Uno
Ciudad de Guatemala,
Dirección General de Policía
Viernes 27 de septiembre de 1929
6:45 a. m.
Los duendes del amanecer son unos artistas sin recato ni decoro que justo al filo del alba despliegan sus paletas y pinceles para, ocultos tras los párpados de los desvelados, pintar allí escenas macabras o alegorías insólitas que al momento se disipan como vaho en el espejo. Así son de efímeras sus obras. Pocas veces, sin embargo, su perversa musa había inspirado una imagen de truculencia parecida a la atisbada por el inspector Villagrés hace unos instantes cuando, abatido por el sopor, la cabeza se le ha desplomado sobre el pecho y, como en una aparición, ha visto cuatro cadáveres en un escusado.
Desde entonces, sus oídos no han dejado de escuchar los murmullos del desasosiego, los cuales intenta bloquear ahora percutiendo las teclas de una vieja Remington. El inspector está convencido de que alucinaciones de esta naturaleza obedecen al desvelo, la fatiga de la guardia nocturna o esa súbita pérdida de conciencia que le suele acaecer cuando el sueño le derrota. Doce horas sin dormir obran como corcho en la mollera. Así y todo, le cuesta entender cómo cuatro seres humanos pueden terminar juntos sus vidas en tan peculiar confín.
Villagrés echa una mirada al reloj. Faltan pocos minutos para el relevo, hora en que también despegan los aviones correo, esos estruendosos abejorros de la edad moderna cuyos ronroneos despabilan y apabullan a la otrora callada ciudad. Y al reparar que los cielos guardan hoy un silencio de iglesia, la vaga inquietud provocada por la visión del escusado se reactiva y le da por imaginar que algo grave ha de haber ocurrido en el aeródromo.
En principio no descarta que la pista de aterrizaje haya amanecido embarrada por la lluvia, pero enseguida desecha tal idea. Al césped de La Aurora le acaban de instalar un eficaz sistema de drenajes que evita lodazales y charcos. Y en cuanto a la posible falta de visibilidad, tampoco le parece excusa para que los correos no hayan despegado. Hasta donde el inspector alcanza a ver desde su oficina, el cielo está limpio como un espejo. La brisa mece las copas de los árboles que adornan el Parque Central, las palomas se pavonean en el atrio de la catedral metropolitana y solo de vez en cuando alguna de ellas se deja caer desde el frontón de la fachada en una suerte de vuelo suicida que provoca revoloteos en las demás.
El inspector estira los brazos, bosteza, gruñe y resopla. Tiene el cuerpo destemplado, los ojos enrojecidos y los calcetines húmedos. Su cerebro pide una tregua; su cuerpo, una cama tibia. Y son estas elementales demandas las que le van haciendo aterrizar en la clara mañana de septiembre. Los aeroplanos no son asunto suyo, rumia para sus adentros, y lo único que debería importarle a esta hora es tomarse una taza de café con un pan dulce, abrazar a su mujer y a sus hijos, planchar plácidamente la oreja y dormir hasta ver a Dios en su infinita gloria.
Le falta revisar, sin embargo, los informes de la noche. Y eso le hace menos gracia que su sueldo, el cual, a más de exiguo, llega con la cachaza del buey y se va con la velocidad del galgo. El papeleo es lo peor del trabajo, por más que la jornada haya sido tranquila. Al menos en el centro de la ciudad, que es donde Villagrés presta servicio. Un conato de incendio en el restaurante Cantón, un zipizape en la cantina Los Sacramentos, una colisión de vehículos en la Séptima avenida y la habitual media docena de ebrios sorprendidos con síntomas de delírium trémens o haciendo aguas en la vía pública.
Con los ojos a medio cerrar, Bonifacio Villagrés, verbigracia de la honradez policiaca, filósofo del bien y el mal, admirador de Carlos Gardel y adicto a las películas de Fu Manchú, examina el rimero de partes circunstanciados que yace junto a la máquina de escribir. La mayoría de ellos respira el soterrado sarcasmo del que se valen los agentes del orden para describir el lado oscuro de la condición humana. Y el último de los escritos es buen ejemplo de ello.
