Uno
Ciudad de Guatemala, últimos días de octubre de 1929
En el bar del Hotel Palace, madame Dorothée y madame Georgiou toman café y fuman señoritas, unos puros muy delgados traídos para ellas de Cuba. Los jueves madame Georgiou no lee el Tarot y madame Dorothée se toma la tarde libre para charlar con su amiga. Llevan una hora haciéndolo. Madame Georgiou tiene una molestia en el pecho que necesita expulsar.
—Tú sabes, Dorothée —le dice a su amiga en un francés fluido, si bien algo destemplado— que no hay ser humano que no quiera conocer su destino. Y curiosa como soy del devenir, quise ayudar a que las personas lo descubrieran. Yo no elegí el Tarot como recurso; fue el Tarot el que me eligió a mí. Yo solo soy su médium, su cauce. Y hasta hace poco creía ser una fiel intérprete de sus presagios.
—Lo eres, Delfina, sin duda. No hay más que ver tu clientela, más numerosa y más rica que la mía.
—Pero los naipes son caprichosos. Les ocurre lo que al destino. Y aunque el Tarot puede asegurar a cada persona una lectura distinta, desde hace un mes parece haber renunciado a su varianza y a expresarse de manera profusa.
—Háblame en cristiano, Delfina.
—Que hay una inexplicable tendencia en las cartas a asociarse una y otra vez en grupos siniestros.
—Qué horror.
—Con el Tarot nunca sabe una del todo lo que realmente anticipa y, hasta que no se produce el hecho, no sabes que quisieron decir los arcanos mayores.
—Eso tampoco lo entiendo.
—Me refiero a las figuras. La Muerte, La Papisa, El Ahorcado, La Templanza, las sotas, los caballos, los reyes. Yo sé que si el Mago y el Rey de Copas salen juntos y boca abajo, no es bueno. O que si El Ermitaño se une al Caballo de Espadas, hay una conspiración en ciernes. El problema es que hay un grupo de naipes nefastos que últimamente salen juntos cuando se los echo a personas de dinero y poder. Y yo ya no sé qué decir a estos clientes, pues se suelen ir muy preocupados.
—Y te dejan preocupada a ti.
—¿Quién va a querer regresar con alguien que solo hace augurios nefastos? Malas noticias siempre hay, pero no con la asiduidad con que yo las doy.
—Peor está el Calendario Perpetuo de los jesuitas.
—¿Qué tiene el calendario?
—Predijo que 1929 iba a ser un año próspero y feliz.
—¿Quieres decir que es mejor vaticinar desgracias que no se cumplen a premios de lotería que no tocan?
—Es menos doloroso, ¿no te parece?
—Pues me dejas con la duda.
—¿Y no crees hacer el bien anticipando males que pueden ser prevenidos?
—Hay noches en que quisiera consolarme con eso. Por desgracia, no está en manos de quienes vislumbramos el futuro la potestad de cambiarlo.
—Pero vamos a ver, Delfina, ¿qué es lo que ocurre exactamente con tus naipes?
—Pues verás. Pongo los dos mazos en la mesa, el de los arcanos mayores y el de los menores, los cuales traigo envueltos en el pañuelo de seda negra. Se los muestro al cliente o la clienta, los barajo. Les pido luego que corten. Los vuelvo a barajar, corto de nuevo y hago la tirada. Formo la Cruz Celta con los siete arcanos mayores, que son las figuras que te he dicho, y a un lado los cuatro menores, que tomo de la baraja española, oros, copas, espadas y bastos. Bueno, pues raro es el cliente a quien no le salen la Rueda de la Fortuna invertida, que ya es mala pata, el Ahorcado, la Muerte o el Loco. La Templanza no aparece por ningún lado, La Fuerza sabe Dios dónde anda y El Sol brilla por su ausencia, ¿Te puedes creer esto, Dorothée?
—Es difícil, lo confieso.
—Pero el asunto no se queda ahí. Del lado de los arcanos menores, los oros parecen haber desaparecido del mazo. De vez en cuando sale alguna copa, supongo que para aliviar tristezas. Lo que no faltan nunca son los bastos y las espadas, que son los palos de la violencia y el conflicto.
