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En el Rex se ha hospedado gente célebre, como los hermanos Bienvenida, niños toreros de fama internacional, la bailarina Tórtola Valencia, boxeadores venidos de Cuba y de México, incluso el propio Lindbergh, y sus fotos autografiadas penden en las paredes de la recepción.

El hotel ha sido restaurado y su atmósfera aún rezuma lejanos aromas a pintura fresca y a madera recién barnizada. Colas de quetzal, muebles ingleses, un par de jarrones chinos y un piso de losas rojizas y blancas decoran el espacio interior. Los sábados y los domingos, el Rex ofrece cocktails danzantes en la planta alta. Y un cocinero venido de Lyon estimula la afluencia de público con un menú que refleja el gusto francés prevaleciente, por más que el conejo á la flamande sea un plato más propio de fogones belgas. La prosperidad de los últimos años ha traído estos primores gastronómicos a una ciudad y un país que, hasta hace poco más de una década, observaba costumbres y hábitos anclados en el siglo XIX.

Flavio y Alma alzan sus copas. Veintiún años atrás, en un día como este, se habían casado bajo los truenos y el agua de una ruidosa tormenta. No fue un mal presagio como, entre bromas, sus amigos sugerían al salir del templo. Su vida ha sido feliz. Al menos hasta la fecha. Y el brindis, breve y al grano, reseña un voto por extender la felicidad de dos décadas y recuperar lo perdido en los últimos diez días.

Alma saborea el Borgoña y hace gala de su gusto para la cata.

—Algo crudos los taninos. Hubiese preferido uno menos astringente, pero no está mal —le dice al camarero.

Cuando este los deja solos, Alma acerca el cuerpo a la mesa y murmura:

—Ahora cuéntame, ¿cómo fue tu visita con el señor presidente?

—Bien, normal. Ni más ni menos de lo que esperaba.

—¿Es verdad que mantiene la puerta abierta de sus habitaciones privadas mientras recibe en el despacho?

—No, no es cierto. Yo al menos la vi cerrada.

—¿Y te cayó bien el señor?

Flavio se encoge de hombros.

—Para serte franco, después de hablar de él con tu papá, iba con algunos prejuicios. Pero he cambiado de opinión. Es una persona amistosa y afable. Y de buenas intenciones. No creo que sea culpable de la corrupción de su gobierno.

Alma baja la voz y dice con sonrisa pícara:

—No es eso lo que David Vela dice en privado. A su juicio, don Lázaro está dejando el país en trapos de cucaracha.

—Eso dicen también los ubiquistas.

—¿Y a ti no te atemoriza que llegue Ubico al poder?

—Qué quieres que te diga. Solo conozco de él las bolas que corren, como esa de los cuatreros mexicanos.

—No la conozco.

—Dicen que cuando era jefe político de Retalhuleu, sus hombres atraparon a una banda de abigeos mexicanos que cruzaba con frecuencia la frontera para robar ganado en Guatemala. Ubico recibió un telegrama del jefe de la fuerza policial en el cual le preguntaba qué hacer con los detenidos in fraganti, a lo cual Ubico contestó: «Fusílelos en caliente».

—Yo no me creo esas cosas.

—Lo mismo me ocurre a mí con Chacón. Por un tiempo pensé que era un corrupto y un flojo, pero no es esa la impresión que tengo ahora. «Este es un año de duras pruebas para el país», me dijo. «Quizás sea el peor de nuestra historia. Y a mí me ha tocado afrontarlas en medio de enormes tensiones políticas. Soy el primer gobernante desde la revolución del 71 que ha buscado instalar un régimen genuinamente democrático y que ha auspiciado el principio de no reelección presidencial. ¿Y cuál ha sido la respuesta? Un intento de golpe de Estado, otro de magnicidio, disturbios en las calles, huelgas, calumnias, campañas negras. No hace falta ser feroz para gobernar a un pueblo pacífico como el nuestro, pero esta actitud mía se ha tomado como un signo de debilidad. A la bondad se responde con intolerancia y al respeto a las personas y la ley, con actos sangrientos. Unos me dicen que soy demasiado tolerante con las tres centrales obreras. Otros que soy un tirano por haber reprimido las huelgas de la burocracia y el ferrocarril. O porque he suspendido las garantías constitucionales. O porque se me ha caído el pelo. Estamos al borde de la anarquía, doctor. No puedo pagar a los maestros ni a los policías y he tenido que suspender la obra pública. La baja del café nos ha privado de ingresos para sostener el Estado y la falta de dinero estimula la falsificación de moneda. ¿Qué le parece? Hasta la sastrería militar está en cueros. Pero vaya a decir a los caficultores que tienen que pagar más impuestos. No, no, mire usted, la política se ha vuelto en Guatemala una actividad grotesca».

—Y su salud, ¿cómo sigue?

—No muy bien. Alarcón me había advertido que el presidente tenía fallas mentales y que debía de estar cerca de él un día sí y otro también. Pero el presidente no toma precauciones con su salud. Los liberales de Ubico lo acosan y hay divorcio entre él y la Asamblea. Eso agrava su nefritis y hay momentos en que pierde lucidez. Por eso muchos le achacan apatía y un estilo de gobernar demasiado flojo. Pero la verdad es que don Lacho, como le dicen, no está bien y que trata de ocultarlo.

—¿Y por qué no dimite?

—No puede hacerlo. Sería catastrófico. Lo que se dice de él es que no se da cuenta de la gravedad de la situación económica y financiera del país, y que su círculo de consejeros le oculta los problemas diciéndole que todo está muy bien y que no debe preocuparse.

