Ocho

Dirección General de Policía, Viernes 11 de octubre de 1929 5:30 p. m.

Bonifacio Villagrés entiende que un diario no es otra cosa que la ordenación arbitraria del desmadre en que ha caído el país y que las dimensiones de sus titulares van de acuerdo con la noticia que más pueda contribuir a redoblarlo. La vida de Guatemala es lineal para muchos (un constante tirar de la carreta, sin pausa y sin horizonte), circular para otros (el país parece condenado a repetir ciclos del pasado que se parecen demasiado al presente) o una desconcertante babel para quienes no consiguen encuadrarlo en lo uno ni en lo otro.

Hoy, sin embargo, la noticia más importante de El Imparcial, titulada a cinco columnas en lo alto de la primera página, está dedicada a un hecho feliz que nada tiene que ver con crímenes ni suicidios y menos aún con la plaga de langosta, la carestía de víveres o los estragos del temporal. Es un breve que humaniza la edición del vespertino y cuyo encabezado dice así:

EL INGENIERO JULIO MONTANO NOVELLA ALCANZA UNA NOTORIA MEJORÍA.

La noticia acelera el pulso de Villagrés. El único sobreviviente del siniestro ha vuelto a la vida y esto significa que podría estar en condiciones de corroborar la tesis del quinto pasajero del Ryan.

El texto del diario lo explica así:

Esta mañana, a favor de nexos de amistad que lo unen con la familia, uno de nuestros redactores tuvo la oportunidad de visitar al ingeniero Montano Novella en El Socorro, la finca del doctor Fernando Sandoval. Se trata de la primera y única entrevista que logra un periodista por indirecto medio, pues una rígida prescripción médica prohibe que se visite al enfermo, a efecto de procurar su convalecencia dentro del más absoluto reposo. Sin embargo, era indispensable terminar con una serie de versiones callejeras, algunas irreflexivamente acogidas por la prensa, que atribuyen al ingeniero Novella declaraciones que no ha dado, cimentadas en la fantasía.

Villagrés no ha escuchado ninguna de estas versiones, pero se pregunta si alguna de ellas sería la del pasajero de última hora, desaparecido en el lugar del siniestro. El diario no hace referencia al asunto, pero agrega otros datos que el inspector lee con avidez.

Encontramos al ingeniero Montano Novella en el amplio salón principal de El Socorro, acompañado de su madre, la señora Julia Novella, viuda de Montano, y de su abuela materna, doña Dolores H. de Novella. La casa de la finca es un privilegiado mirador desde donde se domina el Valle de la Ermita, y la ciudad tiende al sol la geometría de sus casas enjalbegadas dentro de un cerco azul de montañas. El ingeniero Montano Novella nos recibe con la cortesía que le es peculiar y sigue con amabilidad los giros de la conversación, ya centrada en la realidad después del violento choque que lo perdió en un laberinto de inconsciencia.

A medida que avanza en la lectura, Villagrés se va percatando de cuán difícil va a ser que el ingeniero Montano confirme la presencia de un quinto viajero. No recuerdo apenas nada, asegura el convaleciente, salvo haberse subido al avión con su hermano y recobrado el conocimiento en la casa de salud, pensando que se encontraba en Zacapa. Montano tiene varias fisuras en el cráneo y, aunque ninguna es grave, asegura que esas heridas le impiden recordar más detalles del accidente. Su médico de cabecera, el doctor Mario Wunderlich, además, no permite visitas al enfermo. Y de la lectura de la nota, Villagrés deduce que el ingeniero ignora aún la suerte de sus compañeros de viaje, por los cuales pregunta a menudo, «hiriendo en lo vivo, sin querer, el duelo que aún enluta nuestros corazones», subraya el diario. «Una mentira piadosa satisface la preocupación del enfermo. Rodríguez Díaz, nuestro querido Chinto», le informan, «está muy grave. Y también el licenciado Balcárcel». En cuanto a su hermano Carlos, de nueve años, tampoco le han dicho que ha muerto, sino que continúa recuperándose de sus heridas.

—Disculpe, jefe.

