Doce

Apretados uno al otro, mejilla contra mejilla y moviendo los pies en cuatro baldosas, Alma y Flavio Salceda se balancean con suavidad al son de una marimba que interpreta las delicadas notas de Noche de luna entre ruinas. Vibran teclas, se alzan trinos, al tiempo que el dulcísimo vals evoca la pérdida de un paraíso que escapa a la certeza y la memoria. A la bullanga del jazz band ha seguido este tempo de música serena que ha sentado a los jóvenes y ha puesto en pie a medio centenar de parejas de mediana edad que ocupan ahora el parqué del Club Guatemala. Collares de focos azules y blancos engalanan el salón en cuyo centro cuelga, donoso y rutilante, un quetzal confeccionado con docenas de pequeñas bombillas que hacen centellear su cola esmeralda y su pecho carmesí.

Salceda se abraza a Alma con idéntica pasión que cuando eran novios y solo le separaba de ella una turbadora blusa de satén. El aroma de las flores que ornan el club ha arrebatado sus sentidos al punto de que todo cuanto existe a su alrededor le es ajeno. Salceda siente palpitar un eros gozoso que le hormiguea desde el cuello a los tobillos. Las fragancias del salón y el calor de Alma le envuelven y le placen de tal modo que en estos momentos podría morir sin ninguna pesadumbre.

Una pareja pasa por su lado al trote, envuelta en vapores parisinos. Se trata de uno de esos dúos volanderos que no falta en ninguna pista de baile y que aprovecha la elegante cadencia del vals para exhibirse. Ella observa las mesas con desdén; él mira con displicencia al piso.

—¡Qué año, Aurita, qué año!

Salceda alcanza a escuchar la queja del bailarín y su sensación de bienestar se disipa.

Qué año, sí, qué desgracia. En los últimos seis meses, la vida le había sustraído buena parte de lo que le había entregado. Se ve colgado de un arrecife al extremo de una soga y sin fuerzas para remontarla. Los demoledores versos de Keats tiran de su pies desde la mañana, cuando, sin pretenderlo ni buscarlo, llegó a sus oídos la conversación entre el señor presidente y su ministro de Hacienda: «Todo se derrumba, el centro no puede sostenerse. La anarquía se desata sobre la Tierra. Los mejores rebosan convicciones y los peores, una exaltada energía. El Segundo Advenimiento ha de estar cerca...».

Salceda quisiera creer que no es así, pero la aflicción del bailarín es inobjetable y justa. El rumor era más que cierto: el gobierno de Guatemala se encontraba al borde de la bancarrota y él no andaba muy lejos de una situación parecida. En solo veinticuatro horas había perdido ocho mil dólares adicionales, dos por quintal de café, de los cuatro mil que tenía almacenados en San Felipe.

Así y todo, cuando regresó a su casa esa mañana y corrió a leer los periódicos, estos no decían una palabra de la quiebra de la bolsa de Santos. Quizás la noticia había llegado tarde a las redacciones o estaba restringida al círculo de los grandes compradores, como Grace & Co., los Rosenthal o los Stahl. Era sábado y, además, 12 de octubre. La gente de posibles andaba a otras cosas, distraída y ajena, disfrutando el largo fin de semana en sus fincas, comiendo, bebiendo, bailando o exaltando el Día de la Raza con poemas como el que don Teodoro Rudeke, presidente del club, había leído antes de inaugurar el baile:

La sangre del indio rebelde y patriota corrió en mil torrentes, cayó gota a gota y asombró los tercios del bravo español. Y entonces ya juntas mezclaron sus gentes dos sangres de fuego, dos sangres valientes en cuyos imperios no se pone el Sol.

El carné social ocupa las mentes de la mayoría: bautizos, bodas, defunciones, onomásticas, actos en el Parque Central, carreras en el hipódromo, cines, peleas de gallos, misas ordinarias, misas episcopales. El chantillí de la vida, como decía el bueno de don Lorenzo Henríquez.

—Este es el fin, Aurita —escucha de nuevo quejarse al danzante.

Tal vez era uno de los pocos, piensa Salceda, que había tenido acceso a la peor de las noticias que podría recibir el país, pero afuera la vida continuaba sin pesar. La vida liviana, claro, la perfumada y llena de aire, la ajena al desbarajuste del mercado del café y a los disturbios ocurridos en Santos.

Cuando piensa en estas cosas y en la tormenta que se anuncia en el horizonte, Salceda solo encuentra calma y salud abrazándose a su esposa cuyo pecho siente subir y bajar pegado al suyo a los compases del dulce vals en el que la luna derrama su luz sobre las ruinas del país. Solo Alma le sostiene. Solo ella evita que sucumba al desaliento. Solo su cuerpo, su persona y su perfume le ayudan a guardar un precario dominio sobre sí mismo y a mantener incólume el instinto de conservación.