—Terrible, Delfina, terrible.
—Es como si un espíritu maligno entrara en mi casa de noche y me revolviera las barajas, mezclando a su modo los naipes para que salgan esas combinaciones fatídicas. Y eso me hace mal, Dorothée. No sé qué decir a los clientes. Temo haber perdido la inspiración. Una intérprete del Tarot no puede dar malas nuevas todo el tiempo. De continuar así, esto va a ser mi ruina. ¿Qué crees que debo hacer, Dorothée? ¿Ir a un doctor, cambiar de aires?
—No Delfina. Lo que tienes que hacer es cambiar de naipes.
Ponerse de acuerdo sobre qué clase de colchón comprar no es asunto fácil cuando son dos los que van a dormir en él. Hay que probarlo, palparlo, recostarse encima, verificar que no es ruidoso para que no lo oigan los niños y ver si, en efecto, es más cómodo sobre un moderno somier que sobre un bastidor de tablas.
Villagrés y Casilda, su esposa, han dedicado parte de la tarde a llevar a buen término esta delicada operación y uno y otro están felices. Y no solo por el nuevo colchón. En la casa hay dinero fresco y donde hay dinero hay arreglo. Villagrés y su Casilda son extraños a ese mundo de la holgura y los haberes sobrados, donde no es preciso esperar para adquirir lo que una familia necesita. Por eso la situación que viven les resulta chocante. Es un mundo nuevo, distinto, repartidor de euforias y alegrías.
Y es que una lata de opio alcanza para muchas cosas, como ayudar a una madre soltera, sonsacar información a un condenado a muerte, pagar cuentas atrasadas al tendero de la esquina, abastecer la despensa, prestar a Elizardo noventa pesos para que la Paula, su mujer, se opere del apéndice, y comprar zapatos a los niños, aparte del colchón y el somier, pues el catre matrimonial se ha ido hundiendo hasta volverse un hoyo donde Villagrés y Casilda duermen como dos siameses unidos por la cadera.
Para celebrar la compra, marido y mujer se han acercado al Callejón Variedades, se han comprado un par de helados de crema en Sharp & Co. —«el helado de moda en Estados Unidos, hecho a base de mantequilla, azúcar de caña, huevos frescos y vainilla»— y se han ido al cine a ver el primer episodio de la serie titulada La amenaza de Fu Manchú, película en la que Bonifacio Villagrés ha podido comprobar el plan de tan siniestro personaje para destruir con un bacilo la civilización occidental.
A la salida del cine, el inspector concluye que Elizardo estaba en lo cierto. La película deja al espectador afligido ante tan inminente y trágico desenlace a manos del peligro amarillo y Los caballeros del Si Fan, la temible sociedad secreta que dirige Fu Manchú. Estos hombres que están en todas partes, pero que nadie ha visto, tienen a su cargo la reivindicación de China, el dragón humillado por las grandes potencias que ahora se volvía contra ellas y amenazaba con destruirlas.
El problema de las películas de episodios es que se vuelven el cuento de nunca acabar. Fu Manchú, cuerpo delgado y felino, cejas satánicas, ojos siniestros y oblicuos y bigotes hasta el pecho, evadía siempre la justicia, bien adoptando una falsa identidad, bien utilizando una fórmula química para volverse invisible o bien dejando al tenaz e inteligente inspector Naylan Smith, alter ego de Villagrés, al borde de un precipicio hasta el siguiente episodio.
Casilda se cuelga del brazo de su esposo. Tiene ganas de hablar, pero no de la película, pues las aventuras de Fu Manchú le vienen al pairo y tienen tanto atractivo para ella como una maratón de hormigas. Acompaña a Villagrés a verlas porque sabe que le gustan y porque hoy es un día para celebrar.
—¿Te dije que me escribió la Chabe, mi prima de Jutiapa?
—No.
—Parece que la santa de Conguaco ha vuelto al cerro del Jute y la Virgen María le ha hablado de nuevo. ¿Y sabes qué le ha dicho?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Le ha dicho dos cosas. Una, que volarían los quetzales y que no se volverían a ver en mucho tiempo.
