Cuatro
Las nueve de la mañana no es quizás la mejor hora para ofrecer sacrificios a Venus, salvo que se pretendan saciar urgencias impostergables. Pero tanto a Ciriaco Aroche, alias Divino Rostro, como a Florinda Solano, conocida por la Alpina, no les queda a veces otra opción. Tal es el motivo de que ambos libren a esta hora del día una ardorosa batalla cuyo desenlace debería ser la ansiada metástasis carnal y no un intempestivo ataque de la aviación enemiga.
El nido donde celebran la ofrenda está situado también en el Callejón de Dolores, casi enfrente del consulado de Estados Unidos y pared de por medio con la residencia del cónsul de México. Pero ni Ciriaco ni Florinda son los dueños del pequeño inmueble, uno de los tantos escondrijos a los que la voz popular da el nombre de «sucursales» y que caballeros malcasados utilizan para frecuentar a sus amantes.
El usuario de este, en particular, es un abogado de apellido Cabañas, conocido agiotista a quien se atribuyen negocios poco limpios, si bien difíciles de comprobar, y que visita a Florinda cuando tiene tiempo y bien le viene.
Florinda, mujer de belleza turbadora, ojos grandes, pómulos prominentes, retaguardia agresiva y vanguardia descomunal, despacha pepitoria, quesadillas y borrachos en la pastelería Salzburgo. En vida tan bien encaminada, solo hay una cojera: la irregularidad y las prisas del licenciado, quien a veces se pasa un mes sin asomarse por el callejón. Y así, la vida no es vida. La carne exige a Florinda saciar demandas que no está dispuesta a sofocar en los hervores del deseo insatisfecho. Así que, a título de entremés, y de entredós, se ha enredado con Divino Rostro, un reconocido carterista que sabe cómo aplacar los hormigueos y aliviar las urgencias de Florinda.
La noche previa, Divino Rostro había llegado de madrugada a la vivienda y, al notar que en la rendija de la puerta no había luz, señal de que el licenciado estaba ausente, entró sin llamar y se dirigió al dormitorio de la Alpina. Pero siendo la hora que era, le dio pena despertarla. De ahí que la mañana haya sorprendido a ambos rindiendo a Venus los sacrificios que no le habían podido ofrecer horas antes.
Divino Rostro es un granuja de medio pelo, nacido en el campamento de El Gallito, laberinto de calles enlodadas y casas de pajón, lepa y materiales de derribo, surgido a raíz de los terremotos de diciembre del 17 y enero del 18. Miembro de una banda de asaltantes conocida por el nombre de La gran flota, nunca logró pasar de marinero. Y un tanto frustrado decidió separarse del grupo y hacer sociedad con un palestino llamado Mustafá Alí, más conocido por el Mil y una noches. Mustafá resultó ser, sin embargo, un fariseo con quien Ciriaco acabó dándose en la madre por culpa del reparto de un botín. Y ahora el Divino opera por su cuenta en empleos múltiples tales como desvalijador de casas, cortabolsas callejero y esquinero de postín.
A Ciriaco le gusta oler a loción importada, ir bien vestido y llevar el sombrero ladeado. Se las da de figurín y se exhibe por la calle como si comprara la ropa en Derby Fashions. Pero no es más que un cachimbiro, término con que las clases acomodadas definen a ese tipo de personajes que, además de chabacanos y ramplones, parece que los vistiera el enemigo.
Cuando el trabajo abunda, Ciriaco le lleva a Florinda algún regalo, como unas medias de seda o un provocador salto de cama. La pastelera se pone las prendas a escondidas y cuando se muestra ante su muñecón, sea enfundada en las medias, sea con el salto de cama a la altura del ombligo, girando sobre sí misma y exhibiendo sus ubérrimas nalgas y sus temblorosos senos, Divino Rostro se retuerce de placer en la cama de latón dorado que utilizan como altar. Uno y otro entienden que, acaso, no hayan sido hechos para el amor estable. Y por eso es que se entreguen con furor al encuentro breve y convulso, como el de esta mañana, en que los ardores de ambos se hallan próximos al escalofrío final.
El momento es desusado, se diría que hasta mágico, y certifica sin duda el apodo de Ciriaco, ya que sus facciones han empezado a sufrir una insólita mudanza. A medida que el éxtasis se aproxima, su habitual expresión de dulzura, cercana a la del Buen Pastor, se ha ido transformando en la viva estampa del Nazareno de los Milagros, tal vez porque el rostro del dolor se parece mucho al del placer carnal.