El texto hace referencia a un suceso ocurrido a eso de las cuatro de la madrugada en la pensión El sosiego, cerca del Mercado Central. Cornelio Ruiz, operario de una fábrica de fideos, venía sospechando de un tiempo acá que su amante, Fidelia Donis, cocinera del restaurante La Bilbaína, se veía con un albañil de media cuchara. Sorprendidos por Cornelio en El sosiego, se originó una reyerta a navajazos. El albañil logró salir sin más daños que un corte a la altura del omóplato, y la nariz como un chile pimiento (así dice el informe). A Cornelio en cambio le salió peor la rifa, pues Fidelia le endilgó dos cuchilladas que lo enviaron en estado inconsecuente (así reza también el parte) al hospital San Juan de Dios. La peor librada, empero, sería la cocinera. Un bofetón in extremis de Cornelio le destrabó la dentadura postiza y la infeliz murió asfixiada in situ.
Villagrés hojea el resto de los informes y se dice que, comparada con otras noches, esta parece haber pasado de puntillas, entendida la salvedad de que si hoy no han salido más delincuentes a la calle ha sido por el mal tiempo. Todo septiembre ha llovido como ni los más ancianos recuerdan. Sementeras y potreros devastados, inundaciones sin bordes, ranchos arrastrados por las aguas, ganado flotando a la deriva, gente aislada en tejados y árboles: tal es la cauda del temporal. La turbulenta hinchazón de los ríos ha lavado algunos tramos del ferrocarril. Numerosas vías camineras están cortadas por los derrumbes y su terracería, desgarrada por grietas que los torrentes socavan y destrozan.
En aldeas de mayor altitud, el agua ha hecho también estragos. Y acaso ahíto por la plétora de agua que los cielos le obligan a deglutir, el cráter del volcán Santa María ha empezado a regurgitar una ceniza pastosa y hedionda sobre El Palmar, San Felipe y San Martín Zapotitlán.
Las pérdidas causadas por el temporal se dicen incalculables. También los muertos. Los veintitantos telegramas recibidos durante la noche por Villagrés reportan decenas de cadáveres flotando en el Motagua, desaparecidos bajo el lodo en San Marcos o ahogados en Chinautla y Escuintla.
Ni siquiera la capital ha podido evitar la embestida del meteoro. Los accesos a la ciudad permanecen transitables, pero las avenidas de agua han inundado las zonas más bajas de la ciudad, y en los asentamientos de La Recolección y Gerona, surgidos durante los terremotos de once años atrás, flota un cieno pardusco donde la tifoidea ejerce su derecho de pernada.
Entre los cablegramas que Villagrés clasifica y ordena hay uno procedente de Panamá en el que la Policía de aquel país alerta sobre la presencia en Centroamérica de un peligroso criminal de origen chino, del cual no tienen fotografía ni datos, pero que sospechan vinculado a la mafia de Shanghai y al tráfico de estupefacientes. También hay otro de la Policía de México que alerta sobre el posible arribo a la región de una banda de timadores fugada de aquel país tras estafar veinticinco mil dólares a un banco del Distrito Federal.
Villagrés teclea la fecha al final de su informe, lo extrae de la Remington, lo firma con la mano izquierda y lo coloca encima de los telegramas y los partes policiales. Se ciñe la gorra de plato, se levanta del escritorio y sale al corredor del edificio donde los agentes del turno que entra hacen bromas y charlan con los del turno que sale.
Filtrándose por entre ellos, el inspector ve acercarse a su compadre, el agente Elizardo Cereceda. Lo hace con visible premura y, por la expresión de su rostro, Villagrés intuye que algo inesperado ha ocurrido a última hora.
—Acaba de llamar una señora con acento extranjero —le informa Elizardo—. Su nombre era Dorothée. Parecía muy afligida.
—¿Dorothée? ¿Madame Dorothée? ¿La doña de Entre jazmines?
—Esa mera. Parece ser que un grupo de muchachitos se ha encerrado con varias pupilas y no solo se niegan a salir, sino que amenazan con disparar a quien pretenda sacarles del cuarto.
Pese a ser de natural calmado, a Villagrés le subleva que niñatos indignos de los apellidos que llevan se diviertan haciendo gracias como esta y queden libres a las pocas horas, merced a las influencias de sus padres, a la compra de algún juez o a las mañas de algún abogado. Ni siquiera el alcalde de la ciudad puede con ellos. Organizan serenatas con marimba, queman cohetes en la madrugada, arrojan piedras a ventanas y puertas y no dejan a la gente dormir, que es un derecho mayor ante el que todos los demás quedan pequeños.