—¡Bah! Eso no es una profecía. Hace tiempo que los quetzales volaron del país. Desde entonces, todo el mundo se maneja con centavos.
—Ese es un chiste sin gracia, Boni. Deberías ser más respetuoso con estas cosas.
—¿Y qué es la otra cosa que la Virgen le ha dicho a la santa?
—Que una antorcha se encenderá en la mansión del Diablo y que cuando esa antorcha salga del Infierno toda claridad y toda luz desaparecerá de la faz de la Tierra.
—¿Y cómo va a ser que al encenderse una luz todo se ponga oscuro?
—Nadie lo sabe explicar. Ni siquiera el señor cura. Pero la gente le tiene fe a la santa y por eso andan todos alterados. Parece ser que, además, la Virgen le anunció que tendría un hijo perverso.
—¿Quién tendrá el hijo, la santa o la Virgen?
—La Virgen, Boni, la Virgen María.
—¿Y dijo qué nombre le iba a poner?
—Sí, pero se me ha olvidado.
—¿No sería Fu Manchú?
—Bonifacio, no seas irreverente.
—No lo soy. Lo que pasa es que no me creo esos cuentos. ¿Sabes el rumor que corría esta mañana en Ciudad Vieja?
—No.
—Pues que una gallina había puesto un huevo en el que se podía leer «Viene el Anticristo». ¿Te lo puedes creer?
—No.
—Pues yo tampoco me creo lo otro.
Al coso La Reforma ha acudido hoy poco público. El mal tiempo y la ausencia de boxeadores de renombre ha dejado en sus casas a muchos aficionados y algunos de los que han venido se arrepienten de haberlo hecho. La velada carece de emoción. Ha habido cuatro combates y ni un solo knock out. Todos se han decidido por puntos. Y la pelea estelar de la velada entre los pesos medios Young Fernández y Anisio Orbeta lleva el mismo camino. La frustración del público y uno que otro silbido reflejan el malestar de los asistentes así como la sospecha de que la velada ha sido un fraude de peleas amañadas para que los púgiles no se hagan daño.
Sentado en un discreto rincón de la pista, Gabriel Quiroz observa la pelea con expresión adusta. Su aspecto es diferente al que tenía cuando salió hacía Panamá. Se ha dejado un fino bigote y tiene el cabello cortado a lo flat top. Viste pantalón de lona azul, camisa blanca y suéter negro, y tal parece uno de los muchos empleados que las compañías estadounidenses han traído a Guatemala.
Quiroz aparta la mente del combate y se concentra en el ultimátum que el Qing Bang le ha dado para rescatar el maletín. La estancia en Panamá había sido humillante para su ego. Recriminaciones y amenazas era todo lo que había conseguido y un breve plazo de gracia, cumplido el cual, si no lograba rescatar el maletín y el dinero en dos semanas, su vida no valdría un centavo.
Inesperadamente, el coso empieza a animarse. Los gritos y los silbidos aislados se vuelve un intenso rumor cercano al de la jauría. Young Fernández ha acorralado a Anisio Orbeta en un rincón del cuadrilátero y le martillea los blandos sin piedad. La bestia humana se desgañita y alborota: ¡túmbalo, rómpele la jeta, acaba con ese desgraciado! El propio Quiroz se ha puesto en pie, dominado por una excitación parecida a la que conmueve sus entrañas cuando estas se alborotan y necesita arrojar cuchillos a un tablero. Pero Anisio Orbeta, un mulato de origen cubano, de poderosos bíceps y tórax imponente, se resiste a doblar la rodilla, pese a la tempestad de golpes que le cae a diestro y siniestro.
Repello, hombre poco sensible a los placeres que procura tan delicado deporte, se ha acercado a su jefe por el pasillo que se abre entre las sillas de pista y, en medio del vocerío, sin prestar atención al drama del cuadrilátero, le dice algo a Quiroz.