Y es que Ciriaco parece haber entrado en agonía. Tiene la expresión desencajada, las cejas a media frente y los ojos fuera de las órbitas. Los gemidos del rapto en común son ahora tan estentóreos que ni Florinda ni él han podido oir el matraqueo del Ryan. De manera que, cuando el piloto corta el motor a fin de evitar males mayores, Divino Rostro y la Alpina solo están atentos a sus propios mugidos y sofocos.
El impacto del avión se asemeja al crujido de una gigantesca nuez que hubiese caído de la estratosfera. Y la trepidación que sigue suscita en Ciriaco y en Florinda la espantable impresión de que la tierra se está abriendo en gajos.
Una voraz nube de polvo penetra de golpe en la alcoba. La luz de la mañana se hace ocaso y una penumbra blancuzca envuelve a los amantes, quienes se apartan entre jadeos mirándose horrorizados uno al otro. No pueden entender que, en segundos, se hayan convertido en dos ancianos. Sus cabellos han encanecido, incluso los de sus zonas pudendas, y sus rostros están lívidos como cadáveres recién salidos de la fosa.
Florinda salta del lecho, abre la puerta que da al patio interior de la casa y, por entre la lluvia de polvo, alcanza a vislumbrar la cola de un avión apoyada en la cornisa de la pared medianera.
El Ryan ha caído en el patio contiguo, pero no hay fuego. Tampoco se oyen ruidos ni ayes. En medio del más aterrador de los silencios, solo un fuerte hedor a gasolina y a materia descompuesta, proveniente tal vez de los escusados del vecino, se empeña en aniquilar el olfato de Florinda.
La pastelera no quiere hacer más averiguaciones. Entra en el cuarto gritando Divino tienes que irte. Ahorita, ahorita. Si llega la Policía y averigua, dirá que nos han encontrado juntos. Y si el licenciado se entera, ¿a dónde me voy yo a vivir?
Afuera, en el callejón, se oyen carreras y voces.
Florinda se cubre con una bata y se asoma a la puerta.
Albañiles, herreros y carpinteros de una vivienda en reconstrucción corren al lugar del siniestro. Algunos curiosos han colocado una escalera en el muro, se han subido al tejado para observar mejor el avión tronchado por la mitad y desde lo alto cuentan a voces que no ha caído en un patio, sino en medio de dos. La trompa está sobre el de los escusados; la cola, sobre el de la pila de lavar.
Aturdido por el temblor y el estruendo, Divino Rostro sale al patio. Ha escuchado un ruido anormal justo después de la embestida y quiere averiguar la causa.
Los retorcidos tubos del fuselaje le arrugan el vientre, pero aún le asusta más un inesperado derrumbe en la casa vecina. El cielo adquiere de súbito una tonalidad grisácea. Y Divino Rostro baja los párpados, aguardando con estoicismo el fin de su corta vida.
Nada sucede, sin embargo, salvo una nueva cascada de polvo que enceniza aún más el patio. Y cuando el Divino logra abrir los ojos, el brillo de un objeto llama de inmediato su atención. Ensartada en la buganvilia que adorna la pared, hay algo parecido a una caja de metal.
Divino Rostro se acerca al objeto. Es un maletín de aluminio con refuerzos de acero inoxidable, y tan moderno, que a primer golpe de vista se le antoja un artefacto caído del espacio exterior.
Sin pensarlo dos veces, lo toma por el asa y entra de nuevo en el cuarto, se viste y se dispone a salir justo cuando Florinda regresa de la calle.
—¿Qué llevas ahí, Divino?
—¿No lo ves? Un maletín.
—¿De donde lo has sacado?
—Es mío. Lo traje anoche. No lo viste porque estabas dormida.
—No es verdad. Está golpeado. Ha debido de saltar del avión. Tenemos que devolverlo.
Divino Rostro aleja el maletín de la mano tendida por Florinda.
—Devuelve ese maletín, Ciriaco. La Policía no tardará en llegar y aquí se va armar la grande. Revolverán la casa, me llevarán al bote y cuando se entere el licenciado Cabañas... no quiero ni pensarlo. ¡Dame eso, te digo!