Elizardo Cereceda interrumpe la lectura de Villagrés, quien alza la mirada del periódico como quien tuviera que hacerlo de un plato de huevos a la ranchera.

—Era hora, compadre. No le he visto desde la mañana.

—Anduve muy ocupado averiguando lo que me pidió. Pero al fin descubrí quién era el cachimbiro. ¿Se recuerda del crimen de los filarmónicos?

Villagrés asiente con expresión de afecto. El crimen de los filarmónicos era la corona en la carrera de Elizardo, una historia que todavía hoy se contaba con admiración en los círculos policiales. Luego de tocar toda la mañana marchas, pasacalles y polkas, tres músicos de la banda Escaler, patrocinada por la magnesia efervescente de ese nombre, se habían allegado a El Sauce, un predio situado al noroeste de la ciudad donde se alzaban algunos comedores y la gente engullía tentempiés. Los filarmónicos eran el cornetín, el clarinete y el saxofón de la banda. Llegaron los tres a una caseta y pidieron aguardiente con un plato de jocotes. A poco, el cornetín se calentó con la bebida y discutió con el clarinete. El saxofón quiso interceder, pero el cornetín se acaloró, perdió los estribos y, ya fuera de sí, sacó una navaja de zapatero y se la clavó al clarinete en el corazón.

Elizardo estaba de servicio ese día y, avisado del crimen, salió en pos del asesino, quien se abría paso entre el público blandiendo la navaja ensangrentada. Elizardo le hizo frente, lo desarmó y lo redujo con una celeridad que llenó de asombro al asustado gentío. El suceso fue noticia de primera plana en la prensa, Elizardo fue condecorado y La Gaceta de la Policía sacó en sus páginas la foto de tan ejemplar agente de la ley y el orden.

—¿Y cómo identificó al cachimbiro?

—Si recuerda, compadre, el tipo no llevaba papeles, un asunto que difícilmente se vaya a resolver hasta que el Congreso no apruebe la ley sobre la cédula de identidad. Luego dicen que los policías somos unos inútiles, pero, como yo digo, ¿cómo vamos a identificar a la gente si no tienen un bendito papel con el que...?

—Abrevie, compadre, abrevie.

—Lo que encontré entre sus ropas fue un recibe del Taller California. Estaba a nombre de Ciriaco Aroche. El apellido me sonó y me vine al Gabinete de Identificación. Y lo que es la casualidad, el saxofonista también se apellidaba así. Tomé nota del domicilio y me fui a verlo. Resultó ser primo del tal Ciriaco, a quien el mundo lépero conoce por el nombre de Divino Rostro. Parece que vivía en El Gallito y para allá me fui. Hice indagaciones y resultó que era un tipo muy popular en el barrio, aunque siempre andaba a la quinta pregunta. ¿Sabe cuáles son las otras cuatro? —pregunta Elizardo.

—No, compadre, no las sé.

—Yo tampoco

Villagrés mece la cabeza y ríe.

—No tiene arreglo, compadre.

—El asunto es que no pude averiguar gran cosa —prosigue Elizardo—. Así que me vine otra vez para acá y volví a entrarle al archivo. El tipo tenía antecedentes. Era carterista y esquinero. Había estado tres veces en el bote. Y deduzco que la tal Florinda lo mantenía. Lo digo porque, de ahí, me fui al registro y allí descubrí que era ella la que alquilaba la casa del callejón. A saber de dónde sacaba el pisto para pagar la renta.

—¿Y nadie en El Gallito te dijo haber visto al tal Ciriaco con un maletín?

—No, nadie.

—Total que seguimos perdidos.

—Rosalío ha estado dando vueltas por ver si Florinda tenía otros amantes, pero no ha podido averiguar tampoco nada.

—¿Cómo está mañana de tiempo, compadre? Quisiera platicarle de un asunto privado, algo entre usted y yo que es importante y que tiene que ver con el maletín.

—Mañana es feriado, Bonifacio. Doce de octubre. Llevo en esto varios días. Apenas he visto a mis hijos.

Villagrés mueve la cabeza arriba y abajo.

—Tiene razón, compadre. Creo que todos necesitamos una tregua.