En situaciones así, a Villagrés se le derrumban los aplomos, y se le espabila el sueño, y le entra el torvo designio de traerse a los jovencitos por las patillas y encerrarlos en la tigrera, el apestoso e infecto preventivo donde, entre orines y basura, la Policía encierra a la escoria urbana.
Eso por una parte.
Pero por otra, a Villagrés le pica la curiosidad, su mayor virtud como policía, pero también su mayor defecto, pues a veces se le va la vara. El inspector no ha estado nunca en el prostíbulo de madame Dorothée, el más lujoso de la ciudad. Y eso le despierta cierto morbo. Siempre le ha intrigado el escondite donde la gente bien fornica en secreto, pero, por no conocer, no conoce ni siquiera el «burdel de la Avenida Elena», como denominan sus colegas a otra casa parecida que maneja Eloísa Velazquez, doña de unos treinta años a quien todos llaman la Locha. Doña Eloísa canjea jovencitas del país con otras de El Salvador, Costa Rica y Panamá, lo que da a su establecimiento un sello cosmopolita.
Dada, sin embargo, la condición económica de sus respectivas clientelas, es raro que en uno u otro harén se den escándalos o episodios violentos como los que Villagrés solía resolver cuando era agente de línea en El dulce amor sabroso, El Milamores o Estragos de pasión, sórdidas champas de la periferia donde faenan muchachitas de entre catorce y quince años.
A Villagrés no le gusta, nunca le ha gustado, atender trifulcas en los burdeles, ni le atraen los crímenes sórdidos, ni menos los hechos de sangre. Su pasión es cazar delincuentes de alto coturno, desvelar sus astucias y sus tramas. No todos los días, sin embargo, se tiene la oportunidad de conocer un lugar como Entre jazmines. Y es este su apego a mirar por el ojo de las cerraduras, más que el escándalo provocado por los muchachitos, lo que le lleva a saltarse la liturgia del relevo de la guardia y atender la petición de madame Dorothée, en lugar de irse a la cama, que es lo que el cuerpo le pedía hace cosa de diez minutos.
El inspector coloca una mano en el hombro de su compadre y le pregunta:
—¿Ha regresado ya algún vehículo de la patrulla de noche?
—Todavía no, jefe.
—Entonces iremos a pie, el lugar no está lejos. Lleve estos papeles a la oficina del comisario Landero y avise a Rosalío. Nos vamos para allá los tres.
Villagrés sabe que Entre jazmines es el nombre formal del prostíbulo, pero los clientes lo conocen por «los arcángeles de Versalles» debido a que el negocio lo regenta Dorothée Béziers, una francesa venida al país con la compañía de varietés Les follies de l’amour, luego de una larga gira por Varsovia, Moscú, Vladivostok, Pekín, Shanghai, Hong Kong y México. En la capital azteca, el público acabó por aburrirse de tanto can can y tanto gritito histérico de las vedettes, y la compañía no tuvo más opción que cambiar de espectáculo y de nombre. En adelante se llamó La Piccantina. Y al amparo del sugestivo lema «charleston, jazz, lindas mujeres y vaciladas de risa loca», se lanzó a recorrer las Américas.
Por desdicha, las finanzas de la compañía estaban ya algo decrépitas y, a poco de presentarse en Guatemala, La Piccantina tuvo que disolverse debido a causas de fuerza mayor. Dorothée Béziers, gestora de la compañía y notoria mujer de mundo, si bien algo cansada de tanto trotar sus veredas, dispuso entonces tomarse un respiro y quedarse en el país por un tiempo mientras se reponía del mal paso.
Y así nació Entre jazmines, negocio que madame fundó con cascaritas de huevo huero. Convenció a dos bailarinas de que se quedaran con ella y, auxiliada por su sagacidad para identificar jovencitas impacientes por experimentar los goces de la vida, se dedicó a reclutarlas en tiendas de la Sexta avenida, perfumerías y talleres de modas, como El Louvre, donde ella se compraba la ropa.