Florinda logra poner las manos en el maletín, pero Ciriaco lo aparta de un tirón.
La faz de Divino Rostro ha adquirido de nuevo la dulzura del Buen Pastor, salvo por una pequeña luz en los ojos que brilla como un diamante en el fondo de una sima. El labio inferior le tiembla y los tendones del cuello parecen a punto de quebrarse.
Florinda capta el ánimo de su amante. Hombre tosco y primitivo, Ciriaco no sabe contener sus cóleras. Y cuando esto sucede, Florinda no lo puede manejar.
Divino Rostro se dirige a la puerta y Florinda, haciendo acopio de arrojo, le apercibe:
—De una vez te lo digo, Ciriaco. Si te llevas ese maletín, no vuelvas nunca por esta casa.
Divino Rostro sonríe.
Lo hace muy pocas veces, pues no es propenso a reír. Al menos de manera distendida. Su sonrisa es siempre el preludio de alguna perversidad. Y Florinda se queda paralizada ante la patibularia mueca de su muñecón quien sale con celeridad de la casa y se pierde entre la muchedumbre que empieza a apretujarse frente a la vivienda número 6 del Callejón de Dolores.
Convencido de que los asuntos que toca tienen el mismo interés para él que para quienes le escuchan, don Lorenzo Henríquez sigue hablando por los codos y bate ahora banderas por el cine mudo, haciendo una disertación sobre el mismo con el enjundioso verbo que le inspira la morfina.
—El cine sonoro no levantará cabeza —dice—. No tiene ningún futuro. La gracia del cine mudo está en lo que sugiere. El argumento entra por los ojos, sin que el espectador necesite las palabras. El arte debe apelar a la inteligencia del público, no hay que dárselo mascado.
—Pero el cine sonoro es más natural, más cercano a la realidad y a la vida, ¿no le parece? —replica Salceda.
—No, señor, no me parece. Quitarle al cine su mudez es quitarle su misterio. Hay un peculiar encanto en no saber todo lo que dicen los personajes. El espectador debe imaginarlo. Es como la literatura. Sin la imaginación del lector, el texto y el relato son letra muerta. Las palabras por sí mismas no pueden contar una historia para la cual es imprescindible la fantasía de quien la lee.
Salceda no quiere meterse en el tema, entre otras cosas porque no tiene tiempo para explicar que eso de la mudez es un mal chiste, cosa que podría certificar quien haya ido alguna vez a un cine de barrio. Entre la bulla de los que leen en voz alta los rótulos de la película, el estrépito de alguna marimba que, acelerando su tempo o poniéndose llorona, pretende transmitir al público la emoción de los actores, o los ensordecedores redobles de algún tambor tras la pantalla para dar más realismo a las películas de guerra, es dudoso que el cine mudo sea ese rincón idílico y callado donde, según don Lorenzo, se refugia la imaginación del público. Pasan además quince minutos de las nueve y Salceda teme llegar tarde al banco.
Pero el prócer no le permite un resquicio para destrabar la charla. Por suerte, doña Engracia entra en la habitación y Salceda decide que esa es la oportunidad que necesita para emprender la huida.
Doña Engracia llega, empero, preocupada.
—Ha ocurrido un accidente, doctor. Un aeroplano se ha desplomado en el centro —dice afligida.
—¡Eso no es posible! —exclama don Lorenzo—. Los aviones se caen en el mar, en las montañas y en los desiertos, pero nunca en las ciudades.
—Que sí, Lorenzo, que se ha caído. Con cuatro personas a bordo.
—¿Y en qué lugar, doña Engracia? —inquiere Salceda.
—En una casa del Callejón de Dolores.
—¡Dios mío! Disculpen, tengo que irme.
Salceda abandona precipitadamente el cuarto y el tribuno se ofende.
—¿Qué mosca le ha picado a este hombre para irse de modo tan intempestivo?
—Ninguna mosca, Lorenzo —murmura doña Engracia, mientras arregla a su marido el rebozo de la sábana.
—¿Y por qué se ha ido, así nomás, como quien fuera a apagar un incendio?
Doña Engracia se endereza y observa, comprensiva, al prócer.
—Ay, Lorenzo. Con las veces que has estado en su consultorio... ¿Olvidas que el doctor vive en la cuadra donde ha caído el avión?