La información le llega justo en el momento en que Young Fernández le atiza un gancho espectacular a Aniso Orbeta, quien se desploma en la lona. El árbitro corre hacia él y a grito pelado comienza la cuenta fatídica.
Quiroz no puede escuchar lo que le dice Repello, pero el rostro oblongo de este muestra una oscura alegría y sus ojos muy pequeños y muy juntos, un brillo sobrenatural.
—¡Que hemos encontrado al agente que se había extraviado y sabemos dónde vive! —le grita a Quiroz al oído, justo cuando el árbitro canta diez y el gentío revienta en una explosión de sano y civilizado orgasmo deportivo.
Quiroz toma al esbirro por el brazo y se lo lleva por el pasillo del coso.
—¿Cómo que apareció?
—Puse a los muchachos a merodear el Parque Central. Les dije que vigilaran las entradas y salidas de turno de los agentes. Hasta que apareció el gerundio. Ya no lleva el vendaje en la cabeza, pero es él. Aún tiene la cicatriz en la frente, por el golpe del maletín.
—Buen trabajo, Repello —le dice Quiroz con un gesto de altiva gratitud—. Buen trabajo. Esto puede salvarnos a todos la vida.
Son casi las nueve de la noche. El silencio ha invadido la oficina de Bruce McCallister quien, solo en el consulado, lleva horas haciendo números. No tiene muy buen aspecto y, en apariencia, le cuesta concentrarse. Garabatea cifras en un cuaderno de espiral, arranca la hoja, la arruga, la tira a la papelera y vuelve a empezar. Cansado de hacer números, se levanta del escritorio, mira por la ventana, observa unos instantes el solitario Callejón de Dolores, vuelve a sentarse.
Su mirada se detiene un momento en los cablegramas que se esparcen en la mesa, el último de los cuales anuncia el vertiginoso derrumbe de la bolsa de Nueva York en la más desastrosa jornada de su historia. El apoyo de los grandes bancos ha sido inútil debido a la presión vendedora y las cotizaciones se han hundido en medio de la confusión de los inversionistas y la impotencia de las entidades financieras.
No hay sonrisas hoy en Wall Street, dice uno de los cables. Tampoco lágrimas. Solo la camaradería propia de quienes se sienten compañeros de desdicha. Cada quien deseaba decir a los demás cuánto dinero había perdido en la bolsa, pero nadie quería escuchar esa historia, ya que era la misma que la suya.
Y también la de McCallister. Sus ahorros invertidos en acciones se han volatilizado, algo difícil de digerir cuando se tienen tres hijos adolescentes. A McCallister le cuesta aceptar que el país más poderoso y rico de la tierra se encuentra al borde de la bancarrota. El dinero tiene peso, se dice, algo en lo que no se piensa cuando se tiene o se está seguro de que nunca va a faltar. Y McCallister, que lee novelas de Somerset Maugham, recuerda ahora con nostalgia una frase del escritor según la cual el dinero es el sexto sentido que permite disfrutar de los otros cinco.
Aturdido aún por la pérdida, McCallister abre de mala gana la estilográfica y escribe el último cable del día.
Del Encargado de Negocios en Guatemala (MCCALLISTER) al Secretario de Estado en funciones (DALY)
Guatemala, octubre 30, 1929—9:15 p. m.
2343 [Paraphrase].
Sir: Respecto al informe sucinto que me pide sobre los efectos que la crisis bursátil ha tenido hasta ahora en Guatemala, me permito indicar que, al término de este día, buen número de cafetaleros, comerciantes y exportadores han concluido que su quiebra es inminente.
Algunos se resisten a creerlo, pero los más realistas se reúnen a esta hora con familiares y socios para decidir lo más urgente que deba hacerse. También me informan que aquellos que residían en París, Madrid o Nueva York, y disfrutaban allí de las rentas del grano hacen preparativos de urgencia para regresar a Guatemala. Sus días de vino y rosas, al parecer, han concluido.
En cuanto a los caficultores que viven en la capital, tendrán que abandonar la vida urbana, la cual, si bien provinciana y menuda, era hasta hoy alegre y confiada. En adelante, deberán residir en las fincas (quienes puedan conservarlas) y llevar allí una vida más austera y bastante alejada de la que habían conocido hasta hoy.