Madame hacía amistad con las muchachitas, les regalaba un anillo de La Perla o un brassière de Juan T. Edwards o una polvera en La Ciudad de Milán, y las exhibía más tarde en el Hipódromo del Sur, la Plaza de Toros, los cócteles danzantes del Hotel Rex o los conciertos de la banda marcial. Su charm europeo, su natural elegancia y la promesa de un oficio en el que se podía ganar mucho dinero en pocos años, tener lindos vestidos y diversión asegurada, embelesaba a las elegidas, quienes, una vez atrapadas en las redes de madame, esta se encargaba de graduar en el refinado arte de hacer el amor a la gente de posibles.
El magisterio duraba uno o dos meses, dependiendo de las aptitudes del pimpollo. Y si la jovencita era aplicada en el aprendizaje, madame la transformaba, voilà!, en un bellísimo jazmín. Un fotógrafo le hacía un retrato artístico, descalza hasta la frente (el arte lo justifica todo), madame se la mostraba a selectos probadores y finalmente ofrecía el jazmín al mejor postor por una elevada suma.
Los gozos que deparaban sus flores no eran, sin embargo, los únicos que madame Dorothée brindaba a su distinguida clientela. Además de un confort que muchos hoteles desearían para sí, el servicio de habitaciones ofrecía ostras frescas de Nueva Orleans, butifarras catalanas y soufflé a la naranja con limaduras de un chocolate cuyo ingrediente secreto, según lenguas, era un potente afrodisíaco. Chiantis, burdeos y riojas, cigarros de Vuelta Abajo, whisky escocés y champán Mumm, el preferido de madame, redondeaban la carta.
Tales amenidades eran pluses que, por sabidos, no se solían mencionar. La bonanza del café daba para estos y otros lujos sin que nadie se escandalizara por ello. El prostíbulo era además tan discreto como podría serlo una hormiga en un armario. De ahí que la demanda de sus servicios hubiese desbordado las previsiones de madame Dorothée, al extremo de no dar reposo a sus jazmines y de obligarlos a conservar su frescura desde la puesta del sol hasta los primeros guiños del alba.
Caminando más que al paso y flanqueado por sus dos agentes, el inspector Villagrés abandona la Dirección General de Policía y se dirige rápidamente a la zona baja de la ciudad. Cruza avenidas y calles salpicadas de reflejos y, a poco de echar a andar, siente un confortante calorcillo. Entre celajes de luto y mortajas de grisura, el invierno agoniza dando coces, pero tal vez por lo errático del temporal, la mañana es templada y azul. Las nubes se limitan a acechar el valle desde los cerros y el cielo tiene el aspecto de una gran laguna al sol.
En la intersección de la Décima avenida con la Cuarta calle, puerta de entrada al «barrio del pecado», Villagrés se detiene. La casa de mala nota se encuentra a poco más de media cuadra y, pese a los elogios y ditirambos que le suelen prodigar, su aspecto externo es más bien ordinario. Muy acorde, se diría, con la monótona arquitectura de ese lado de la ciudad: vivienda de una sola planta, paredes encaladas, techo de teja y ventanas protegidas por barrotes.
Dos modernos automóviles estacionados cerca de la puerta del prostíbulo llaman la atención del inspector, quien se dirige hacia ellos luego de arrojarse a la boca una pastilla de menta.
En el interior del primero, un Pippet de matrícula reciente, hay una persona dormida con aspecto de chofer. Villagrés pasa de largo ante el vehículo y se encamina al segundo, un elegante Dodge Hudson de neumáticos aureolados en blanco, radiador niquelado, guardafangos muy abiertos, como alas de gaviota, y estribos manchados de lodo.
El inspector mete la cabeza por una ventanilla y echa un vistazo. El interior es una pocilga. Botellas en el suelo, olor a alcohol y a sobaquina, mugre en las portezuelas. Pero no le da tiempo a examinarlo en detalle. Dos súbitas detonaciones, seguidas de un opaco griterío, interrumpen la pesquisa.
Villagrés corre a la puerta del burdel y sacude la aldaba.
La puerta se abre de golpe y ante el inspector aparece una mujer de mediana edad, algo trémula, con una bata color de rosa, pantuflas chinas, un gato de Angora en los brazos y el rostro escurrido por el desvelo. La señora es sensual y exuberante y sin duda lo sería mucho más, piensa Villagrés, sino fuese porque se ve pálida y despeinada.
