesina por impulso y ni piensa ni siente al hacerlo.

—¿Ha venido a asustarme, inspector?

—He venido a prevenirle. Hay delincuentes incautos, hay delincuentes perversos y hay delincuentes chispudos. Este es un híbrido de todo eso. Es perverso y avispado, que es la peor mezcla de todas, pero se ofusca con facilidad y eso le hace ser imprudente. Todavía no me explico la razón de que viniera a verle a usted, si con ello se ponía al descubierto. Tiene otra debilidad, las mujeres. No puede tener una relación normal con ellas.

—¿Es homosexual?

—No, doctor. Es un sádico. Y créame, se lo aseguro, usted y su esposa corren un grave peligro. Ahora bien, si es verdad que no tiene nada qué temer, me disculpo. Solo le pido, por favor, que se ponga en contacto conmigo, si tuviera noticias de Quiroz —concluye Villagrés, poniéndose de pie y calándose la gorra de plato—. Y hágalo cuanto antes. Podría ser un asunto de vida o muerte.

Cuanto Villagrés abandona el despacho, Salceda levanta el teléfono y marca un número.

—¿Hay noticias de Nueva York, Felícito?

—Muy pocas y las que hay no son buenas —responde el administrador desde el otro lado de la línea—. El café sigue bajando. No consigo compradores para entrega futura y los de entrega inmediata ofrecen precios ridículos.

—¿Cuánto?

—La mitad del precio que se cotiza en bolsa.

—¿Y a cómo se paga el café a esta hora?

—A $15.92 el quintal. Los compradores esperan a que el precio siga cayendo y no he podido vender un saco, ni siquiera a diez pesos. Y eso que el nuestro es café de altura. Imagine cómo estarán los que negocian café de bajío. La cosa está mal, doctor.

—¿Hay alguna esperanza de que el precio mejore?

—Sería más fácil que crecieran las piedras. Entretanto, algo hay que hacer. Yo le insisto en que vaya a San Felipe. Hable con los caficultores a los que les adelantó dinero. Que le paguen en especie. Si no piensan cortar toda la cosecha, que al menos corten lo suficiente para pagarle a usted.

—Ellos están peor que nosotros y me temo que no moverán un dedo, si no les anticipo alguna plata para pagar a los cortadores. Pero tiene usted razón. He postergado demasiado ese viaje. Iré el próximo fin de semana, cuando el doctor Alarcón regrese. No puedo hacerlo antes. Debo atender al presidente, ya sabe. Y seguiré su consejo. Me queda algo de dinero en el colchón. Veré qué puedo hacer con él.

Salceda cuelga el teléfono, echa la cabeza hacia atrás y piensa en la tortura inglesa, la que se aplicaba en Gran Bretaña a quienes no se declaraban culpables ante un tribunal y se encerraban en el silencio. El verdugo los inmovilizaba en el suelo boca arriba, sobre un lecho de guijarros, piernas y brazos en cruz, y les colocaba una tabla sobre el pecho y el vientre. Luego iba depositando encima de ella un número creciente de pesas hasta que la presión se volvía insoportable y el acusado confesaba o moría asfixiado. Salceda teme por su salud física y mental. Sospecha que su organismo no podrá soportar mucho tiempo el peso de los problemas que le afligen y que su fatiga se haya vuelto crónica. Pero es Alma quien más le preocupa. Y la visita del inspector le ha convencido de que debería dejarla en casa de sus padres, mientras él esté en San Felipe. Más aún, quizás debiera contarle todo, decirle la verdad, aunque poco le beneficiaría explicarle estas cosas cuando se han puesto peor.

De otra parte, si Villagrés le había hablado en los términos que lo había hecho, era porque tenía información fehaciente. Y eso era de agradecer. La Policía tenía fama de corrupta e ineficaz, pero este hombre parecía distinto. No solo daba la impresión de ser honrado, sino también buena persona.

El timbre del teléfono lo saca de sus cavilaciones.

—¿El doctor Salceda? —dice una voz desconocida.

—Para servirle.

—Le hablo de casa presidencial. El señor presidente ha tenido un desmayo.

—Salgo para allá enseguida.

—No se moleste, doctor. Un carro le pasará a recoger. Llegará ahí en dos minutos. Espérelo a la puerta de su casa.