—Pues, para ser la primera visita, te dijo muchas confidencias.

—No creas. Toda la gente que está en el ajo las conoce. Lo que impresiona es que sea el propio presidente quien las cuente.

—Lo hará con pocos.

—Supongo que sí, pero recuerda: un médico es como un confesor. Casi todo lo que uno sabe sobre lo que ocurre en el país se lo cuentan sus pacientes. Imagino que necesitaba desahogarse esta mañana. La gente tiene esa propensión a contar sus cosas y de eso no se libra ni el señor presidente.

—También las fulanas son así.

—A qué te refieres.

—A que se vuelven confesoras de sus parroquianos. Siquiatras por madurez. Eso dicen.

—Hablando de confesiones —dice Salceda—. Te voy a contar una que me impresionó escuchar hoy. ¿Te acuerdas de don Max Bermejo?

—¿El dinamitero?

—El mismo. Siempre me extrañó que, después de pasar media vida detonando explosivos, pusiera una tienda de pájaros. Se llama La jaula de oro. Tiene pericas australianas, canarios, guacas, loros, alondras. También vende jaulas, alpiste, maicillo y algunos productos veterinarios. Entras en la tiendecita y parece que estás en la selva. Un pipiripeo que aturde. Don Max es hombre de semblante cansado y mirada sombría. Lo que no es de extrañar. Una explosión lo dejó sin un ojo que ahora tiene de vidrio. Padece de fuertes migrañas y dolores en el tórax. Así que, para animarle un poco, al nomás entrar en la tienda le dije:

»—Anteayer soñé con usted, don Max. Eso tiene que ser amor.

»No fue capaz de entender la broma. Los achaques le tienen amargado. Se sentía mal desde la mañana, le dolía la espalda y el pecho y respiraba con dificultad. Pasamos a su cuarto. En un rincón había una imagen de Santa Bárbara, patrona de artilleros y mineros, con una pila de cerámica sobre la que caía un delgado chorro de agua.

»Le palpé, le ausculté, le tomé las constantes vitales. Tenía principio de neumonía.

»—De plano, la pilló al salir de mi consultorio —le dije de nuevo en son de guasa y con el afán de hacerle reír—. Estaba lloviendo a jarros.

»—Yo no he ido a su consultorio desde hace meses —rezongó, taciturno.

»—Sí vino —le contesté—, solo que en el sueño que le cuento. Me pidió usted unas gotas para los oídos, pero lo que tiene ahora es principio de neumonía. Tome una cafiaspirina cada tres horas o cuando sienta que le sube la temperatura. Y toda la limonada que pueda. Tres o cuatro litros, por lo menos. Y se me mete en la cama ahorita. Mande a la farmacia a comprar este producto. Se llama sulfapiridina. No corta la enfermedad, pero la mantiene a raya.

El pipiripeo de los pájaros se me estaba haciendo insoportable, y tenía que forzar mucho la voz.

»—¿Cómo puede usted dormir con este relajo? —le dije.

»—Peor estaría sin él.

»Entonces me confesó algo que yo no sabía. Y es que padece de tinnitus, un mal provocado por una explosión mientras trabajaba en el tramo de ferrocarril que va de Las Cruces a Ayutla. Fue allí donde perdió la vista de un ojo y le quedaron los dolores en el pecho. Lo peor, sin embargo, fue un silbido penetrante que se fijó en sus oídos y que no le abandona ni de noche ni de día. No conozco ese mal, pero ha de ser desesperante. De ahí que viva rodeado de pájaros, para enmascarar el pitido del oído. Y cuando llega la noche y las aves duermen, el suave y continuo sonido del agua en la pilita con la imagen de Santa Bárbara le distrae y aplaca el insufrible silbato.

»—Oficio peligroso, ese de la dinamita —le comenté.

»—No fue la dinamita la causa —replicó de mal humor—. Siempre supe cuidarme de ella. Fue un chino rencoroso, un adolescente con las facciones de un blanco. Una rareza. Me dejó como me ve, sin un ojo, con dolores en el pecho y este ruido en el oído que, si no fuera por mis pájaros, me tendría en un manicomio. Era trabajador y discreto. Como la mayoría de los chinos. O eso me pareció hasta el día en que desgració mi vida.

»—¿Y cuál fue la razón de que le hiciera lo que le hizo?

»—Un accidente, un daño no deseado. El suelo era más flojo de lo que yo había calculado y la explosión produjo un derrumbe. El padre del chinito quedó enterrado entre piedras y lodo, pero el muchacho lo tomó como si yo lo hubiese hecho adrede. Logró hacerse con un cartucho de dinamita y me la arrojó al barracón donde dormía. Por suerte me estaba afeitando. Si hubiese estado en la cama, no la cuento.

»—Qué terrible —le dije—. Me pregunto cómo una persona normal puede hacer algo así.

»—Debió de perder el dominio sobre sus propios actos o cierto impulso homicida dominaba sus instintos.

»—¿Y sabe usted qué fue de él?

»—Huyó esa noche del campamento y hasta ahora. Pero no lo he olvidado. Nunca podré olvidar a ese maldito —murmuró don Max en tono fúnebre».

El camarero aparece con los platos.

—No sé como estará lo que pedí, pues no me acuerdo ni qué era —dice Alma—. Pero verse, se ve muy bien.

Flavio levanta la copa de vino.

—Feliz aniversario, mi amor.

—Feliz aniversario, mi vida.