Por último, quienes han acudido a los bancos con el fin de rescatar sus ahorros, se han encontrado con que aquellos habían cerrado por temor a una corrida bancaria. Ha habido, eso sí, aglomeraciones y gritos frente a sus puertas, pero todo cuanto han recibido los cuentahabientes hasta ahora ha sido el silencio.
Soy de usted [etc.].
MCCALLISTER
El diplomático se quita las gafas de aro, las arroja sobre la mesa y se lleva las yemas de los dedos a los ojos. Le queda lo más tedioso por hacer que es convertir en números las letras del texto.
Gary’s corner es una fuente de soda situada en la Calle 52 de Nueva York, entre la Quinta y la Sexta avenida, que vende al paso café, sándwiches, pretzels, refrescos y brownies, y donde buena parte del público que entra desaparece misteriosamente por una puerta lateral. La puerta, a su vez, da a un pasillo que concluye en otra puerta con una rejilla donde los «desaparecidos» deben dar una contraseña, si desean acceder a otro corredor al final del cual se abre un speakeasy, un abarrotado y alegre salón ilegal con más de cincuenta mesas repletas de público.
Bajo cuatro arcos de medio punto decorados con desnudos renacentistas hay una barra saturada de gente que departe con cervezas en la mano. Y en la esquina opuesta al mostrador puede verse el inicio de una escalera que conduce a un mezzanine, donde están las salas de juego y media docena de habitaciones con servicio de baño incluido.
El empleado que atiende la fuente de soda —gorro blanco, camisa a rayas azules y lazo de pajarita— tiene un timbre bajo el mostrador que comunica con la primera puerta y esta, a su vez, otro botón que avisa al empleado que vigila el corredor. Las alarmas cumplen la función de retrasar el acceso de la Policía al speakeasy, anular el efecto sorpresa y disponer de tiempo suficiente para que los clientes huyan.
Pero la verdad es que el local no las necesita. Tanto el Fiscal del Distrito como la Policía del precinto más cercano y los agentes de la Prohibición reciben cada mes un sobresueldo que garantiza al dueño del local y a sus clientes una tranquilidad a prueba de encerronas. No hay nada, pues, que temer. Hay casi cincuenta mil speakeasies en Nueva York, donde nueve años antes, cuando se estatuyó la Prohibición, solo había quince mil bares. La Ley Seca ha triplicado los establecimientos de bebidas y los speakeasies forman hoy parte indispensable de la vida de la urbe.
En el speakeasy de la Calle 52 se camina con dificultad. Es la hora del happy hour y el lugar está repleto de hombres de negocios, agentes de cambio y bolsa, ejecutivos y mujeres elegantes. El ojo avezado a este tipo de santuarios puede descubrir también la presencia de mesalinas de lujo que la banda de Luciano y Lansky suministra al local y a otros bares clandestinos y clubs de Brooklyn y Manhattan. Pero son el Gary’s corner, junto con el 21 Club y el Cotton Club, los preferidos de ambos gangsters por ser los más lujosos de Nueva York y donde más alcohol y estupefacientes se consumen.
Acodados en la barra del local, Luciano y Lansky hablan en voz baja, del mismo y civilizado modo que lo hacen las docenas de personas que se agolpan frente a la barra atestada de botellas de cerveza.
—Todo está arreglado —dice Luciano—. Nuestro abogado en Guatemala nos ha remitido el dinero que presuntamente —y subraya la palabra con un arqueo de cejas— habíamos perdido. ¿Tenía o no tenía yo razón?
—La tenías, Charlie. Pero por otra parte...
—Por otra parte, ¿qué? ¿O es que todavía no quieres aceptar que negociamos con gente de respeto?
—Te supongo enterado de lo ocurrido hoy en Wall Street.
—No, Meyer. He estado ocupado toda la mañana en otras cosas.