El inspector se lleva una mano a la visera de la gorra.
—¿Madame Dorothée? —pregunta.
—¡Oh monsieur! ¡Gracias a Dios, pase adelante!
Madame Dorothée muestra un gesto agradecido y al mismo tiempo curioso.
Y es que Villagrés no responde al tipo que madame quizás esperaba. No parece un policía, a pesar del uniforme. De aspecto inofensivo y ausente, su cuerpo ahilado como el de un apóstol conserva el perfil de la juventud a una edad, treinta y seis años, en que muchos hombres han olvidado cómo fue alguna vez su cintura. Es de talla más bien baja, pese a que la gorra de plato y las botas a la rodilla le hacen parecer más espigado. Y bajo unas cejas muy negras, brilla una mirada entre distraída y melancólica.
Pero lo que más atrae a madame, refinada conocedora de hombres por su facha y por su fecha, es la cordial expresión del policía. Villagrés no es un hombre que atemorice a las personas con el gesto. Antes bien, su mirada se posa con serenidad en ellas y les inspira al instante la confianza de un monje betlemita.
—Por aquí, monsieur, s’il vous plait —dice la marsellesa en tono apresurado y servicial.
—Dígame qué ocurre, señora.
—¡Oh, monsieur! ¡Algo terrible! A eso de las 3 de la madrugada, llegaron cuatro jovencitos. Ninguno pasaría de los veinte o veintidós. Era muy tarde y yo no los quería recibir. Pero dos de ellos alardearon de sus apellidos. Apellidos importantes, ¿sabe? Hijos de clientes distinguidos, si usted me entiende.
Villagrés escucha a madame, al tiempo que observa con disimulo la antesala del amor, el atrio donde los jazmines bailan con los clientes, les revelan sotto voce sus ardides, les encienden sus ardores y les sacan la plata que llevan.
De una de las paredes pende una reproducción de La maja desnuda. Frente a ella, hay un óleo del palacio de Versalles y, al lado, una estampa del lago de Atitlán. Pero a Villagrés, que vive en una casa modesta sin muchas comodidades y solo tiene como patrimonio valioso un fonógrafo de segunda mano y tres discos de Gardel, le llaman más la atención dos divanes tapizados en color verde botella, un reloj de consola con dos faunos y un cortinaje episcopal, suspendido de una barra de latón y recogido en un elegante lazo púrpura, justo a la entrada del pasillo que conduce a las estancias donde los jazmines abren sus corolas.
—Así que cerré los ojos y les dejé pasar —suspira madame—. Pidieron servicio y con ellos se fueron cuatro de mis niñas.
—Elizardo —ordena Villagrés—. Tome nota de los nombres.
Madame recita:
—La Pétalos, la Meneos, la Papayita y la Trimotor.
—Dije los nombres, señora, no los apodos.
—Disculpe, monsieur, pero en esta casa no se usan nombres propios. Por discreción, ¿sabe usted?
Villagrés asiente con gesto comprensivo.
—Está bien, señora, continúe.
—Venían bien encumbrados, le cuento. Pero queriendo tener la fiesta en paz, autoricé que les sirvieran bebidas. Hasta ahí, todo normal... si me entiende.
—La entiendo, señora.
—En eso, a las cinco de la madrugada piden una cena a todo mantel. Imagínese —apuchera la boca madame—, ¡una cena a esas horas!
—Y usted se la sirvió.
—No, monsieur. Ni aunque hubiese querido. La Pickwick inauguró estos días el servicio aéreo entre Guatemala y Los Ángeles. Vinieron con una plebe de gente y me dejaron sin nada. Así que les ofrecí a los muchachitos unos huevos con frijoles. Era todo lo que tenía. Me costó un triunfo bajarles los humos, pero al fin comprendieron que esas no eran horas de cenar y les servimos un desayuno aquí al lado, en el comedor.
—Con sus empleadas.
—Sí, las cuatro. Además de Gomorrita.
—Quién es ella.
Villagrés repara que los cinco jazmines amurriados y marchitos que presencian el interrogatorio han cambiado su compunción por risitas.
—No es una ella, monsieur. Es el empleado que despacha las bebidas y limpia el salón. Un muchacho un poco así.
—Ya.