—La bolsa se ha derrumbado. Miles de accionistas han liquidado sus inversiones. Aún los mejores valores han caído y temen que no haya aún llegado lo peor. El pánico se ha extendido a Montreal, Londres y Ginebra. La gente está como loca. Nunca se había visto nada igual. Ante una situación así, ¿no crees que deberíamos ser más prudentes y esperar un poco?
—¡Todo lo contrario, Meyer! Esta es la mejor noticia que podías darme. Situaciones como esta son las que hacen prosperar nuestro negocio. No lo digo yo, lo decía Rothstein, que era un genio. La gente bebe más licor, toma más calmantes, recurre al dulce sueño de la morfina, la heroína o el opio y se le dispara la libido. ¿Sabes lo que es la libido? ¿No? Bueno, eso no importa. Mira a tu alrededor. No se puede dar un paso aquí. ¿Habías visto alguna vez este lugar así de lleno? Claro que no. Así que, tranquilo, Meyer. Todo va a salir mejor de lo que yo pensaba. Mucho mejor, ya verás.
Las lluvias han vuelto al país con su acopio de calamidades. Los ríos han destruido varios puentes, y el ferrocarril del Norte ha sido cortado en algunos tramos. Nada de qué extrañarse, aseguran los iniciados: Guatemala es una latitud de peligrosa belleza. Los huracanes, los temblores, las inundaciones, los derrumbes, las plagas y las epidemias conforman el castigo ritual que la naturaleza, confabulada al parecer con los dioses, imparte sobre el país cada invierno. A fuerza de padecer, el estoicismo se ha venido convirtiendo en un rasgo inconfundible del carácter nacional, si no en una moral de resistencia. Y a su sombra se ha forjado el temple y la personalidad de un pueblo que bien podría ser la reencarnación de Job, sino fuera porque es la espalda de Sísifo.
De ahí que, pese a las penalidades que ha traído este año fatal, la vida prosiga al margen de las iras de la naturaleza y de lo ocurrido en Wall Street. No ha habido tiempo de evaluar, mucho menos digerir, los efectos de la catástrofe. Y auxiliadas por la infinita paciencia de un modo de ser habituado a dormir con la tribulación y a despertar con la adversidad, las personas solo están a su trabajo y a sus distracciones cotidianas.
El Hipódromo del Norte anuncia la llegada a Guatemala de Los cosacos de la muerte, famosa troupe de jinetes rusos integrada por ex miembros de la Escolta Blanca que protegía al extinto zar Nicolás II.
Amelia Caso, Graciela Macal, Julia Palomo, Carmencita Irigoyen, Emmy Mata y Carmencita Valladares han sido declaradas finalistas del concurso de belleza organizado por El Imparcial y la Miami Bathing Co.
Para fin de mes se anticipa la inauguración del primer tramo del que sin duda será uno de los trazos ferroviarios más espectaculares de las Américas, el Ferrocarril de los Altos, tren eléctrico que unirá las ciudades de Quetzaltenango y San Felipe, todo un símbolo de modernidad y progreso.
Los intelectuales también están distraídos. No es la destrucción física del país ni la baja del precio del café lo que les preocupa. Su mente está en otros asuntos. Un conocido escritor, de apellido Arévalo Martínez, ha escrito estos días en la prensa: «Siempre creí que el indio era una raza inferior, degenerada y de pésimo coeficiente biológico que un pequeño núcleo blanco es incapaz de redimir. Su peso muerto inclina las más de las veces la balanza de un lado: el de las tiranías personales y malévolas».
Muy pocos han oído, pues, el silbido y son menos los que anticipan el bombazo. El único que parece intuirlo es un vate en horas bajas de nombre Francisco Figueroa, quien ha querido introducir a sus lectores en «el sentido egocéntrico de lo real y lo abstracto», el cual ha sabido alumbrar en estas existenciales estrofas:
Antes de mí, nada. Nada después de mí. Existe todo lo que existe desde que existo yo —el yo tuyo, el de aquél y el mío—. Mas todo desaparecería si desapareciera yo.
No hay nada que temer, por tanto. No habrá un apocalipsis colectivo. Todos son de tipo personal. Uno muere y se termina el mundo.