—Empezaron a burlarse y a hacer escarnio de él, pobrecito mío. Habían trabado la puerta del comedor con un mueble y no podíamos entrar. Uno de ellos sacó entonces su revólver, le metió a Gomorrita el cañón en la boca y le preguntó si lo sentía sabroso. Mis ángeles comenzaron a gritar, sobre todo la Trimotor, que lo hace como una valquiria.
Villagrés no sabe qué es una valquiria, pero se hace una idea por el gesto de madame.
—Los gritos eran horribles. Ahí dentro y aquí fuera. Porque estas mis niñas —dice señalando a los jazmines— también se pusieron como chivas locas. Los muchachitos se destrabaron con la bulla y empezaron a disparar sus revólveres justo antes de que usted llegara.
—¿Sabe si hay algún herido?
—No estoy segura, monsieur, pero temo por el pobre Gomorrita.
—Tranquilícese, señora. Vamos a ver cómo solucionamos este asunto.
—¡Qué desgracia, monsieur, qué vergüenza! Nunca me había ocurrido algo así. Imagínese lo que esto supone para mi reputación.
Villagrés está tentado a hacer un mal chiste, pero se abstiene. No está muy convencido de la sinceridad de madame. Con mujeres como ella no se pueden estirar los pies más allá de lo que da la cobija.
—Hágame un favor, señora. Retire de aquí a esas jovencitas —dice, señalando a los jazmines—. Y usted retírese también. Esto puede resultar peligroso.
—No sé si querrán salir —replica la doña, señalando al comedor con el gato de Angora—. Tienen licor para todo el día.
Madame Dorothée y sus jazmines se ocultan tras el cortinón episcopal y Villagrés hace señas a Elizardo y Rosalío para que se sitúen a un costado de la puerta bloqueada por los tarambanas, en tanto él lo hace en el lado opuesto. Acto seguido desenfunda el Smith & Wesson de seis tiros y golpea, autoritario, la madera con la culata.
Una voz chabacana y pastosa responde desde dentro:
—¡Váyase de aquí, vieja pedorra! ¿No ve que estamos ocupados?
Tras la cortina episcopal se escucha una airada interjección de madame, seguida de una catarata de denuestos en francés cuyo significado Villagrés ignora, pero que por el tono imagina y no hubiese esperado de ella.
Del comedor, por el contrario, brotan risotadas, ijijíes y ujujúes coreados por los vibrantes y aterrados alaridos de la Trimotor.
Con el rabillo del ojo, Villagrés alcanza a ver un caballero bien vestido que, tras emerger inopinadamente de la cortina, se dirige a la puerta como si pisara huevos. Lleva un maletín en la mano y se tapa a medias el rostro con un sombrero fedora.
—¡Elizardo, detenga a ese hombre! ¡Que nadie salga de aquí! —vocifera.
Madame asoma la faz tras la cortina y, con las palmas de las manos unidas, como la virgen de Fátima, le hace al inspector un gesto de súplica. Déjelo ir, dicen sus ojos, se lo ruego. Es persona importante, gente con buenos papeles que nada tiene que ver en este enredo. Por favor, ¿sí?
A Villagrés le parece que está haciendo demasiadas concesiones, pero nada gana deteniendo a quien, por el gesto de madame, el traje de cachemir y el sombrero de lujo, debe de ser alguien que apalea miles de pesos. Tal vez un diputado, un cafetalero o un ministro. O quizás el dueño del automóvil estacionado a la puerta del burdel. Así que, con gesto de indulgencia, deja ir al cliente para que no se diga que la Policía es insensible a los pecadillos de la gente bien de un país donde el adulterio solo es delito si lo cometen las mujeres.
Cuando el caballero abandona el salón, Villagrés se mete dos dedos en la boca y pega un silbido semejante al que un caporal daría a un hato de vacas.
El burdel enmudece.
—¡Escuchen bien, muchachitos! —grita con voz estentórea—. ¡Y escuchen con atención, porque lo que voy a decirles lo diré solo una vez! ¡Soy el inspector Villagrés, de la Primera Demarcación de la Policía Nacional! ¡Tienen un minuto para salir de ahí sin armas y con los brazos en alto!
Villagrés no está muy seguro de que la intimidación funcione al primer aviso. No obstante, y esperando lo mejor, clava la mirada en el techo y, con el revolver amartillado, aguarda la reacción de los calaveras.